Publicamos a continuación un artículo de opinión del Prof. Augusto Merino Medina, colaborador habitual de esta bitácora, en las que expresa una personal visión crítica acerca de la reforma litúrgica y de cómo el iluminismo influyó en ella. Por tal se entiende aquel movimiento cultural e intelectual (cuyo ámbito de alcance fue especialmente Francia, Reino Unido y Alemania) que comenzó en Inglaterra con John Locke (1632-1704) y la así llamada "Revolución Gloriosa" (1688), y se desarrolló desde mediados del siglo XVIII, teniendo como fenómeno histórico, simbólico y problemático la Revolución Francesa (1789) y el nuevo orden de cosas que de ahí surgió (la modernidad). Los pensadores ilustrados sostenían que el conocimiento humano podía combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía para construir un mundo mejor. De esta manera, la razón era el medio de desterrar la ignorancia que el antiguo orden social y la fe católica habían sembrado en el mundo.
Como hemos dicho en otras ocasiones (véase, por ejemplo, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí), la postura oficial de esta bitácora es que el rito reformado, pese a sus numerosas y evidentes falencias (las cuales no se refieren exclusivamente a los abusos litúrgicos, sino que comprenden también los defectos, ambigüedades y omisiones que se observan en la propia estructura del rito), es susceptible de ser enriquecido con la forma tradicional para hacerlo más digno y acorde con la tradición litúrgica de la Iglesia. Sólo así será posible hablar en verdad de dos formas de un único rito romano, como era el deseo de Benedicto XVI al permitir el libre uso de la liturgia de siempre por cualquier sacerdote.
Como hemos dicho en otras ocasiones (véase, por ejemplo, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí), la postura oficial de esta bitácora es que el rito reformado, pese a sus numerosas y evidentes falencias (las cuales no se refieren exclusivamente a los abusos litúrgicos, sino que comprenden también los defectos, ambigüedades y omisiones que se observan en la propia estructura del rito), es susceptible de ser enriquecido con la forma tradicional para hacerlo más digno y acorde con la tradición litúrgica de la Iglesia. Sólo así será posible hablar en verdad de dos formas de un único rito romano, como era el deseo de Benedicto XVI al permitir el libre uso de la liturgia de siempre por cualquier sacerdote.
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La Misa “iluminista”
Augusto Merino Medina
La “Ilustración”, conocida también
como “Iluminismo” es, como se sabe, aquel movimiento crucial de la historia
cultural de Occidente, que se aceleró a mediados del siglo XVII, en que todas
las fuerzas anticristianas y, especialmente anticatólicas, que venían
incubándose en Europa desde hacía unos trescientos años, se instala en la vida
del Viejo continente y en sus extensiones en otras partes del mundo, con el
propósito de descristianizar la cultura, de derribar la sociedad cristianamente
construida que había sido la tarea de la Iglesia por más de mil años, y de
reemplazarla por algo radicalmente diferente, algo lleno de luz que, se decía,
despejara las oscuridades del cristianismo, las supersticiones, las tenebrosas
alianzas entre el trono y el altar. La revolución francesa de 1789 y otra serie
de acontecimientos concomitantes dieron a la “Ilustración” el necesario apoyo
geopolítico para poder desarrollarse durante el siglo XIX y XX. La revolución
misma fue, en alguna medida importante, efecto de ese “siglo de las luces” como
también se suele llamar al siglo XVIII por los “ilustrados”.
Pero, como la “Ilustración”
aspiraba, en primer lugar, a “proyectar luz” sobre las inteligencias de los
hombres, lo más importante fue el afán didáctico, pedagógico, de los
“ilustrados”. El ejemplo de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), uno de los padres indirectos
de la revolución francesa, quien dedicó su obra más cuidada, Emilio (1762), al tema
de la educación de- los niños (para escribir la cual en paz se desprendió de todos
sus hijos abandonándolos para siempre en un orfanato), es suficientemente
elocuente: educar el logos por el logos aunque, en el caso de Rousseau, la
formación de las emociones y de la sensibilidad ocupan también un importante
lugar. Entre los masones, que vieron en esa revolución cultural su gran
oportunidad de acabar con la Iglesia, el tema de la educación ha sido y es,
coherentemente, primordial, testigo de lo cual es la historia de la educación
pública (en todos sus niveles) en Hispanoamérica, la que casi en todas partes
pasó, en el siglo XIX, a estar controlada por la masonería, hasta prácticamente
el día de hoy (también los masones quisieron “hacer su América” aprovechando el
desmembramiento del imperio español en estas tierras y la confusión que le
siguió).
La “modernidad Ilustrada” nació,
pues, con el afán de enseñar, con la misión pedagógica de formar el nuevo logos
no cristiano con un nuevo logos, y con una intención clara y específicamente
anticatólica. No es por eso extraño que el modernismo ilustrado, en su apogeo, aspirara
por todos los medios a penetrar en la Iglesia, que había sido puesta en alerta
por los papas desde el Beato Pío IX y, especialmente, por San Pío X. Como éstos
y otros papas pusieran obstáculos a esta movida, el modernismo eligió, como estrategia,
entrar por la puerta, supuestamente insospechable, de la liturgia, en la cual
muy pocos pastores tuvieron la precaución de fijarse. Y así es como en el “Movimiento
Litúrgico” que desde comienzos del siglo XX adquirió vigor en Europa,
especialmente en Francia y en Alemania, los “modernos” o “iluministas”
advirtieron que la Misa, es decir, la raíz misma de la vida cristiana, era una
estupenda oportunidad para lograr sus propósitos: en primer lugar, la llamada “Misa
de los catecúmenos” era el espacio pedagógico perfecto para inculcar nuevas
ideas; pero, en segundo lugar, la Misa propiamente tal, que comienza a
continuación con el Ofertorio es, por su riquísimo lenguaje simbólico, un
vehículo incomparable para penetrar sin logos, o sea, sin ser advertidos, en el
corazón mismo del pueblo católico.
Cuando, finalmente, con el Concilio
Vaticano II, las tesis y proyectos de los “iluministas” infiltrados en la Iglesia
e instalados cómodamente en ella tuvieron su gran oportunidad, el nuevo rito de
la Misa fue transformado en su misma esencia y puesto al servicio de la
“modernización”, es decir, de lo que se conoció como aggiornamento, que no
era sino la revolución cultural y espiritual que había estado esperando la ocasión
de demoler la Iglesia desde hacía 200 años. Pero esta vez no se trató de un
asedio desde el exterior, sino que el ataque se realizó desde el interior, desde
el corazón mismo de quien había sido la enemiga, “la infame”, en términos de
Voltaire. Los tiempos actuales son especialmente apropiados para contemplar
este fenómeno, que se desarrolla hoy con especial fuerza y desenfado.
En este texto, lo que nos interesa destacar
es precisamente el carácter pedagógico de que se empapó el nuevo rito y que contribuyó
poderosamente a la desvirtuación de la Misa tradicional, atenuando en ella la
fuerza de los símbolos sagrados.
Primera edición del Emilio de Juan Jacobo Rousseau
(Imagen: Wikimedia Commons)
Como se sabe, desde los primeros
siglos cristianos se incorporó a la liturgia de la Iglesia y, específicamente,
a la Misa un elemento de catequesis, que servía para hacer participar a los
catecúmenos en la fe que habían de profesar luego una vez bautizados
(naturalmente, la catequesis se hacía de modo más extenso y profundo en otras
instancias). Es la “Misa de los catecúmenos”, que consiste en las lecturas de
la Sagrada Escritura y la explicación de las mismas por la homilía. Esta parte,
en el rito romano, concluye con la recitación del Credo que, según algunos, se
hacía en los primeros tiempos en forma de preguntas y respuestas, como en un
aula, tal como se puede apreciar hoy en la Vigilia Pascual revisada por Pío
XII. Finalizado el Credo, los catecúmenos debían abandonar el templo antes del
comienzo de la acción propiamente sagrada, la renovación incruenta del
Sacrificio de la Cruz, que comienza con la preparación de las especies que se
ha de consagrar.
Es innegable que la Misa propiamente
tal es una ocasión de aprendizaje de vida cristiana de un valor y eficacia
incomparables, pero no forma en absoluto parte de sus fines el enseñar a los
fieles con tono e intención pedagógicos, o el ser una especie de “escuela
dominical” al estilo de muchas protestantes. Los fines de la Misa, como sabemos
desde el catecismo, son cuatro: latréutico o de adoración; eucarístico o de
acción de gracias; propiciatorio o satisfactorio, e impetratorio o de petición.
Si la Misa es vehículo de enseñanza, lo es por la riqueza inconmensurable de su
realidad, no porque sus ritos tengan una finalidad específicamente docente. La
enseñanza o docencia de la fe, de sus verdades y de la práctica de la vida
cristiana la Iglesia siempre la hizo en otras oportunidades, y hasta época muy
reciente, sobre todo antes del Concilio Vaticano II. Cursos de retiro,
conferencias, catequesis en las parroquias, círculos de estudio, en fin, el
número de iniciativas de específica formación religiosa era casi inagotable. A
ello se agregó siempre, por cierto, la preocupación de la Iglesia por la
formación humana de los cristianos, de lo cual son preclaro ejemplo las
universidades, que nacieron al alero de la Iglesia, y las obras educacionales
que, sin interrupción a lo largo de los siglos, la Iglesia ha fomentado, en la
cual se han empeñado una cantidad de grandes santos y a la cual se han dedicado
muchísima órdenes religiosas y congregaciones.
Desde esta perspectiva, incluso los elementos
de la “ante Misa” o “Misa de los catecúmenos” no tienen tanto un propósito
didáctico -aun cuando en los primeros tiempos, como decíamos, sí se enseñaba
con ellos a los catecúmenos- cuanto uno propiamente sagrado, integrante del fin
latréutico: la lectura de la Palabra de Dios no está ahí primeramente para
cumplir con ciertas finalidades pedagógicas sino para agradecer la bondad
divina que, mediante la Palabra, se revela a los seres humanos. Por eso, la
lectura del Evangelio, por ejemplo, está rodeada en el rito romano (y esto se
suele respetar incluso en el rito de Pablo VI), de ceremonias y gestos como el
incensamiento, la procesión con la cual se lleva el libro sagrado hasta el
lugar apropiado, los cirios, el canto (y no la mera lectura) de las palabras de
la Escritura, etcétera. Nada de esto tendría sentido si el propósito de las lecturas
fuera comunicar un contenido intelectual a los fieles, o sea, si se procurara
entregarles una información teológica por importante que fuere. Por el
contrario, todo lo que hay de comunicación lógica y abstracta en la Misa -todo
aquellos que no es comunicación simbólica-, es parte del culto sagrado, y debe
observarse a su respecto el máximo de formalidad y de respeto ritual. Esta es
una de las razones por las que, en el rito romano y otros de la Iglesia latina,
no deja de causar cierta perplejidad la irrupción de la homilía, incluso cuando
se la pronuncia con sentido sacral y sin el ánimo histriónico que a menudo la
empapa y desfigura y que echa mano de recursos como la comicidad u otros
análogos. Y no se diga nada de los concomitantes anuncios parroquiales de la
índole más profana y prosaica.
¿Acaso significa todo esto que en la Santa Misa debe desterrarse, proscribirse y evitarse toda pendiente o
derivación o efecto pedagógico propiamente tal? No, en absoluto. Por lo demás,
si la Misa es celebrada con estricto apego a Tradición y a las rúbricas, ello
es del todo imposible: la riqueza inagotable de los símbolos y ritos, hasta de
los menores, es tal que los fieles son espiritualmente educados (mucho más que
meramente “enseñados”) del modo más sobrenaturalmente eficaz que se puede
imaginar. Esta educación traduce mucho más profunda y fielmente la idea de una
“pedagogía” que la palabrería con que a veces se la pretende realizar.
Palabrería que es, por cierto, quizá la nota más distintiva de la Misa
“iluminista”, encarnada de modo insuperable en la Misa de Pablo VI: precisamente
la idea de los ilustrados y modernistas en la Iglesia es hacer lógico y verbal
cada rito, cada ceremonia, cada episodio, cada paso en el desarrollo de la Misa
a fin de que los fieles “entiendan”. En la Misa de Pablo VI el asunto es
clarísimo: todo se ha pensado a fin de que los fieles lo vean todo, lo oigan
todo, lo comprendan inmediatamente todo -debido esto último a que el propio
Concilio Vaticano II pedía, la “simplificación” de los ritos…-. La claridad, la
“clarté” de Descartes, padre de los ilustrados franceses y de los modernos, es
la norma litúrgica primordial en los ritos de Pablo VI, sin dejar espacio
alguno para la contemplación espiritual (que es mucho más que la comprensión
lógica de lo que fuere), para el lento decantar del sentido a lo largo de la
vida del espíritu, para la mística profundización en las riquezas insondables
de Dios.
Las explicaciones que dan los
“animadores” de la Misa anunciando los pasos que vienen luego en ella; las
intercalaciones espontáneas que los celebrantes se permiten introducir para
declarar el sentido de los ritos que están realizando; las glosas que, incluso
de las lecturas, dan los “animadores”, todo ello es una detestable intromisión
en el curso de la acción sagrada de los criterios de los enemigos modernistas de
la Fe, y debiera ser drásticamente reprimido. Supuesto, naturalmente, que
hubiera en la Iglesia quienes ejercieran drásticamente su potestad de reprimir
lo malo y de alentar lo bueno, por políticamente incorrecto que ello sea en la
vida eclesial de nuestros días.
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