«El altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los
signos sacramentales, es también la mesa del Señor, para participar en la cual,
se convoca el Pueblo de Dios a la Misa; y es el centro de la acción de gracias
que se consuma en la Eucaristía» (Instrucción General del Misal Romano, núm.
296). Este doble carácter del altar, que es a la vez mesa y ara del sacrificio,
explica una serie de elementos con que se lo prepara para que la Misa sea
celebrada digna y piadosamente. La regla en esta materia es el justo equilibrio
entre modestia, elegancia, decoro y reverencia, de manera que sobre el altar no
se ponga nada que no pertenezca al sacrificio de la Misa o a su propio adorno
(Rubricarum Instructum, núm. 529; Instrucción General del Misal Romano, núm.
305 y 307). Por eso, no conviene abusar de las flores, reliquias de santos e
imágenes de los mismos que el Ceremonial de los obispos indica para el ornato
del altar en los días de fiestas.
Foto: Santa María Reina
Ante todo, el altar se cubre con tres manteles de cáñamo o lino
debidamente bendecidos, de los cuales uno debe ser tan largo que llegue a la
tierra por los dos lados (Rubricarum Instructum, núm. 526). Para la forma
ordinaria, la exigencia se satisface con un solo mantel (Instrucción General
del Misal Romano, núm. 304), pero nada impide que se recubra igualmente con
tres. Cuando la parte delantera no está artísticamente acabada, se habrá de
disponer también un frontal o antipendio, esto es, un paramento de sedas,
metal, madera u otra materia similar con que se oculta y adorna dicha porción
de la mesa del altar, que será del color litúrgico del día (nunca negro en el altar reservado al
Santísimo Sacramento).
Salvo que el retablo la contenga, en medio del altar se eleva una cruz
con crucifijo, que debe ser suficientemente grande para que fácilmente la
divisen todos los fieles (Rubricarum Instructum, núm. 527). El crucifijo
preside la celebración de la Santa Misa, que es la renovación incruenta del
sacrificio redentor de Jesucristo consumado por una vez y para siempre sobre
una cruz en el Gólgota. Conviene que aquél permanezca sobre el altar, aun fuera
de las celebraciones litúrgicas, para que recuerde a los fieles la pasión
salvífica del Señor (Instrucción General del Misal Romano, núm. 308), y el dato
ineludible de que los cristianos predicamos a Cristo, sí, pero a Cristo
crucificado (1 Co 1, 23), ya que en esa muerte tan dolorosa y vergonzosa se
manifiesta el inmenso amor con que amó al mundo, hasta el extremo de dar la
vida por la salvación de los hombres (Jn 13, 1).
En la forma ordinaria, esta cruz puede estar dispuesta tanto en el altar mismo como cerca de él (Instrucción General del Misal Romano, núm. 308). Sin embargo, y a fin de no perder el sentido de la tradición de la celebración hacia el Oriente, el entonces Joseph Ratzinger propuso en su El espíritu de la Liturgia que, donde la orientación común del sacerdote y los fieles hacia el Este no sea posible, la cruz puede servir como «oriente interior de la Fe» (Teología de la Liturgia, Ciudad del Vaticano, 2010, p. 88). Para ello, la cruz debe estar en las misas versus populum en el centro del altar, siendo así punto común de referencia del sacerdote y de la comunidad. Esta propuesta la reiteró posteriormente, luego de su ascensión al Trono de Pedro como Benedicto XVI, en el Prefacio al primer volumen de sus Obras Completas (Teología de la Liturgia, Ciudad del Vaticano, 2010, pp. 7-8), el cual reprodujimos anteriormente en una entrada.
En la forma ordinaria, esta cruz puede estar dispuesta tanto en el altar mismo como cerca de él (Instrucción General del Misal Romano, núm. 308). Sin embargo, y a fin de no perder el sentido de la tradición de la celebración hacia el Oriente, el entonces Joseph Ratzinger propuso en su El espíritu de la Liturgia que, donde la orientación común del sacerdote y los fieles hacia el Este no sea posible, la cruz puede servir como «oriente interior de la Fe» (Teología de la Liturgia, Ciudad del Vaticano, 2010, p. 88). Para ello, la cruz debe estar en las misas versus populum en el centro del altar, siendo así punto común de referencia del sacerdote y de la comunidad. Esta propuesta la reiteró posteriormente, luego de su ascensión al Trono de Pedro como Benedicto XVI, en el Prefacio al primer volumen de sus Obras Completas (Teología de la Liturgia, Ciudad del Vaticano, 2010, pp. 7-8), el cual reprodujimos anteriormente en una entrada.
Crucifijo de altar
Sobre el altar se distribuyen asimismo los candeleros requeridos según
la cualidad de la Misa, con las velas encendidas a uno y otro lado (Rubricarum
Instructum, núm. 527). Se trata de un utensilio que sirve para mantener derecha la vela o candela, y consiste en un cilindro hueco unido a un pie por una barreta o columnilla. De la época romana pagana se conservan en los Museos Vaticanos dos enormes candeleros marmóreos que se utilizaron para el culto cristiano y de la Edad Media cristiana se guardan no pocos en las iglesias desde el siglo XI hechos de bronce o de hierro y de variadísimas formas y tamaños. De acuerdo con el derecho litúrgico, sólo está mandado que el crucifijo esté en medio de los candeleros, a igual distancia de ellos, pero nada impide que ellos se coloquen en los extremos del altar y no exactamente al lado de aquél. Además, se pueden poner directamente sobre la mesa del altar o sobre las gradas del mismo, y nada impide que sean de distinto tamaño.
La materia propiamente litúrgica para la elaboración de las velas es la cera pura de abejas y el aceite de oliva. Debido a la carestía de esos materiales, la Sede Apostólica ha autorizado que se pueda mezclar con otros, siempre que la mayor parte sea de la materia auténtica o, al menos, que algunas de las que se utilizan lo sean. Las rúbricas prevén asimismo que las velas del altar han de ser blancas para cualquier Misa y amarillas para las de Réquiem.
La materia propiamente litúrgica para la elaboración de las velas es la cera pura de abejas y el aceite de oliva. Debido a la carestía de esos materiales, la Sede Apostólica ha autorizado que se pueda mezclar con otros, siempre que la mayor parte sea de la materia auténtica o, al menos, que algunas de las que se utilizan lo sean. Las rúbricas prevén asimismo que las velas del altar han de ser blancas para cualquier Misa y amarillas para las de Réquiem.
El Ceremonial de los Obispos dispone cuántas velas se deben encender según la clase de Misa que se celebra. En las Misas privadas se encienden dos velas,
que en ciertos casos pueden llegar a cuatro si se trata de alguna solemnidad o
de una Misa prelaticia. En las Misas cantadas serán cuatro o seis según la
costumbre del lugar, y siempre este último número si la Misa es solemne. En la
Misa pontifical celebrada por el ordinario del lugar o por un cardenal se
disponen siete velas, la séptima ordinariamente detrás del crucifijo, salvo que
se trate de una Misa de difuntos. Tanto la Instrucción General del Misal Romano como el Ceremonial de los obispos de 1984 sigue contemplando la posibilidad de poner cuatro velas cuando preside el obispo, pero también pueden ser cuatro o, al menos, dos. Para encender las velas se comienza por el lado de la Epístola, alumbrando primero el que se encuentra más cerca del crucifijo y terminando por el más alejado. Después se procede del mismo modo en el lado del Evangelio. Para apagarlos se comienza a la inversa, vale decir, por el lado del Evangelio, empezando por la vela más alejada de la cruz y terminando por el más próximo. Después se hace lo mismo del lado de la Epístola.
Candeleros dispuestos para una Misa de Réquiem
(Foto: New Liturgical Movement)
Las velas nos recuerdan que Cristo es Luz del mundo (Jn 8, 12), y son también un símbolo de la Fe, a cuya luz descubrimos los divinos misterios, y de la caridad que debe abrasar nuestros corazones. En la Misa participamos del «misterio de nuestra Fe», como repite el sacerdote al consagrar el vino. Por eso, si nuestras lámparas no están encendidas, como no lo estaban aquellas de las vírgenes necias (Mt 25, 1-13), nos será imposible comprender lo que está sucediendo en el altar, y sólo veremos el desarrollo material de una acción litúrgica.
Antiguamente, antes de la Consagración mandaban las rúbricas que se encendiese otra tercera vela, que ardería hasta la Comunión. Se toleraba el uso de prescindir de ella, pero el ordinario podía exigir el cumplimiento de las rúbricas. En la revisión de 1960, esta exigencia desaparece y se señala simplemente que la costumbre de encender dicha vela adicional se ha de conservar ahí donde exista (Rubricarum Instructum, núm. 530).
Abajo a la derecha se aprecia la llamada vela del Sanctus o de la elevación
(Foto: Misa rezada en Estocolmo, Suecia. Copyright Daniel Nygård. Tomada de A Catholic Life).
Por lo que atañe
a España, esta costumbre era cumplida a través de una vela dispuesta en una
palmatoria, que estrictamente es un privilegio prelaticio, aunque aquí había
sido extendido a todos los sacerdotes. La palmatoria se enciende en la
credencia tras sonar el Sanctus y se
coloca sobre el lado derecho de la mesa del altar, paralela al corporal y no
muy lejos de él; se lleva para la comunión acompañando al Santísimo, a menos
que haya ceroferarios; si hay dos acólitos, el de la izquierda lleva la
palmatoria; si es sólo uno, con la derecha sostiene la patena de comunión y con
la izquierda coge el mango de la palmatoria, colocando el extremo sobre el
ángulo del brazo derecho. Los prelados usan palmatoria toda la Misa, al lado
del misal.
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