Reproducimos para nuestros lectores un interesante artículo del Prof. Peter Kwasniewski, recurrente invitado en nuestra bitácora. En él, el Prof. Kwasniewski contrasta la música sacra con la música popular, examinando la conveniencia del creciente uso en la época posconciliar de esta última en funciones litúrgicas. El contexto cultural para el cual escribe el Prof. Kwasniewski es ciertamente el norteamericano, del cual toma los ejemplos musicales que utiliza en su argumentación, pero no cabe duda de que sus reflexiones y conclusiones son plenamente aplicables a nuestra realidad hispanoamericana, donde, casi inmediatamente tras el Concilio, se abandonó prácticamente por completo la música sacra en las iglesias, tanto el canto gregoriano como la polifonía (aun existiendo respecto de esta última una rica tradición propia en el período indiano), así como el uso del órgano de tubos, todo lo cual fue reemplazado por música popular de dudosa calidad musical, interpretada generalmente con instrumentos profanos, como lo son las guitarras, que en nada transmite el sentido de lo sagrado y que difícilmente puede elevar a los fieles a la contemplación de los misterios sagrados.
La traducción es de la Redacción y el original en inglés puede leerse aquí.
La traducción es de la Redacción y el original en inglés puede leerse aquí.
Música sagrada versus música "Praise & Worship"
¿Importa la diferencia? (I)
Peter Kwasniewski
Cada vez que los Papas hablan de música sagrada (o sea, de música litúrgica), el primer requisito que mencionan es la santidad o sacralidad, que describen como cierta dignidad o adecuación para ser interpretada durante la celebración de los sagrados misterios de Cristo, así como su carencia de mundanidad y de todo lo que siquiera traiga el recuerdo del mundo secular[1]. Es por ello que resulta particularmente importante que la música litúrgica no sólo sea sino que suene como vinculada exclusivamente con la liturgia de la Iglesia y consagrada a ella. Tomar prestado al mundo exterior el estilo de la música e introducirlo al templo, es profanar la liturgia y dañar el crecimiento espiritual de los fieles.
Lo anterior explica por qué el canto gregoriano es considerado el modelo supremo y normativo de música en el rito romano: se trata de un tipo de música que creció junto con la liturgia y está puesto exclusivamente a su servicio, sin más propósito ni ámbito que éste[2]. Cuando oímos canto gregoriano no hay ambigüedad ni ambivalencia alguna acerca de qué estamos oyendo o para qué se lo canta: el gregoriano respira el espíritu de la liturgia y es imposible confundirlo con ningún tipo de música profana. Algo muy parecido ocurre con la música de órgano que, después de mil años de uso exclusivo en los templos, está tan íntimamente unida con el mundo eclesial que la mayor parte de la gente liga su sonido inmediatamente con lo “eclesiástico”. Para los Papas, estas asociaciones poderosas y profundas son buenas e importantes. De lo que se sigue que la música con una “doble identidad”, que conlleva ambigüedad de propósito y de lugar, es música problemática.
Aplicación de los criterios católicos al estilo “Praise & Worship”
Hace poco un amigo me envió enlaces para ocho piezas musicales a fin de que las considerara: cuatro de ellas le habían parecido objetables e inaceptables para el uso litúrgico (de Toby Mac, “Me Without You” y “Days of Elijah”; de Darrell Evans, “Trading My Sorrows” y “Lord of the Dance”). Y otros cuatro ejemplos de música “Praise & Worship” le pareció que podían ser apropiados y aceptables para ser usados en la liturgia o, al menos, en funciones paralitúrgicas, como la adoración del Santísimo Sacramento (de Michael Card, “My Shepherd”; de Matt Maher, “Lord, I Need You” y “Kyrie”; de Hillsong, “Oceans”).
A fin de proporcionar un fundamento audible a la crítica que voy a hacer, he aquí las grabaciones de cuatro de las canciones que he mencionado: una tomada de entre las piezas consideradas inaceptables, y tres de la categoría de piezas propuestas como compatibles con la liturgia o la paraliturgia. Escúchese, al menos un momento, cada una de ellas, para que se tenga una idea de su estilo.
Darrell Evans –Trading My Sorrows
Michael Card – My Shepherd
Matt Maher – Lord, I Need You
Hillsong - Oceans
Ahora bien, aunque sin duda hay diferencias superficiales entre la primera y la segunda categoría (la primera es una descarada copia de las baladas rock, en tanto que los otros ejemplos son más moderados), a mi juicio las piezas del segundo tipo no pertenecen a una clase diversa de la primera, y sólo hay una diferencia de grado[3]. Las dos categorías se relacionan entre sí como muestras “blandas” y “duras” dentro de un mismo espectro. Todas las piezas son canciones populares de tema religioso. Ello se puede apreciar si consideramos los tres criterios enunciados por Pío X y explicados por Pío XII: santidad o sacralidad, calidad formal o solvencia artística, y universalidad (que se podría entender también como catolicidad)[4].
La música sagrada no debe tener en absoluto reminiscencias de música profana, ya sea por sí misma o por el modo como se la interpreta. En el caso de las canciones oídas, si fueran escuchadas por alguien que no entiende inglés, podría suponer con razón que se trata de canciones de amor profanas. De hecho, si se sustituyera las palabras por otras sobre el enamoramiento o sobre la paz mundial, estas últimas no estarían para nada en desacuerdo con la música. En contraste, piénsese en el absurdo de poner letras de ese tipo a una melodía gregoriana, o al “Sicut cervus” de Palestrina, o a un coral de Bach, o al “Ubi caritas” de Duruflé. Además, el enfoque instrumental, que usa guitarras o piano, comunica poderosamente una atmósfera de música profana, puesto que tales instrumentos se originaron en una variedad de estilos –como el repertorio romántico de concierto, el jazz, el rock temprano, y la música folclórica contemporánea- que tienen en común su calidad extra-eclesiástica. Y todavía se los asocia con ellos.
Uno de los mayores problemas de esa música es el estilo que tiene el canto popular religioso. La voz resbala de una nota a la otra, con los quiebres y vibratos derivados del jazz y del estilo pop. En su origen, este modo de cantar pretendía ser un estilo más apasionado, más realista, en contraste con las voces altamente educadas y, por tanto, “artificiales”, de los cantantes de ópera[5]. Pero contrasta igualmente con el tono puro y la lúcida armonía que se busca en los conjuntos polifónicos, y con la pacífica unanimidad de la monodia gregoriana, que apuntan a simbolizar la unidad y catolicidad de la Iglesia.
Estas
canciones carecen de excelencia artística en lo que se refiere a destreza en la
escritura: las melodías y armonías son simplistas, el rango emocional es estrecho,
y el auditorio al que se dirigen parece ser de un nivel intelectual limitado,
todo lo cual se advierte en que cualquiera que esté acostumbrado a la “gran
música de la tradición occidental”, de la cual hablaba a menudo Benedicto XVI,
las encontrará triviales y poco atrayentes[6]. Ellas carecen de aquellos rasgos –o
los tienen muy débiles- que resultan objetivamente más apropiados a la liturgia
y, por lo tanto, a la música sagrada: grandeza, majestad, dignidad, elevación,
trascendencia[7]. Cualquiera sea la función que cumplan, no expresan ni
evocan, con medios musicales apropiados, ni su temática divina ni la naturaleza
espiritual de la persona humana. El ritmo monótono y las melodías predictibles
y carentes de inspiración sugieren un descenso al prosaísmo y comodidad de lo
familiar, en contraste con los ritmos libres, sostenidos por la métrica de las
palabras, y con los modos melódicos de alto vuelo, a veces caprichosos, del
gregoriano tradicional, que evocan tan bien la eternidad, el infinito y la
“rareza” de lo divino.
Universalidad
Si S. Pío X tiene razón, aquella música que posee los dos primeros rasgos (sacralidad y solvencia artística) tendrá también la tercera calidad, la universalidad. En otras palabras, será, en alguna medida, accesible a todos los creyentes y se la reconocerá como apropiada para la liturgia. Esta es la más complicada de las tres calidades, debido a que algunas culturas son tan primitivas o poco educadas que, al comienzo, puede que no tengan oídos para apreciar la santidad y belleza de cierto tipo de música que otros católicos dan por obviamente sagradas[8]. Por otra parte, Benedicto XVI sostiene que la gran música de la tradición occidental tiene una capacidad universal para mover las almas[9] y, por tanto, piensa también que la gran música sagrada tiene un poder inherente de hablar a las almas y convertirlas a Cristo. Por cierto, podemos ver que, históricamente, el canto gregoriano y la polifonía fueron bienvenidos y adoptados por los pueblos a quienes los misioneros europeos llevaron la predicación, proporcionando algunos asombrosos ejemplos de música claramente católica pero inculturada, una mezcla de estética europea y de colores y acentos nativos[10].
Universalidad
Si S. Pío X tiene razón, aquella música que posee los dos primeros rasgos (sacralidad y solvencia artística) tendrá también la tercera calidad, la universalidad. En otras palabras, será, en alguna medida, accesible a todos los creyentes y se la reconocerá como apropiada para la liturgia. Esta es la más complicada de las tres calidades, debido a que algunas culturas son tan primitivas o poco educadas que, al comienzo, puede que no tengan oídos para apreciar la santidad y belleza de cierto tipo de música que otros católicos dan por obviamente sagradas[8]. Por otra parte, Benedicto XVI sostiene que la gran música de la tradición occidental tiene una capacidad universal para mover las almas[9] y, por tanto, piensa también que la gran música sagrada tiene un poder inherente de hablar a las almas y convertirlas a Cristo. Por cierto, podemos ver que, históricamente, el canto gregoriano y la polifonía fueron bienvenidos y adoptados por los pueblos a quienes los misioneros europeos llevaron la predicación, proporcionando algunos asombrosos ejemplos de música claramente católica pero inculturada, una mezcla de estética europea y de colores y acentos nativos[10].
Un
experimento para saber si un estilo de música que se propone para el templo es
verdaderamente universal, consiste en preguntarse si la imposición del mismo en un país
o pueblo extranjero constituiría un tipo de imperialismo. Con el canto
gregoriano la respuesta es, claramente, no, porque, como el latín, él pertenece
no a una nación o pueblo o período o movimiento en particular, sino que se
desarrolló lentamente desde la antigüedad, a lo largo de los siglos, hasta
épocas más recientes, en todos los lugares geográficos en que se implantó el
cristianismo: sus compositores son predominantemente anónimos, y fue adoptada
por la Iglesia de rito latino como el ropaje musical definitivo de su liturgia
(cosa que no puede decirse ni siquiera de la polifonía, con todo lo admirable
que es). En breve: a cualquier lugar del mundo que la liturgia latina ha
llegado, allá ha llegado también el gregoriano, y nunca se lo ha percibido sino
como “la voz de la Iglesia que ora”.
En
contraste, el estilo Praise & Worship es obviamente contemporáneo,
estadounidense, y profano. Si los misioneros hubieran de imponer estos cantos a
tribus indígenas de cualquier lugar del mundo, ello sería comparable a pedirles
que se vistieran, comieran y hablaran como estadounidenses. Desde este punto de
vista, este estilo es comparable a los jeans, la Coca-Cola y los Iphones.
Pero ¿y qué pasa con las emociones?
Pero ¿y qué pasa con las emociones?
He
oído la objeción de que San Agustín considera los afectos del corazón como un
elemento tan esencial de la oración, que si nuestro corazón no se conmueve, no
estamos realmente orando, incluso si tenemos los pensamientos y la intención
apropiados. Basándose en este punto de vista patrístico, un interlocutor mío
extrapoló la conclusión de que la música que despierta emociones, como la que
uno encuentra en el estilo Praise & Worship, ayuda a animar la oración, y
es incluso necesaria para ciertas personas o en ciertas circunstancias.
Admitamos, por el momento, que San Agustín tiene razón en este aspecto, aunque no es correcto sostener que todo Padre o Doctor de la Iglesia tiene siempre la razón en todo orden de cosas[11]. No obstante, no debemos suponer que nuestra concepción de lo que él llama “afectos del corazón” es lo que él entendía por tales. Ni tampoco podemos suponer que Agustín hubiera aprobado la música cristiana de hoy, dado que es muy conocido el hecho que él mismo objetó lo que consideraba la “sensualidad” del canto litúrgico ambrosiano, que no es en absoluto emotivo. En las Confesiones lo vemos esforzándose por dilucidar si la música debiera o no tener en absoluto un rol en la liturgia por el peligro de que acapare para sí o para los ejecutantes demasiada atención. Al final llega a la conclusión de que puede y debe tener un papel, pero sólo si es extremadamente circunscrito. El hermoso canto de un salmo puede llevar hasta las lágrimas, pero estas son lágrimas de quien es espiritualmente sensible. Los “afectos del corazón” de Agustín son un suave movimiento del corazón hacia lo divino y un alejarse de la confianza en los sentidos y apetitos de la carne. Las palabras de un comentador bizantino moderno de los íconos pueden aplicarse con justicia a la música de iglesia, que debiera tener una función icónica: “Los íconos elevan nuestra alma del reino de lo material al de lo espiritual, desde un nivel inferior de ser, de pensamiento y de sentir, hacia uno más elevado”[12].
Debemos ser extremadamente cuidadosos con el modo como concebimos el involucramiento de las emociones en el culto. Salvo raros casos, siempre nuestras emociones estarán en alguna forma comprometidas en algún nivel. No se trata de contraponer un estado no emocional a uno emocional; de lo que se trata es de si ese estado emocional es (i) un caso de contenido aburrimiento, (ii) una excitación y quizá una agitación del sentimiento, o (iii) un pacífico e intenso mirar y oír la verdad que está por encima y más allá de uno. El primer y el segundo punto difieren en grado de actividad, pero no en relación con si ha habido o no un genuino trascenderse a uno mismo y a su propio y mundano marco de referencia.
Admitamos, por el momento, que San Agustín tiene razón en este aspecto, aunque no es correcto sostener que todo Padre o Doctor de la Iglesia tiene siempre la razón en todo orden de cosas[11]. No obstante, no debemos suponer que nuestra concepción de lo que él llama “afectos del corazón” es lo que él entendía por tales. Ni tampoco podemos suponer que Agustín hubiera aprobado la música cristiana de hoy, dado que es muy conocido el hecho que él mismo objetó lo que consideraba la “sensualidad” del canto litúrgico ambrosiano, que no es en absoluto emotivo. En las Confesiones lo vemos esforzándose por dilucidar si la música debiera o no tener en absoluto un rol en la liturgia por el peligro de que acapare para sí o para los ejecutantes demasiada atención. Al final llega a la conclusión de que puede y debe tener un papel, pero sólo si es extremadamente circunscrito. El hermoso canto de un salmo puede llevar hasta las lágrimas, pero estas son lágrimas de quien es espiritualmente sensible. Los “afectos del corazón” de Agustín son un suave movimiento del corazón hacia lo divino y un alejarse de la confianza en los sentidos y apetitos de la carne. Las palabras de un comentador bizantino moderno de los íconos pueden aplicarse con justicia a la música de iglesia, que debiera tener una función icónica: “Los íconos elevan nuestra alma del reino de lo material al de lo espiritual, desde un nivel inferior de ser, de pensamiento y de sentir, hacia uno más elevado”[12].
Debemos ser extremadamente cuidadosos con el modo como concebimos el involucramiento de las emociones en el culto. Salvo raros casos, siempre nuestras emociones estarán en alguna forma comprometidas en algún nivel. No se trata de contraponer un estado no emocional a uno emocional; de lo que se trata es de si ese estado emocional es (i) un caso de contenido aburrimiento, (ii) una excitación y quizá una agitación del sentimiento, o (iii) un pacífico e intenso mirar y oír la verdad que está por encima y más allá de uno. El primer y el segundo punto difieren en grado de actividad, pero no en relación con si ha habido o no un genuino trascenderse a uno mismo y a su propio y mundano marco de referencia.
Necesidad de sobriedad
Cualquier cultura que crea que todos debiéramos tener experiencias lo más “intensas” posible, ya sea por el ejercicio físico, las drogas, el sexo o los conciertos de rock, hará que la gente se incline también –ya sea abierta o implícitamente– a creer que en la oración y el culto debiera ocurrir lo mismo. ¡Uno debiera experimentar la “intensidad”! La música sagrada nunca ha tendido a semejante “intensidad”. De hecho, conscientemente la ha evitado para eliminar el peligro de que el hombre caído se sumerja en sus sentimientos y resulte limitado por ellos. Como lo observa Dom Gregory Hügle, O.S.B.:
“La
divina Providencia ha dispuesto que la música litúrgica sea austera y no se
deje vencer por los caprichos personales; los sentimientos de profunda
reverencia mezclados con el temor y el amor rompen las cadenas con que Satán
quiere atrapar a quien canta en el templo”[13].
La
música sagrada mueve suavemente las emociones del hombre para apoyar y promover
las actividades intelectuales de meditar y contemplar. Este punto de vista
corresponde al consejo de los maestros espirituales de todos los tiempos,
quienes, reconociendo que la emoción (o el sentimiento o la pasión) tienen un
valor legítimo y un lugar en la vida humana, son cautos en lo que se refiere a
fomentarlos o usarlos para el ascenso de la mente hacia Dios. Es más probable
que la emoción produzca un efecto de nublar o distraer que uno de clarificar o
concentrar al hombre: puede llevar a una ilusión de auto-trascendencia que es
evanescente y frustrante.
En
relación con esto, es interesante advertir que Flannery O’Connor consideraba el
sentimentalismo como “un exceso, una distorsión del sentimiento, por lo general
en el sentido de un énfasis excesivo en la inocencia”[14]. Al ofrecer un atajo
hacia la inocencia perdida, el sentimentalismo oscurece la difícil senda del
ascetismo, que es la senda cristiana. En palabras de O’Connor: “Perdimos
nuestra inocencia con la caída de nuestros primeros padres, y el regreso a ella
es a través de la redención obrada por la muerte de Cristo y por nuestra lenta
participación en ésta. El sentimentalismo es un saltarse este proceso en la
realidad concreta y un llegar prematuramente a un falso estado de inocencia,
que sugiere poderosamente todo lo contrario”.
Sobre
esto comenta el P. Uwe Michael Lang: “Un antídoto oportuno contra el
sentimentalismo espiritual de mucha práctica musical actual puede encontrarse
en la tradición cristiana antigua, con su insistencia en la sobriedad de la
música litúrgica”.
[En la II parte, que ofreceremos a nuestros lectores la próxima semana, el Dr. Kwasniewski se hará cargo de más objeciones y dificultades, y las responderá].
Notas:
[1] De ahí que los Padres del Concilio de Trento vieron con desagrado el uso de melodías profanas, aunque se las hubiera adaptado según el estilo de la música sagrada, y el porqué de la vehemente condenación de la influencia operática por Pío X. No se trataba de que la música no fuera buena música desde el ángulo de las reglas musicales, sino de que era música que celebraba obviamente los bienes de esta vida –“vino, canto y mujeres”, podríamos decir– y no los bienes celestiales de la vida futura.
[2] Véase mis artículos en OnePeterFive sobre canto gregoriano: Parte 1; Parte 2; Parte 3.
[3] Esto se puede ver de varios modos: por ejemplo, la secuencia de las cuerdas, la forma de la melodía, el estilo de canto, la facilidad con que se puede añadir percusión.
[4] Tra le Sollecitudini de Pío X (1903) y Musicae Sacrae de Pío XII (1955) abordan estos puntos de manera perfectamente explícita, pero hay también numerosos ejemplos en Pío XI, Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, para nombrar sólo los testigos más importantes.
[5] El estilo jazz o pop de cantar tiene también un flanco más sórdido, en la medida en que puede adquirir una calidad sensual o floja en la voz femenina, y un tono de nocturna serenata callejera en la masculina. Esto es resultado no sólo de la falta de educación –o de la poca educación– de los cantantes, sino del lenguaje musical mismo.
[6] No debiéramos suponer, como algo obvio, que la juventud no puede ser culturizada o tener una visión intelectual más amplia; o sea, no debemos suponer que ser primitiva es un rasgo inevitable de la juventud. Se trata más bien de una opción cultural y social que hemos hecho al crear, después de la Segunda Guerra, la categoría artificial del “teenager” (adolescente entre los trece y los diecinueve años). En realidad, como dice Guardini, “a la larga, hace falta un alto grado de genuino aprendizaje y de cultura a fin de conservar sana la vida espiritual. Gracias a estos dos medios, la vida espiritual retiene su energía, su claridad y su catolicidad. La cultura protege la vida espiritual de los elementos insalubres, excéntricos y unilaterales con los que, con excesiva facilidad, tiende a verse involucrada […] [La Iglesia] desea, como norma general, que la vida espiritual se impregne con la sal pura de una cultura genuina y elevada (El espíritu de la liturgia, traducción Ada Lane [New York, Sheed & Ward, 1935], cap. 1). La Iglesia tiene la obligación de sumergir a sus hijos en su legado (de ellos) desde el nacimiento en adelante. El fracaso en este aspecto es una especie de alta traición contra la polis sobrenatural del Pueblo de Dios.
[7] Si alguien objetara que la Sagrada Eucaristía es un sacramento humilde, que se administra bajo las especies de simple pan y vino, y que para él son más apropiados una música, un ornato y un ceremonial humildes que algo más complicado y suntuoso, la respuesta tendría que ser que ello no ha sido nunca la opinión de la Iglesia en estas materias. Decía al respecto el Concilio de Trento: "Si debemos confesar que los fieles no pueden llevar a cabo ninguna acción tan sagrada y divina como este tremendo misterio, por el cual la Víctima vivificante, que nos reconcilió con el Padre, es diariamente inmolada en el altar por el sacerdote, queda por lo mismo bien claro que debe usarse en ella toda la inventiva y la diligencia a fin de que se la realice con la máxima limpieza interior y pureza de corazón y, exteriormente, con las mayores muestras de devoción y piedad" (Concilio de Trento, sesión XXII). Una idea semejante se encuentra en San Juan Pablo II: “Como la mujer que ungió a Jesús en Betania, la Iglesia no ha temido jamás ser extravagante, y ha dedicado sus mejores recursos para expresar su admiración y adoración ante el insuperable don de la Eucaristía […] Con este elevado sentido del misterio, comprendemos cómo la fe de la Iglesia en el misterio de la Eucaristía ha encontrado expresión histórica no sólo en la exigencia de una disposición interior devota, sino también en formas exteriores encaminadas a evocar y enfatizar la grandeza de lo que se celebra (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 48-49). Véase la colección de textos clásicos de Mons. Athanasius Schneider, “El tesoro del altar: la inefable majestad de la Sagrada Comunión”, disponible en la traducción inglesa del blog Rorate Coeli. Sugiero también meditar sobre el famoso cuadro de Rafael, La Disputa del Sacramento, ícono de cómo debiéramos considerar la gloria y santidad del Santísimo Sacramento.
[8] Gran parte de la sociedad estadounidense contemporánea es, en este aspecto, tan primitiva como los paganos a quienes primero se predicó el Evangelio, lo cual no significa que nosotros debiéramos cambiar nuestros estándares, sino que tenemos mucho trabajo por delante catequizando y formando a los fieles y predicándoles el Evangelio a través de las bellas artes. El estar expuestos a los tesoros de la música sagrada tiene una gran importancia y, con excepción de algunos afortunados círculos, los católicos no están siendo expuestos a ella.
[9] Hay muchas pruebas de esto en el inmenso entusiasmo con que la música de algunos compositores como Bach y Mozart ha sido y es acogida en todo el mundo, incluso en culturas muy ajenas a la europea.
[10] El “San Antonio Vocal Arts Ensemble” ha prestado un gran servicio al grabar muchos programas de música católica de América Central, donde se exhibe esta maravillosa confluencia. “Chanticleer” ha hecho lo mismo con música de los españoles en California. Hay, en efecto, una gran cantidad de música sagrada verdaderamente inculturada que, no obstante, se caracteriza claramente por las cualidades sobre las que insisten los Papas.
[11] Después de todo, algunas opiniones en las obras de San Agustín, aisladas de su apropiado contexto, se convirtieron en el germen de las herejías luterana, calvinista y jansenista. Incluso Santo Tomás, Doctor Común de la Iglesia, fue un hereje material en lo que se refiere a la Inmaculada Concepción.
[12] Véase Constantine Cavarnos, Guide to Byzantine Iconography (Belmont [Massachusetts], Institute for Byzantine & Modern Greek Studies, 1993), pp. 241-245. Véase también el maravilloso librito intitulado Reflections on the Spirituality of Gregorian Chant, de Dom Jacques Hourlier, trad. Dom Gregory Casprini y Robert Edmondson (Orleans [Massachusetts], Paraclete Press, 1995).
[13] The Caecilia, vol. 61, n. 1 (Enero 1934), 36.
(14) Uwe Michael Lang, Signs of the Holy One: Liturgy, Ritual and Expression of the Sacred (San Francisco, Ignatius Press, 2015), p. 144.
Actualización [9 de septiembre de 2016]: Puede resultar del interés de nuestros lectores un artículo publicado en Infocatólica donde se esbozan algunas hipótesis referidas a las dificultades de la música sacra.
Actualización [1° de abril de 2019]: El sitio Dominus est informa que los obispos de la provincia eclesiástica de Ibadán (Nigeria) enfatizaron la importancia de la observancia de las rúbricas litúrgicas, señalando, por ejemplo, que "la Iglesia no gana nada mediante la promoción de una religión pop que se adapta a todas las modas y caprichos generados por la industria del entretenimiento”, como ocurre con la banalización del culto divino. En esta entrada nos hemos referido a la cada vez más extendida práctica de los aplausos durante la Santa Misa y el desprecio que ella entraña hacia los Misterios que se están celebrando.
[En la II parte, que ofreceremos a nuestros lectores la próxima semana, el Dr. Kwasniewski se hará cargo de más objeciones y dificultades, y las responderá].
Notas:
[1] De ahí que los Padres del Concilio de Trento vieron con desagrado el uso de melodías profanas, aunque se las hubiera adaptado según el estilo de la música sagrada, y el porqué de la vehemente condenación de la influencia operática por Pío X. No se trataba de que la música no fuera buena música desde el ángulo de las reglas musicales, sino de que era música que celebraba obviamente los bienes de esta vida –“vino, canto y mujeres”, podríamos decir– y no los bienes celestiales de la vida futura.
[2] Véase mis artículos en OnePeterFive sobre canto gregoriano: Parte 1; Parte 2; Parte 3.
[3] Esto se puede ver de varios modos: por ejemplo, la secuencia de las cuerdas, la forma de la melodía, el estilo de canto, la facilidad con que se puede añadir percusión.
[4] Tra le Sollecitudini de Pío X (1903) y Musicae Sacrae de Pío XII (1955) abordan estos puntos de manera perfectamente explícita, pero hay también numerosos ejemplos en Pío XI, Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, para nombrar sólo los testigos más importantes.
[5] El estilo jazz o pop de cantar tiene también un flanco más sórdido, en la medida en que puede adquirir una calidad sensual o floja en la voz femenina, y un tono de nocturna serenata callejera en la masculina. Esto es resultado no sólo de la falta de educación –o de la poca educación– de los cantantes, sino del lenguaje musical mismo.
[6] No debiéramos suponer, como algo obvio, que la juventud no puede ser culturizada o tener una visión intelectual más amplia; o sea, no debemos suponer que ser primitiva es un rasgo inevitable de la juventud. Se trata más bien de una opción cultural y social que hemos hecho al crear, después de la Segunda Guerra, la categoría artificial del “teenager” (adolescente entre los trece y los diecinueve años). En realidad, como dice Guardini, “a la larga, hace falta un alto grado de genuino aprendizaje y de cultura a fin de conservar sana la vida espiritual. Gracias a estos dos medios, la vida espiritual retiene su energía, su claridad y su catolicidad. La cultura protege la vida espiritual de los elementos insalubres, excéntricos y unilaterales con los que, con excesiva facilidad, tiende a verse involucrada […] [La Iglesia] desea, como norma general, que la vida espiritual se impregne con la sal pura de una cultura genuina y elevada (El espíritu de la liturgia, traducción Ada Lane [New York, Sheed & Ward, 1935], cap. 1). La Iglesia tiene la obligación de sumergir a sus hijos en su legado (de ellos) desde el nacimiento en adelante. El fracaso en este aspecto es una especie de alta traición contra la polis sobrenatural del Pueblo de Dios.
[7] Si alguien objetara que la Sagrada Eucaristía es un sacramento humilde, que se administra bajo las especies de simple pan y vino, y que para él son más apropiados una música, un ornato y un ceremonial humildes que algo más complicado y suntuoso, la respuesta tendría que ser que ello no ha sido nunca la opinión de la Iglesia en estas materias. Decía al respecto el Concilio de Trento: "Si debemos confesar que los fieles no pueden llevar a cabo ninguna acción tan sagrada y divina como este tremendo misterio, por el cual la Víctima vivificante, que nos reconcilió con el Padre, es diariamente inmolada en el altar por el sacerdote, queda por lo mismo bien claro que debe usarse en ella toda la inventiva y la diligencia a fin de que se la realice con la máxima limpieza interior y pureza de corazón y, exteriormente, con las mayores muestras de devoción y piedad" (Concilio de Trento, sesión XXII). Una idea semejante se encuentra en San Juan Pablo II: “Como la mujer que ungió a Jesús en Betania, la Iglesia no ha temido jamás ser extravagante, y ha dedicado sus mejores recursos para expresar su admiración y adoración ante el insuperable don de la Eucaristía […] Con este elevado sentido del misterio, comprendemos cómo la fe de la Iglesia en el misterio de la Eucaristía ha encontrado expresión histórica no sólo en la exigencia de una disposición interior devota, sino también en formas exteriores encaminadas a evocar y enfatizar la grandeza de lo que se celebra (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 48-49). Véase la colección de textos clásicos de Mons. Athanasius Schneider, “El tesoro del altar: la inefable majestad de la Sagrada Comunión”, disponible en la traducción inglesa del blog Rorate Coeli. Sugiero también meditar sobre el famoso cuadro de Rafael, La Disputa del Sacramento, ícono de cómo debiéramos considerar la gloria y santidad del Santísimo Sacramento.
[8] Gran parte de la sociedad estadounidense contemporánea es, en este aspecto, tan primitiva como los paganos a quienes primero se predicó el Evangelio, lo cual no significa que nosotros debiéramos cambiar nuestros estándares, sino que tenemos mucho trabajo por delante catequizando y formando a los fieles y predicándoles el Evangelio a través de las bellas artes. El estar expuestos a los tesoros de la música sagrada tiene una gran importancia y, con excepción de algunos afortunados círculos, los católicos no están siendo expuestos a ella.
[9] Hay muchas pruebas de esto en el inmenso entusiasmo con que la música de algunos compositores como Bach y Mozart ha sido y es acogida en todo el mundo, incluso en culturas muy ajenas a la europea.
[10] El “San Antonio Vocal Arts Ensemble” ha prestado un gran servicio al grabar muchos programas de música católica de América Central, donde se exhibe esta maravillosa confluencia. “Chanticleer” ha hecho lo mismo con música de los españoles en California. Hay, en efecto, una gran cantidad de música sagrada verdaderamente inculturada que, no obstante, se caracteriza claramente por las cualidades sobre las que insisten los Papas.
[11] Después de todo, algunas opiniones en las obras de San Agustín, aisladas de su apropiado contexto, se convirtieron en el germen de las herejías luterana, calvinista y jansenista. Incluso Santo Tomás, Doctor Común de la Iglesia, fue un hereje material en lo que se refiere a la Inmaculada Concepción.
[12] Véase Constantine Cavarnos, Guide to Byzantine Iconography (Belmont [Massachusetts], Institute for Byzantine & Modern Greek Studies, 1993), pp. 241-245. Véase también el maravilloso librito intitulado Reflections on the Spirituality of Gregorian Chant, de Dom Jacques Hourlier, trad. Dom Gregory Casprini y Robert Edmondson (Orleans [Massachusetts], Paraclete Press, 1995).
[13] The Caecilia, vol. 61, n. 1 (Enero 1934), 36.
(14) Uwe Michael Lang, Signs of the Holy One: Liturgy, Ritual and Expression of the Sacred (San Francisco, Ignatius Press, 2015), p. 144.
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Actualización [9 de septiembre de 2016]: Puede resultar del interés de nuestros lectores un artículo publicado en Infocatólica donde se esbozan algunas hipótesis referidas a las dificultades de la música sacra.
Actualización [1° de abril de 2019]: El sitio Dominus est informa que los obispos de la provincia eclesiástica de Ibadán (Nigeria) enfatizaron la importancia de la observancia de las rúbricas litúrgicas, señalando, por ejemplo, que "la Iglesia no gana nada mediante la promoción de una religión pop que se adapta a todas las modas y caprichos generados por la industria del entretenimiento”, como ocurre con la banalización del culto divino. En esta entrada nos hemos referido a la cada vez más extendida práctica de los aplausos durante la Santa Misa y el desprecio que ella entraña hacia los Misterios que se están celebrando.
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