El Tiempo de Navidad celebra el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, donde se encuentran las primicias de nuestra redención que se conmemoran cada año en la Pascua. En el Nacimiento de Cristo se halla el germen de lo que en el sacramento pascual adquiere pleno desarrollo, puesto que Él comenzó a merecernos la redención desde el primer instante de su vida humana.
Para la forma extraordinaria, este tiempo comienza con la Vigilia de Navidad y termina, para el ciclo temporal, el 13 de enero (fiesta del bautismo del Señor), y para el Santoral, con la Purificación de la Virgen María (2 de febrero). Se trata de cuarenta días de gozo y alegría consagrados a celebrar la Natividad del Salvador y las fiestas de su infancia: la Circuncisión, la Epifanía y la Presentación al templo. Para la forma ordinaria, el tiempo de Navidad se extiende desde la noche del 24 de diciembre hasta la fiesta del Bautismo del Señor (domingo siguiente a la Epifanía o 9 de enero). La fiesta del Nacimiento del Salvador se prolonga en ambas formas con una Octava.
Como decía Hilaire Belloc (1870-1953), la Navidad no es el nacimiento de Cristo. Lo que fue el nacimiento de Cristo, y sigue siendo, nunca cambiará, porque es un acontecimiento histórico que ocurrió y que cambió el mundo para siempre, tanto en el plano natural (la historia se divide en dos grandes períodos, antes y después de la llegada a Cristo a este mundo) como sobrenatural (con su venida comienza el cumplimiento del plan redentor querido por Dios para el género humano). En rigor, la Navidad es una celebración, un hacer memoria del nacimiento de Cristo, transportándonos al momento en que se hace evidente el misterio de la Encarnación con el nacimiento del Hijo de Dios de María en Belén. Y ese recuerdo ha cambiado y seguirá cambiando, como parte del desarrollo orgánico de los ritos.
Para manifestar su alegría ante el nacimiento de un Niño, que es el Mesías y el Señor, la Iglesia vuelve a entonar el Gloria y el Te Deum, suprimidos durante el Adviento. Desde el siglo XVIII se entona también el Adeste fideles junto a la bendición con la imagen del Niño Jesús, cuya autoría se atribuye a John Francis Wade (1711-1786). En honor de Santa María, a cuya virginidad fecunda se debe en el nacimiento del Redentor, la liturgia incluye tres oraciones especiales en su memoria y se prolonga, hasta la fiesta de la Candelaria (2 de febrero), el canto de la antífona Alma Redemptoris Mater, comenzado el primer domingo de Adviento.
Para la forma extraordinaria, este tiempo comienza con la Vigilia de Navidad y termina, para el ciclo temporal, el 13 de enero (fiesta del bautismo del Señor), y para el Santoral, con la Purificación de la Virgen María (2 de febrero). Se trata de cuarenta días de gozo y alegría consagrados a celebrar la Natividad del Salvador y las fiestas de su infancia: la Circuncisión, la Epifanía y la Presentación al templo. Para la forma ordinaria, el tiempo de Navidad se extiende desde la noche del 24 de diciembre hasta la fiesta del Bautismo del Señor (domingo siguiente a la Epifanía o 9 de enero). La fiesta del Nacimiento del Salvador se prolonga en ambas formas con una Octava.
Como decía Hilaire Belloc (1870-1953), la Navidad no es el nacimiento de Cristo. Lo que fue el nacimiento de Cristo, y sigue siendo, nunca cambiará, porque es un acontecimiento histórico que ocurrió y que cambió el mundo para siempre, tanto en el plano natural (la historia se divide en dos grandes períodos, antes y después de la llegada a Cristo a este mundo) como sobrenatural (con su venida comienza el cumplimiento del plan redentor querido por Dios para el género humano). En rigor, la Navidad es una celebración, un hacer memoria del nacimiento de Cristo, transportándonos al momento en que se hace evidente el misterio de la Encarnación con el nacimiento del Hijo de Dios de María en Belén. Y ese recuerdo ha cambiado y seguirá cambiando, como parte del desarrollo orgánico de los ritos.
Para manifestar su alegría ante el nacimiento de un Niño, que es el Mesías y el Señor, la Iglesia vuelve a entonar el Gloria y el Te Deum, suprimidos durante el Adviento. Desde el siglo XVIII se entona también el Adeste fideles junto a la bendición con la imagen del Niño Jesús, cuya autoría se atribuye a John Francis Wade (1711-1786). En honor de Santa María, a cuya virginidad fecunda se debe en el nacimiento del Redentor, la liturgia incluye tres oraciones especiales en su memoria y se prolonga, hasta la fiesta de la Candelaria (2 de febrero), el canto de la antífona Alma Redemptoris Mater, comenzado el primer domingo de Adviento.
Giorgione, La adoración de los pastores
(Imagen: Wikimedia Commons)
La liturgia del día de Navidad
La fiesta litúrgica de la Navidad gira en torno al Nacimiento de Jesús en Belén relatado por los Santos Evangelios. En la conmemoración solemne del nacimiento de Jesús, la Iglesia celebra el acontecimiento único y absolutamente singular de la Encarnación del Hijo de Dios. Es el misterio de unión admirable de la naturaleza divina y la naturaleza humana en la unidad de la única persona del Verbo (CCE 479). Por eso, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre en la unidad de la Persona divina, es el único mediador entre Dios y los hombres. Este misterio resulta tan importante que es el signo distintivo de nuestra fe (CCE 463). La celebración del misterio de la Encarnación recuerda que el Hijo de Dios, cumpliendo el plan divino, ha asumido nuestra naturaleza para realizar en ella nuestra salvación.
Como fuere, los orígenes de la celebración de esta fiesta son desconocidos. El examen de los monumentos arqueológicos sólo permite elaborar algunas conjeturas.
Según una antigua tradición, que se data en los comienzos del siglo II, la Iglesia celebraba diversas teofanías de Cristo: la de su nacimiento según la carne, la manifestación de los Magos y la del bautismo en el Jordán, todas ellas conjuntamente y unos días más tarde del solsticio de invierno (en el hemisferio norte), dentro de los primeros diez días de enero. La razón era que la Pascua judía (Pésaj) comenzaba el día 14 del mes de Nisán, vale decir, la primera jornada de luna llena después del equinoccio vernal. Habiendo ocurrido ese evento astronómico el 24 de marzo, según el cálculo de los astrólogos de la época, la muerte de Jesús debió ocurrir el 6 de abril, mismo día de su Encarnación, puesto que era inconcebible que, siendo Cristo perfecto, hubiera en su vida cualquier forma de imperfección, incluso en la fracción del tiempo que estuvo entre los hombres. Por consiguiente, su nacimiento tuvo que haber ocurrido nueve meses más tarde, el 6 de enero. Esta fecha, admitida tal vez convencionalmente, acabó siendo aceptada por toda la Iglesia.
La excepción fue la Iglesia de Roma, que se separó la conmemoración del nacimiento de Cristo de esa fiesta común de la Teofanía. No hay testimonios del momento ni de las razones por las cuales se adoptó esta decisión. El antecedente más antiguo se encuentra en el calendario filocaliano de 336. Pero la fiesta es anterior, porque el cronógrafo que lo preparó se limitó a reproducir las antiguas tradiciones romanas, sin innovar. Probablemente, influyó la definición que el Concilio de Éfeso hizo en 325 de la fe en la divinidad de Jesús, la cual no desvirtúa su nacimiento del seno del María. En otras palabras, cuando el Verbo se hizo carne, no dejó en ningún momento de ser Dios.
En un principio, la fiesta de Navidad separada de otras teofanías fue una característica de la Iglesia de Roma, pero pronto comenzó a extenderse a otras iglesias locales, quizá por imitación. San Juan Crisóstomo (347-407) la introdujo en Antioquía en 375, de donde pasó a Constantinopla. En Jerusalén se celebró en tiempos del patriarca Juvenal (422-451), y hacia el año 430 se introdujo en Alejandría. Habiéndose adoptado esta fiesta por parte de las iglesias patriarcales, el ejemplo fue seguido por las iglesias sufragáneas. Aunque esto no significa que algunas tardasen más que otras en recibirla, o bien que nunca lo hiciesen. Por ejemplo, todavía hoy los armenios monofisitas celebran la fiesta del nacimiento de Cristo el día 6 de enero, junto con las otras teofanías, lo cual sería poco plausible si esa iglesia hubiese adoptado la fiesta de Navidad al estilo romano antes de su separación por la herejía.
Ha sido causa de intensa discusión por parte de los liturgistas determinar la razón que hubo tras la fijación del 25 de diciembre como fecha del nacimiento de Cristo. En su homilía sobre esta fiesta, San Juan Crisóstomo cree que la Iglesia occidental había celebrado la Navidad en esa fecha desde siempre, y hace notar que la Iglesia romana había tenido todos los medios para conocer el verdadero día en que Jesús vino al mundo, puesto que las actas del censo de Publio Sulpicio Quirino, gobernador de Siria, que fue el que obligó a José y María a trasladarse a Belén para empadronarse, se conservaban en esa ciudad. Agrega un segundo argumento que se basa en la narración del Evangelio según San Lucas, donde se relata el anuncio del nacimiento de San Juan Bautista y la concepción de Cristo en el seno de María. El sacerdote Zacarías tuvo en el templo la visión del ángel, a raíz de la cual su esposa Isabel concibió a San Juan Bautista, en el mes de septiembre, lo que significa que Santa María, habiendo recibido la visita del arcángel Gabriel y concebido a Cristo en el sexto mes del embarazo de Santa Isabel, recibió a Cristo en su seno en marzo, debiendo dar a luz en diciembre.
A esto hay que agregar la opinión, tan difundida en el siglo III, de que el Redentor se había encarnado y había muerto en el mismo día de la creación del mundo, que, por razones astronómicas y simbólicas, se situaba el día del equinoccio de primavera del hemisferio norte, que tiene lugar entre el 19 y el 21 de marzo. Según el Talmud babilónico, la creación, el nacimiento de los patriarcas y la redención del mundo, todo tuvo lugar en el mes hebreo de Nisán, que equivale a marzo y abril. En el mundo judío de aquellos tiempos estaba extendida la idea de que todos los grandes profetas habían vivido con un número exacto de años, vale decir, que morían en la misma fecha del año en la que habían nacido o habían sido concebidos. En 46 d.C., Julio César fijó este equinoccio en una fecha fija: el 25 de marzo. Parece plausible que, siguiendo esta creencia y habiendo sido el Hijo de Dios perfecto en todo sentido, los cristianos de los siglos II y III adoptasen la idea de que Jesús fue concebido en el mismo día del año en que moriría (el 25 de marzo), la víspera de la Pascua judía, y que nació 9 meses más tarde (el 25 de diciembre). San Agustín (354-430) menciona esta tradición.
Como se observa, pues, tanto la Iglesia de Oriente como de Occidente coincidían en los mismos parámetros para fijar la fecha de nacimiento y muerte de Cristo, y sólo existía divergencia en la fijación del día exacto en que eso habría ocurrido al recurrir a los conocimientos astronómicos por entonces disponibles.
De igual forma, los liturgistas señalan que el establecimiento de la Navidad se hizo pensando en oponer esta fiesta al culto del nacimiento del sol (Sol Invictus), que gozaban de mucha popularidad por la influencias de los misterios de Mitra y había sido fijado por Aureliano en 274. El origen de la fiesta también está relacionada con el equinoccio, dado que el sol se acerca nuevamente al planeta y parece renacer. Incluso, dice San León Magno (390-461), en los primeros tiempos todavía los cristianos no se habían sustraído por completo de estas supersticiones. De esta forma, la Iglesia nos quiere recordar que Jesús es el verdadero Sol de Justicia venido a la tierra para disipar las tinieblas del error y para reavivar la caridad en el corazón de los fieles con el recuerdo de la Encarnación.
En un comienzo, todo el oficio de la Navidad se celebraba en la basílica de San Pedro del Vaticano, junto a la tumba del apóstol y primer Papa. Hacia la medianoche (ad galli cantum) se celebraban las vigilas, que concluían con la Misa solemne hacia la hora tercia (7 de la mañana). Posteriormente se introdujo una Misa en la madrugada del día 25, también en San Pedro, y ella nada tiene que ver con la que más tarde se celebró en Santa Anatasia para la corte imperial.
Cuando el papa Sixto III (432-440) embelleció la basílica de Santa María la Mayor y construyó ahí una capilla que reproducía la gruta de la Natividad de Belén, se comenzó a celebrar un oficio de vigilia de carácter mariano en el hipogeo del Praesepe, además del oficio estacional en San Pedro del Vaticano, donde se tenía la Misa solemne de la fiesta. De hecho, probablemente el origen de esta vigilia sea coincidente con lo que sucedía en Pascua y Pentecostés, donde existía una liturgia nocturna para el bautismo de los catecúmenos y otra el día de la fiesta para celebrarla con toda la solemnidad que ella se merecía. Hacia el año 642 fueron trasladas a Roma las reliquias del pesebre de Belén y que se guardaban hasta entonces en Palestina, ahora invadida por los musulmanes. Ellas fueron depositadas en la basílica de Santa María la Mayor, donde existía la ya mentada capilla dedicada a ese momento de la vida de Nuestro Señor.
Hacia el siglo V se estableció en honor de Santa Atanasia, martirizada un 25 de diciembre, una tercera Misa entre la Misa vigilar ad Presepe y la estacional del Vaticano, con el fin de que la colonia bizantina festejase el natalicio de esta viuda y mártir quemada en Sirmio (cuidad llamada hoy Sremska Mitrovica, en Serbia), cuyo cuerpo había sido trasladado a Constantinopla hacía pocos años. En principio no se hacía en ella ninguna alusión a la Natividad del Señor; luego se añadió una conmemoración de la fiesta, y por fin acabó por desaparecer la fiesta de la mártir, quedando sólo la conmemoración suya y el título estacional, que todavía hoy se conserva. Esta Misa se celebraba en la iglesia del Palatino dedicada a esta santa, que estaba situada en medio de la corte romana y las dependencias de los altos funcionarios imperiales, donde el Papa concurría por deferencia hacia el poder estatal. Por lo demás, Santa Atanasia es uno de los santos mártires mencionados en el Canon Romano.
La fiesta litúrgica de la Navidad gira en torno al Nacimiento de Jesús en Belén relatado por los Santos Evangelios. En la conmemoración solemne del nacimiento de Jesús, la Iglesia celebra el acontecimiento único y absolutamente singular de la Encarnación del Hijo de Dios. Es el misterio de unión admirable de la naturaleza divina y la naturaleza humana en la unidad de la única persona del Verbo (CCE 479). Por eso, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre en la unidad de la Persona divina, es el único mediador entre Dios y los hombres. Este misterio resulta tan importante que es el signo distintivo de nuestra fe (CCE 463). La celebración del misterio de la Encarnación recuerda que el Hijo de Dios, cumpliendo el plan divino, ha asumido nuestra naturaleza para realizar en ella nuestra salvación.
Como fuere, los orígenes de la celebración de esta fiesta son desconocidos. El examen de los monumentos arqueológicos sólo permite elaborar algunas conjeturas.
Según una antigua tradición, que se data en los comienzos del siglo II, la Iglesia celebraba diversas teofanías de Cristo: la de su nacimiento según la carne, la manifestación de los Magos y la del bautismo en el Jordán, todas ellas conjuntamente y unos días más tarde del solsticio de invierno (en el hemisferio norte), dentro de los primeros diez días de enero. La razón era que la Pascua judía (Pésaj) comenzaba el día 14 del mes de Nisán, vale decir, la primera jornada de luna llena después del equinoccio vernal. Habiendo ocurrido ese evento astronómico el 24 de marzo, según el cálculo de los astrólogos de la época, la muerte de Jesús debió ocurrir el 6 de abril, mismo día de su Encarnación, puesto que era inconcebible que, siendo Cristo perfecto, hubiera en su vida cualquier forma de imperfección, incluso en la fracción del tiempo que estuvo entre los hombres. Por consiguiente, su nacimiento tuvo que haber ocurrido nueve meses más tarde, el 6 de enero. Esta fecha, admitida tal vez convencionalmente, acabó siendo aceptada por toda la Iglesia.
La excepción fue la Iglesia de Roma, que se separó la conmemoración del nacimiento de Cristo de esa fiesta común de la Teofanía. No hay testimonios del momento ni de las razones por las cuales se adoptó esta decisión. El antecedente más antiguo se encuentra en el calendario filocaliano de 336. Pero la fiesta es anterior, porque el cronógrafo que lo preparó se limitó a reproducir las antiguas tradiciones romanas, sin innovar. Probablemente, influyó la definición que el Concilio de Éfeso hizo en 325 de la fe en la divinidad de Jesús, la cual no desvirtúa su nacimiento del seno del María. En otras palabras, cuando el Verbo se hizo carne, no dejó en ningún momento de ser Dios.
En un principio, la fiesta de Navidad separada de otras teofanías fue una característica de la Iglesia de Roma, pero pronto comenzó a extenderse a otras iglesias locales, quizá por imitación. San Juan Crisóstomo (347-407) la introdujo en Antioquía en 375, de donde pasó a Constantinopla. En Jerusalén se celebró en tiempos del patriarca Juvenal (422-451), y hacia el año 430 se introdujo en Alejandría. Habiéndose adoptado esta fiesta por parte de las iglesias patriarcales, el ejemplo fue seguido por las iglesias sufragáneas. Aunque esto no significa que algunas tardasen más que otras en recibirla, o bien que nunca lo hiciesen. Por ejemplo, todavía hoy los armenios monofisitas celebran la fiesta del nacimiento de Cristo el día 6 de enero, junto con las otras teofanías, lo cual sería poco plausible si esa iglesia hubiese adoptado la fiesta de Navidad al estilo romano antes de su separación por la herejía.
Ha sido causa de intensa discusión por parte de los liturgistas determinar la razón que hubo tras la fijación del 25 de diciembre como fecha del nacimiento de Cristo. En su homilía sobre esta fiesta, San Juan Crisóstomo cree que la Iglesia occidental había celebrado la Navidad en esa fecha desde siempre, y hace notar que la Iglesia romana había tenido todos los medios para conocer el verdadero día en que Jesús vino al mundo, puesto que las actas del censo de Publio Sulpicio Quirino, gobernador de Siria, que fue el que obligó a José y María a trasladarse a Belén para empadronarse, se conservaban en esa ciudad. Agrega un segundo argumento que se basa en la narración del Evangelio según San Lucas, donde se relata el anuncio del nacimiento de San Juan Bautista y la concepción de Cristo en el seno de María. El sacerdote Zacarías tuvo en el templo la visión del ángel, a raíz de la cual su esposa Isabel concibió a San Juan Bautista, en el mes de septiembre, lo que significa que Santa María, habiendo recibido la visita del arcángel Gabriel y concebido a Cristo en el sexto mes del embarazo de Santa Isabel, recibió a Cristo en su seno en marzo, debiendo dar a luz en diciembre.
A esto hay que agregar la opinión, tan difundida en el siglo III, de que el Redentor se había encarnado y había muerto en el mismo día de la creación del mundo, que, por razones astronómicas y simbólicas, se situaba el día del equinoccio de primavera del hemisferio norte, que tiene lugar entre el 19 y el 21 de marzo. Según el Talmud babilónico, la creación, el nacimiento de los patriarcas y la redención del mundo, todo tuvo lugar en el mes hebreo de Nisán, que equivale a marzo y abril. En el mundo judío de aquellos tiempos estaba extendida la idea de que todos los grandes profetas habían vivido con un número exacto de años, vale decir, que morían en la misma fecha del año en la que habían nacido o habían sido concebidos. En 46 d.C., Julio César fijó este equinoccio en una fecha fija: el 25 de marzo. Parece plausible que, siguiendo esta creencia y habiendo sido el Hijo de Dios perfecto en todo sentido, los cristianos de los siglos II y III adoptasen la idea de que Jesús fue concebido en el mismo día del año en que moriría (el 25 de marzo), la víspera de la Pascua judía, y que nació 9 meses más tarde (el 25 de diciembre). San Agustín (354-430) menciona esta tradición.
Como se observa, pues, tanto la Iglesia de Oriente como de Occidente coincidían en los mismos parámetros para fijar la fecha de nacimiento y muerte de Cristo, y sólo existía divergencia en la fijación del día exacto en que eso habría ocurrido al recurrir a los conocimientos astronómicos por entonces disponibles.
De igual forma, los liturgistas señalan que el establecimiento de la Navidad se hizo pensando en oponer esta fiesta al culto del nacimiento del sol (Sol Invictus), que gozaban de mucha popularidad por la influencias de los misterios de Mitra y había sido fijado por Aureliano en 274. El origen de la fiesta también está relacionada con el equinoccio, dado que el sol se acerca nuevamente al planeta y parece renacer. Incluso, dice San León Magno (390-461), en los primeros tiempos todavía los cristianos no se habían sustraído por completo de estas supersticiones. De esta forma, la Iglesia nos quiere recordar que Jesús es el verdadero Sol de Justicia venido a la tierra para disipar las tinieblas del error y para reavivar la caridad en el corazón de los fieles con el recuerdo de la Encarnación.
En un comienzo, todo el oficio de la Navidad se celebraba en la basílica de San Pedro del Vaticano, junto a la tumba del apóstol y primer Papa. Hacia la medianoche (ad galli cantum) se celebraban las vigilas, que concluían con la Misa solemne hacia la hora tercia (7 de la mañana). Posteriormente se introdujo una Misa en la madrugada del día 25, también en San Pedro, y ella nada tiene que ver con la que más tarde se celebró en Santa Anatasia para la corte imperial.
Cuando el papa Sixto III (432-440) embelleció la basílica de Santa María la Mayor y construyó ahí una capilla que reproducía la gruta de la Natividad de Belén, se comenzó a celebrar un oficio de vigilia de carácter mariano en el hipogeo del Praesepe, además del oficio estacional en San Pedro del Vaticano, donde se tenía la Misa solemne de la fiesta. De hecho, probablemente el origen de esta vigilia sea coincidente con lo que sucedía en Pascua y Pentecostés, donde existía una liturgia nocturna para el bautismo de los catecúmenos y otra el día de la fiesta para celebrarla con toda la solemnidad que ella se merecía. Hacia el año 642 fueron trasladas a Roma las reliquias del pesebre de Belén y que se guardaban hasta entonces en Palestina, ahora invadida por los musulmanes. Ellas fueron depositadas en la basílica de Santa María la Mayor, donde existía la ya mentada capilla dedicada a ese momento de la vida de Nuestro Señor.
Hacia el siglo V se estableció en honor de Santa Atanasia, martirizada un 25 de diciembre, una tercera Misa entre la Misa vigilar ad Presepe y la estacional del Vaticano, con el fin de que la colonia bizantina festejase el natalicio de esta viuda y mártir quemada en Sirmio (cuidad llamada hoy Sremska Mitrovica, en Serbia), cuyo cuerpo había sido trasladado a Constantinopla hacía pocos años. En principio no se hacía en ella ninguna alusión a la Natividad del Señor; luego se añadió una conmemoración de la fiesta, y por fin acabó por desaparecer la fiesta de la mártir, quedando sólo la conmemoración suya y el título estacional, que todavía hoy se conserva. Esta Misa se celebraba en la iglesia del Palatino dedicada a esta santa, que estaba situada en medio de la corte romana y las dependencias de los altos funcionarios imperiales, donde el Papa concurría por deferencia hacia el poder estatal. Por lo demás, Santa Atanasia es uno de los santos mártires mencionados en el Canon Romano.
Hasta la época de San Gregorio VII (1073-1085) se celebró la Misa estacional en San Pedro. Pero en aquello tiempos tan convulsos, donde incluso se llegó a secuestrar al Papa mientras celebraba en el hipogeo del Praesepe, era aconsejable no llegar hasta San Pedro, muy distante de San Juan de Letrán, donde residía el Papa, para celebrar la tercera Misa, por lo cual se decidió que ella se dijese también en la basílica de Santa María la Mayor, quedando fijado así el título estacional.
Según el Ordo Romanus XI, los dos oficios vigiliares, mencionados por Amalario de Metz (775-850), se celebraban en Santa María la Mayor con asistencia del Santo Padre. Después del primer oficio se tenía la Misa ad Praesepe y, a continuación, los segundos maitines y laudes. Más tarde, ya en el siglo XIV, cuando los Papas dejaron de residir en Aviñón, se suprimió el primer oficio y se transfirió a la Octava de Navidad, y el segundo se anticipó a la Misa de medianoche.
El color de la Navidad es el blanco. Ese día (que comienza a medianoche) todo sacerdote puede celebrar, sin necesidad de ningún privilegio especial, tres Misas. Por eso, el Misal Romano, tanto el tradicional como el reformado, prevé tres formularios distintos: la Misa de medianoche, que se conoce tradicionalmente como "Misa del gallo", la Misa de la aurora y la Misa del día de Navidad. De ese modo, la Iglesia conmemora los tres nacimientos del Hijo de Dios. Si el sacerdote dice una sola Misa, puede elegir el propio que prefiera, tratando de guardar correspondencia con la hora del día en celebra. La misma regla se aplica si celebra dos Misas. En cambio, si dice las tres, debe necesariamente seguir el orden establecido por la secuencia temporal, sin importar la hora del día en que celebre. No está permitido decir sólo una Misa rezada en la noche, porque ha de santificarse la fiesta. Para los fieles sólo es de precepto la asistencia a una de las tres Misas de Navidad. La fiesta de la Navidad comprende también una vigilia, el 24 de diciembre por la tarde, cuyo color es el morado.
Antes el privilegio de las tres Misas pertenecía sólo al Papa o al que presidía en su nombre la sinaxis estacional. Esto no era característico de la fiesta de Navidad, sino de otras muchas fiestas, como la de San Pedro y San Pablo, y en general, en las grandes solemnidades de los mártires que tenían varios templos en la ciudad, en las que, cuando menos, se celebraban dos Misas: una ad corpus en el hipogeo y otra en el altar mayor de la basílica. Después del siglo X se hizo común esta práctica en toda la Iglesia con ocasión de la fiesta de Navidad. Incluso, por piedad, ocurría que muchos sacerdotes celebraban varias Misas al día sin importar cuál fuese. Se cuenta, por ejemplo, que el papa León III (795-816) decía nueve Misas cada jornada. En la actualidad, además del día de Navidad, también se conserva la costumbre de decir tres Misas el 2 de noviembre, día de los fieles difuntos, y para los domingos y fiestas de precepto, si hay escasez de sacerdotes y necesidad pastoral, con autorización del Ordinario del lugar (canon 905 del Código de Derecho Canónico). Fuera de ellos, un sacerdote no celebra lícitamente más que una vez (canon 905 del Código de Derecho Canónico). El fiel que ha recibido la santísima Eucaristía, puede recibirla otra vez el mismo día solamente dentro de la celebración eucarística en la que participe (canon 917 del Código de Derecho Canónico).
En la forma extraordinaria, el formulario para las Misas de Navidad tiene un Prefacio propio y un Communicantes distinto, cuya recitación varía según la Misa de que se trate (en la Misa de medianoche se dice: "Communicantes et noctem sacratíssimam celébrantes...", mientras que en las dos Misas del día y de la Octava se repite: "Communicantes et diem sacratísimmum celébrantes...").
En el Misal reformado se han incluido tres prefacios distintos para las Misas de Navidad, cuyos títulos destacan las dimensiones teológicas que la comunidad cristiana quiere celebrar en esta fiesta: "Cristo es luz", "Restauración universal por la Encarnación" e "Intercambio efectuado en la Encarnación del Verbo".
Según el Ordo Romanus XI, los dos oficios vigiliares, mencionados por Amalario de Metz (775-850), se celebraban en Santa María la Mayor con asistencia del Santo Padre. Después del primer oficio se tenía la Misa ad Praesepe y, a continuación, los segundos maitines y laudes. Más tarde, ya en el siglo XIV, cuando los Papas dejaron de residir en Aviñón, se suprimió el primer oficio y se transfirió a la Octava de Navidad, y el segundo se anticipó a la Misa de medianoche.
El color de la Navidad es el blanco. Ese día (que comienza a medianoche) todo sacerdote puede celebrar, sin necesidad de ningún privilegio especial, tres Misas. Por eso, el Misal Romano, tanto el tradicional como el reformado, prevé tres formularios distintos: la Misa de medianoche, que se conoce tradicionalmente como "Misa del gallo", la Misa de la aurora y la Misa del día de Navidad. De ese modo, la Iglesia conmemora los tres nacimientos del Hijo de Dios. Si el sacerdote dice una sola Misa, puede elegir el propio que prefiera, tratando de guardar correspondencia con la hora del día en celebra. La misma regla se aplica si celebra dos Misas. En cambio, si dice las tres, debe necesariamente seguir el orden establecido por la secuencia temporal, sin importar la hora del día en que celebre. No está permitido decir sólo una Misa rezada en la noche, porque ha de santificarse la fiesta. Para los fieles sólo es de precepto la asistencia a una de las tres Misas de Navidad. La fiesta de la Navidad comprende también una vigilia, el 24 de diciembre por la tarde, cuyo color es el morado.
Antes el privilegio de las tres Misas pertenecía sólo al Papa o al que presidía en su nombre la sinaxis estacional. Esto no era característico de la fiesta de Navidad, sino de otras muchas fiestas, como la de San Pedro y San Pablo, y en general, en las grandes solemnidades de los mártires que tenían varios templos en la ciudad, en las que, cuando menos, se celebraban dos Misas: una ad corpus en el hipogeo y otra en el altar mayor de la basílica. Después del siglo X se hizo común esta práctica en toda la Iglesia con ocasión de la fiesta de Navidad. Incluso, por piedad, ocurría que muchos sacerdotes celebraban varias Misas al día sin importar cuál fuese. Se cuenta, por ejemplo, que el papa León III (795-816) decía nueve Misas cada jornada. En la actualidad, además del día de Navidad, también se conserva la costumbre de decir tres Misas el 2 de noviembre, día de los fieles difuntos, y para los domingos y fiestas de precepto, si hay escasez de sacerdotes y necesidad pastoral, con autorización del Ordinario del lugar (canon 905 del Código de Derecho Canónico). Fuera de ellos, un sacerdote no celebra lícitamente más que una vez (canon 905 del Código de Derecho Canónico). El fiel que ha recibido la santísima Eucaristía, puede recibirla otra vez el mismo día solamente dentro de la celebración eucarística en la que participe (canon 917 del Código de Derecho Canónico).
En la forma extraordinaria, el formulario para las Misas de Navidad tiene un Prefacio propio y un Communicantes distinto, cuya recitación varía según la Misa de que se trate (en la Misa de medianoche se dice: "Communicantes et noctem sacratíssimam celébrantes...", mientras que en las dos Misas del día y de la Octava se repite: "Communicantes et diem sacratísimmum celébrantes...").
En el Misal reformado se han incluido tres prefacios distintos para las Misas de Navidad, cuyos títulos destacan las dimensiones teológicas que la comunidad cristiana quiere celebrar en esta fiesta: "Cristo es luz", "Restauración universal por la Encarnación" e "Intercambio efectuado en la Encarnación del Verbo".
La Misa vespertina de la vigilia
La Misa vespertina de la Vigilia es la que se celebra al anochecer del día 24 de diciembre, ya sea antes o después de las primeras Vísperas de Navidad. No cede a ninguna fiesta, por lo que sustituye incluso al IV Domingo de Adviento, agregándose un segunda Oración, Secreta y Poscomunión si así ocurre. Ella continúa con una vigilia prolongada de oración hasta la Misa de medianoche, con la que propiamente comienza la Navidad.
La Iglesia espera con júbilo el doble advenimiento del Redentor (Oración), que salva a su pueblo de sus pecados (Evangelio) y que es el pastor de Israel (Gradual), vale decir, de la Iglesia, donde entran todos los que creen en Jesucristo. Isaías, en efecto, anuncia que toda carne verá la salvación de nuestro Dios. La Misa de la víspera preparar a celebrar el aniversario del adorable nacimiento del Hijo único de Dios (Secreta y Poscomunión), que nace como hombre de la línea de David, y ha probado palmariamente con su resurrección ser Dios a la par que hombre (Epístola). Y como quiera que para Cristo esta resurrección fue el preludio de su glorioso reinado, y es para nosotros la prenda de nuestra propia glorificación y insurrección futura al fin de los tiempos, la liturgia de este día nos dispone también para la segunda venida de Jesús. El misterio de la Navidad, el nacimiento de Cristo, aparece desde el primer momento orientado, a través de la Pasión, a la consumación de la obra redentora, el día de la Resurrección.
"Estos dos días [el 24 y el 25 de diciembre] significan el día de la vida presente, que es breve y oscuro, y el de la eternidad en los esplendores de los santos. Nuestra ciencia acá en la tierra debe consistir en acordarnos de que ha de venir el Señor, y la primera venida del Hijo de Dios nos da esta luz respecto a la segunda. Contemplemos en la tierra las maravillas de la misericordia del Señor en su Encarnación, para que podamos contemplar la de su gloria en la mañana suprema" (San Bernardo). "Mañana será borrada la iniquidad de la tierra y reinará sobre nosotros el Salvador del mundo" (Aleluya). "El Dios todopoderoso, creador de todo cuanto existe, es el Rey de la gloria, que, después de haber arrebatado a los hombres del poder de Satanás, los hará entrar en pos de sí en la Jerusalén celestial" (Ofertorio). "Entonces se manifestará la gloria del Señor" (Comunión). Hay que prepararse, pues, con sana alegría a celebrar la venida del Hijo único de Dios, que viene como Redentor en Navidad; para que podamos contemplarle confiados el día en que viniere, como Juez, al final del mundo (Oración).
La Misa vespertina de la Vigilia es la que se celebra al anochecer del día 24 de diciembre, ya sea antes o después de las primeras Vísperas de Navidad. No cede a ninguna fiesta, por lo que sustituye incluso al IV Domingo de Adviento, agregándose un segunda Oración, Secreta y Poscomunión si así ocurre. Ella continúa con una vigilia prolongada de oración hasta la Misa de medianoche, con la que propiamente comienza la Navidad.
La Iglesia espera con júbilo el doble advenimiento del Redentor (Oración), que salva a su pueblo de sus pecados (Evangelio) y que es el pastor de Israel (Gradual), vale decir, de la Iglesia, donde entran todos los que creen en Jesucristo. Isaías, en efecto, anuncia que toda carne verá la salvación de nuestro Dios. La Misa de la víspera preparar a celebrar el aniversario del adorable nacimiento del Hijo único de Dios (Secreta y Poscomunión), que nace como hombre de la línea de David, y ha probado palmariamente con su resurrección ser Dios a la par que hombre (Epístola). Y como quiera que para Cristo esta resurrección fue el preludio de su glorioso reinado, y es para nosotros la prenda de nuestra propia glorificación y insurrección futura al fin de los tiempos, la liturgia de este día nos dispone también para la segunda venida de Jesús. El misterio de la Navidad, el nacimiento de Cristo, aparece desde el primer momento orientado, a través de la Pasión, a la consumación de la obra redentora, el día de la Resurrección.
"Estos dos días [el 24 y el 25 de diciembre] significan el día de la vida presente, que es breve y oscuro, y el de la eternidad en los esplendores de los santos. Nuestra ciencia acá en la tierra debe consistir en acordarnos de que ha de venir el Señor, y la primera venida del Hijo de Dios nos da esta luz respecto a la segunda. Contemplemos en la tierra las maravillas de la misericordia del Señor en su Encarnación, para que podamos contemplar la de su gloria en la mañana suprema" (San Bernardo). "Mañana será borrada la iniquidad de la tierra y reinará sobre nosotros el Salvador del mundo" (Aleluya). "El Dios todopoderoso, creador de todo cuanto existe, es el Rey de la gloria, que, después de haber arrebatado a los hombres del poder de Satanás, los hará entrar en pos de sí en la Jerusalén celestial" (Ofertorio). "Entonces se manifestará la gloria del Señor" (Comunión). Hay que prepararse, pues, con sana alegría a celebrar la venida del Hijo único de Dios, que viene como Redentor en Navidad; para que podamos contemplarle confiados el día en que viniere, como Juez, al final del mundo (Oración).
Misa de Medianoche
(Foto: The Badger Catholic)
La Misa de medianoche ("Misa del gallo")
Misa muy solemne, que tiene estación en la basílica de Santa María la Mayor, junto al pesebre. En ella se celebra el primer nacimiento de Cristo, aquel ocurrido en Belén y que es narrado por los Evangelios.
El Verbo, engendrado por el Padre desde toda la eternidad (Comunión), ha elevado al fruto bendito del seno virginal de María hasta unirse con Él en persona. Esto quiere decir que la naturaleza humana y la naturaleza divina están unidas en Cristo en la unidad de una sola persona, que es la segunda persona de la Santísima Trinidad. Y, como cuando se habla de filiación se designa a la persona, se debe decir que Jesús es el Hijo de Dios, ya que su persona es divina, por ser el Verbo encarnado. De donde se sigue que hemos de llamar a María la Madre de Dios (theotokos, Θεοτόκος), no porque ella haya engendrado al Verbo, sino más bien a la humanidad que el Verbo unió a Sí en el misterio de la Encarnación. El Niño que esta noche nace es el Hijo de Dios, engendrado en cuanto Dios por el Padre desde toda la eternidad y engendrado como hombre el día de la Encarnación. María da a luz al mundo en medio de la noche su Hijo unigénito y lo reclina en un pesebre. Por eso, esta Misa nocturna se celebraba en la basílica romana de Santa María la Mayor, donde se conservan las reliquias de ese pesebre.
El nacimiento de Cristo a la medianoche es del todo simbólico. Jesucristo, "Luz nacida de la Luz", como repetimos en el Credo, viene a este mundo para sacarnos de las tinieblas de los placeres mundanos, y enseñarnos a merecer por la dignidad de una vida santa ser elevados a la bienaventurada esperanza que se nos ha prometido.
Navidad es la aparición, en la noche del mundo, de la Luz esplendorosa cuyo fulgor se extiende de uno a otro confín y por todos los siglos, hasta que vuelva envuelto en gloria y majestad.
Son diversas las explicaciones que se han dado para explicar el origen de la denominación "Misa del gallo" con que se conoce aquella celebrada en la medianoche del 25 de diciembre. La que concita mayor respaldo se remonta al papa Sixto III, quien instauró la costumbre de celebrar una Misa de vigilia nocturna en la medianoche del día de celebración del nacimiento del Mesías, tras la entrada al nuevo día (el de Navidad), en el “ad galli cantus” (al canto del gallo). Con ese nombre se conocía el momento en el que empieza una nueva jornada y que, según las antiguas tradiciones romanas, ocurría a la medianoche con el canto del gallo. También hay quienes sitúan este origen en una antiquísima fábula que cuenta que durante el nacimiento de Jesús había un gallo en el establo, el cual fue el primer ser vivo en dar testimonio de tal acontecimiento y el encargado de pregonarlo, primero a la mula y al buey, después a los pastores y sus ovejas y. por último. a las gentes que vivían en los alrededores. Por tanto, la venida al mundo del Mesías fue anunciada “ad galli cantus”, es decir, con el canto del gallo. Otra teoría, poco documentada y que carece de credibilidad, sostiene que el nombre se debe a que, antiguamente, en algunos países el menú de la cena de Nochebuena estaba compuesto por un gallo asado. Por último, existen algunos que dicen que el origen del nombre de la Misa del Gallo proviene de la celebración de esa misma en la Basílica de San Petrum in Gallicantum (San Pedro en Gallicantu) en Jerusalén. Esta iglesia tomó su nombre del episodio evangélico que relataba como Jesús advirtió a Pedro que éste le negaría tres veces antes de que el gallo cantase.
La Misa de la aurora
Misa menos solemne, con estación en la Iglesia de Santa Atanasia, que recuerda el nacimiento espiritual de Cristo en el alma de cada fiel que lo recibe en estado de gracia. La representación de este nacimiento es la manifestación a los pastores, que lo reciben como su Señor. No hay que olvidar que el águila, representación de este evangelista, es el símbolo de todo estado trascendente, del alma que se eleva a Dios por la contemplación.
La liturgia de esta Misa nos hace saludar con alborozo "al santo Rey que viene" (Comunión), "al Señor que nos es dado" (Introito), "al Niño recostado en la cuna" (Evangelio). Nos enseña también que Aquél que ha nacido como hombre en este día, nos ha sido revelado también como Dios (Secreta), porque Él es el "Verbo hecho carne" (Oración), "se llama Dios" (Introito) y existe desde toda la eternidad. Pero nos recuerda, sobre todo, que esta doble manifestación de Cristo hombre en su venida de gracia y de Cristo Dios en su venida de gloria, debe reproducirse en nosotros. "La benignidad y la humanidad de Dios, nuestro Salvador, han aparecido a fin de que, justificados por la gracia de Jesucristo, lleguemos a ser herederos de la vida eterna" (Epístola), "que el hombre viejo sea en nosotros destruido" (Poscomunión), y "participemos de la divinidad" (Secreta).
La aurora que la Iglesia nos manda celebrar en esta jornada es el principio de ese día de salvación que, comenzado ya en la tierra, se prolonga hasta la eternidad para no tener ocaso.
Con la sencilla humildad de los pastores hemos de adorar a Aquél que, nacido del Padre desde toda la eternidad, nació un 25 de diciembre en la tierra, del seno virginal de María y ha de nacer también en nuestras almas, esperando que nos haga merecer la vida gloriosa del cielo.
Misa menos solemne, con estación en la Iglesia de Santa Atanasia, que recuerda el nacimiento espiritual de Cristo en el alma de cada fiel que lo recibe en estado de gracia. La representación de este nacimiento es la manifestación a los pastores, que lo reciben como su Señor. No hay que olvidar que el águila, representación de este evangelista, es el símbolo de todo estado trascendente, del alma que se eleva a Dios por la contemplación.
La liturgia de esta Misa nos hace saludar con alborozo "al santo Rey que viene" (Comunión), "al Señor que nos es dado" (Introito), "al Niño recostado en la cuna" (Evangelio). Nos enseña también que Aquél que ha nacido como hombre en este día, nos ha sido revelado también como Dios (Secreta), porque Él es el "Verbo hecho carne" (Oración), "se llama Dios" (Introito) y existe desde toda la eternidad. Pero nos recuerda, sobre todo, que esta doble manifestación de Cristo hombre en su venida de gracia y de Cristo Dios en su venida de gloria, debe reproducirse en nosotros. "La benignidad y la humanidad de Dios, nuestro Salvador, han aparecido a fin de que, justificados por la gracia de Jesucristo, lleguemos a ser herederos de la vida eterna" (Epístola), "que el hombre viejo sea en nosotros destruido" (Poscomunión), y "participemos de la divinidad" (Secreta).
La aurora que la Iglesia nos manda celebrar en esta jornada es el principio de ese día de salvación que, comenzado ya en la tierra, se prolonga hasta la eternidad para no tener ocaso.
Con la sencilla humildad de los pastores hemos de adorar a Aquél que, nacido del Padre desde toda la eternidad, nació un 25 de diciembre en la tierra, del seno virginal de María y ha de nacer también en nuestras almas, esperando que nos haga merecer la vida gloriosa del cielo.
Misa del día de Navidad
(Foto: New Liturgical Movement)
La Misa del día de NavidadMisa solemnísima, con estación en la basílica de Santa María la Mayor, junto al pesebre. En ella se celebra el tercer nacimiento de Cristo. Se trata de aquel nacimiento eterno, que se produce en el seno del Padre, donde el Verbo de Dios ha estado presente desde siempre. Tal es la narración que hace San Juan al comienzo de su Evangelio y que en cada Misa, salvo unas pocas excepciones (una de ellas la Misa de este día), se repite al concluir la celebración del Santo Sacrificio. Al igual que con la recitación de ese Prólogo el resto de los días, está prescrita la geneflexión cuando se dice "Et Verbo caro factum est, et hábitavit in nobis". Este gesto se conserva en la liturgia reformada para el Credo del día de Navidad, siempre que se utilice el niceo-constantinopolitano.
"Hoy ha nacido nuestro Salvador; alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida. Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común la razón para el júbilo porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, corno no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido para liberarnos a todos. Alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese el gentil, ya que se le llama a la vida" (San León Magno, Maitines).
"Demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él fuésemos una nueva criatura, una nueva creación. Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne. Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios" (San León Magno, Maitines).
Es, pues, menester que en esta festividad "abundemos en buenas obras", manifestando así cómo hemos nacido de Dios y que somos sus hijos.
Isaías ensalzaba ya el poderío del Niño Dios hacia ya 700 años. "Un Niño nos ha nacido, y llevará sobre su hombro la señal de su realeza, que es la cruz" (Introito); y los prodigios que obrará están figurados por lo que hizo al libertar a los Hebreos del cautiverio de Egipto (Introito). Todos los confines de la tierra son testigos de la salvación que Dios ha traído a su pueblo (Gradual y Comunión).
La salvación que Cristo realiza al venir por primera vez, la consumará al fin de los tiempos. "Después de haber obrado Jesús la purificación de los pecados, se fue a los cielos, en donde está sentado a la diestra de la majestad divina" (Epístola). Su humanidad glorificada comparte, pues, el trono del Eterno: "Tu trono, oh Dios, en los siglos de los siglos; el centro de tu reino es un cetro de equidad" (Epístola). La justicia y la equidad son el sostén de tu trono (Ofertorio) y un día el Hijo del Hombre vendrá en su gloria y en la del Padre y sus ángeles, para dar a cada cual a conforme a sus obras. Cuando Dios introduzca de nuevo a su Hijo primogénito en el mundo, dirá que todos sus ángeles lo adoren, y entonces se obrará una transformación de todas las criaturas, porque el Hijo de Dios, que no se muda, las renovará como se renueva un vestido usado (Epístola). Y el Apóstol añade que Dios hará entonces que los enemigos de Cristo le sirvan de peana para los pies, lo cual será el triunfo del Verbo encarnado, que castigará a los malos y premiará a los buenos, dándoles participación en su inmortalidad, por haberse acogido con fe y amor, cual lo hicieron los Reyes Magos (el antiguo último Evangelio de esta Misa, tomado de la Epifanía).
Jesús está en la Eucarístía tan presente como lo estaba en Belén. Debemos adorarlo en el altar, verdadero pesebre en donde está en Niño Dios.
Misa de la Domínica infraoctava de Navidad
(Foto: New Liturgical Movement)
La Octava de Navidad
La Octava es la semana sucesiva a una fiesta litúrgica y que prolonga su celebración. De hecho, ya los judíos celebraran durante una semana las fiestas más importantes, como aquella de las campanas (Lv 23, 33-44) o de la Dedicación del templo (2 Cr 7, 9 y 1 Mac 4, 59). El calendario reformado sólo contempla dos octavas: una para Navidad y otra para Pascua. La forma extraordinaria tiene tres, pues a esas dos se agrega la de Pentecostés, que los reformadores suprimieron para resaltar más la unidad de la cincuentena pascual. Cuenta una anécdota que Pablo VI lloró cuando se dio cuenta que había aprobado su supresión. Hasta el decreto de Pío XII de 23 de marzo de 1955 había siete octavas privilegiadas, seis comunes, cinco simples, más las de la dedicación, de los santos titulares y patronos de los respectivos lugares.
La Octava de Navidad se extiende entre el 25 de diciembre y el 1° de enero. Al parecer, ella tuvo su origen hacia el siglo VII y fue paulatinamente enriquecida con la agregación de la fiesta de diversos santos, como San Esteban protomártir (26 de diciembre), San Juan Apóstol y Evangelista (27 de diciembre) y los Santos Inocentes (28 de diciembre). Ellos son llamados commites Christi, vale decir, los compañeros o seguidores de Jesús. No se debe olvidar que las circunstancias del nacimiento de Jesús nos muestran cómo Dios lleva a cabo sus designios en la pobreza y la contradicción, siempre junto a los humildes. Para participar en el misterio del nacimiento del Hijo de Dios tenemos que saber hacernos pequeños. En la figura de las tres fiestas que siguen a la Navidad celebramos distintas formas de martirio, incluso incruento como el de San Juan, que nos recuerdan que Cristo es un Mesías doliente, ya que "su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación" (CCE 607).
En un principio, el día siguiente a la Navidad se celebraba la conmemoración o memoria de María, pero sin un carácter festivo especial. El pueblo generalmente siguió con sus costumbres, no muy edificantes, del primer día del año. La Iglesia tuvo que hacer grandes esfuerzos para apartar a sus fieles de esas orgías paganas ligadas a las Saturnales. Desde los tiempos de Tertuliano (160-220), los padres latinos y griegos, y los mismos concilios, han dejando testimonio de la persistencia de algunos cristianos en proseguir con tales festejos. Por eso, en muchas iglesias las fiestas de ese día tenían un carácter penitencial muy marcado. En algunos libros litúrgicos, la Misa del 26 de diciembre trae el título de Ad prohibendum ab idolis. En un sermón de ese día, San Agustín invita al ayuno, y el IV Concilio de Toledo (633) prescribe que éste sea tan riguroso como en Cuaresma y que se omita el Aleluya de la Misa.
Hacia el siglo VII comienza a celebrarse en España y en las Galias la fiesta de la Circuncisión el 1° de enero. En cambio, Roma prefirió celebrar la Octava de Navidad, pero de ninguna forma de modo equivalente a la Octava de Pascua, sino como algo equivalente al Mediante die festo de los griegos en el tiempo pascual (éste se celebraba 25 días después de Pascua, correspondiente al miércoles de la IV Semana del Tiempo Pascual, prolongándose por ocho días los festejos litúrgicos). El primer Ordo Romanus que nombra la fiesta de la Circuncisión y dispone su celebración es el Ordo XIX, que data del siglo XIV. Se desconoce cuál fue la basílica estacional primitiva. El leccionario de Wurzburgo (siglo VI) indica el Panteón, que tiene el título de Santa María ad Martyres, pero el papa Calixto II (1119-1124) la transfirió a Santa María del Trastévere, que es la más antigua de las iglesias romanas dedicadas a Santa María. Las oraciones del formulario de esa fiesta honran muy especialmente la maternidad divina y virginal de Nuestra Señora, como una prolongación de la Navidad. Por eso, el calendario reformado acabó por sustituir la Circuncisión de Nuestro Señor por la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, con la que se inicia el nuevo año.
A esta fiesta estaba unida la conmemoración del Santísimo Nombre de Jesús, muy venerado en todos los tiempos del cristianismo y prolijamente utilizado por los cristianos en todas sus inscripciones y monumentos, pero sin fiesta propia hasta la época de San Bernardino de Siena (1380-1444), que popularizó su culto. Inocencio XII extendió esta fiesta a toda la Iglesia en 1721, y la fijó el II Domingo de Epifanía. En 1913, San Pío X la aproximó a la fiesta de la Circuncisión. El calendario reformado celebra el 1° de enero, octava de Navidad, la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, donde se conmemora también la imposición del Santo Nombre de Jesús. En la forma extraordinaria se celebra el domingo entre la Circuncisión del Señor y la Epifanía o bien el 2 de enero.
Concluida la Octava de Navidad, la Iglesia celebra la Epifanía (6 de enero) y el Bautismo de Nuestro Señor (13 de enero). Ambas fiestas permanecen en el calendario reformado, con algunos cambios: la Epifanía se puede celebrar el domingo después de Navidad y el Bautismo del Señor el domingo después de la Epifanía o el 9 de enero. En la forma extraordinaria, ese domingo está dedicado a la Sagrada Familia, que sustituye al bautismo del Señor si cae el 13 de enero (en la forma ordinaria esa fiesta se celebra el domingo siguiente a Navidad o el 30 de diciembre si no lo hay).
Véase también la otra entrada que publicamos en su día sobre la Octava de Navidad.
La Octava de Navidad se extiende entre el 25 de diciembre y el 1° de enero. Al parecer, ella tuvo su origen hacia el siglo VII y fue paulatinamente enriquecida con la agregación de la fiesta de diversos santos, como San Esteban protomártir (26 de diciembre), San Juan Apóstol y Evangelista (27 de diciembre) y los Santos Inocentes (28 de diciembre). Ellos son llamados commites Christi, vale decir, los compañeros o seguidores de Jesús. No se debe olvidar que las circunstancias del nacimiento de Jesús nos muestran cómo Dios lleva a cabo sus designios en la pobreza y la contradicción, siempre junto a los humildes. Para participar en el misterio del nacimiento del Hijo de Dios tenemos que saber hacernos pequeños. En la figura de las tres fiestas que siguen a la Navidad celebramos distintas formas de martirio, incluso incruento como el de San Juan, que nos recuerdan que Cristo es un Mesías doliente, ya que "su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación" (CCE 607).
En un principio, el día siguiente a la Navidad se celebraba la conmemoración o memoria de María, pero sin un carácter festivo especial. El pueblo generalmente siguió con sus costumbres, no muy edificantes, del primer día del año. La Iglesia tuvo que hacer grandes esfuerzos para apartar a sus fieles de esas orgías paganas ligadas a las Saturnales. Desde los tiempos de Tertuliano (160-220), los padres latinos y griegos, y los mismos concilios, han dejando testimonio de la persistencia de algunos cristianos en proseguir con tales festejos. Por eso, en muchas iglesias las fiestas de ese día tenían un carácter penitencial muy marcado. En algunos libros litúrgicos, la Misa del 26 de diciembre trae el título de Ad prohibendum ab idolis. En un sermón de ese día, San Agustín invita al ayuno, y el IV Concilio de Toledo (633) prescribe que éste sea tan riguroso como en Cuaresma y que se omita el Aleluya de la Misa.
Hacia el siglo VII comienza a celebrarse en España y en las Galias la fiesta de la Circuncisión el 1° de enero. En cambio, Roma prefirió celebrar la Octava de Navidad, pero de ninguna forma de modo equivalente a la Octava de Pascua, sino como algo equivalente al Mediante die festo de los griegos en el tiempo pascual (éste se celebraba 25 días después de Pascua, correspondiente al miércoles de la IV Semana del Tiempo Pascual, prolongándose por ocho días los festejos litúrgicos). El primer Ordo Romanus que nombra la fiesta de la Circuncisión y dispone su celebración es el Ordo XIX, que data del siglo XIV. Se desconoce cuál fue la basílica estacional primitiva. El leccionario de Wurzburgo (siglo VI) indica el Panteón, que tiene el título de Santa María ad Martyres, pero el papa Calixto II (1119-1124) la transfirió a Santa María del Trastévere, que es la más antigua de las iglesias romanas dedicadas a Santa María. Las oraciones del formulario de esa fiesta honran muy especialmente la maternidad divina y virginal de Nuestra Señora, como una prolongación de la Navidad. Por eso, el calendario reformado acabó por sustituir la Circuncisión de Nuestro Señor por la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, con la que se inicia el nuevo año.
A esta fiesta estaba unida la conmemoración del Santísimo Nombre de Jesús, muy venerado en todos los tiempos del cristianismo y prolijamente utilizado por los cristianos en todas sus inscripciones y monumentos, pero sin fiesta propia hasta la época de San Bernardino de Siena (1380-1444), que popularizó su culto. Inocencio XII extendió esta fiesta a toda la Iglesia en 1721, y la fijó el II Domingo de Epifanía. En 1913, San Pío X la aproximó a la fiesta de la Circuncisión. El calendario reformado celebra el 1° de enero, octava de Navidad, la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, donde se conmemora también la imposición del Santo Nombre de Jesús. En la forma extraordinaria se celebra el domingo entre la Circuncisión del Señor y la Epifanía o bien el 2 de enero.
Concluida la Octava de Navidad, la Iglesia celebra la Epifanía (6 de enero) y el Bautismo de Nuestro Señor (13 de enero). Ambas fiestas permanecen en el calendario reformado, con algunos cambios: la Epifanía se puede celebrar el domingo después de Navidad y el Bautismo del Señor el domingo después de la Epifanía o el 9 de enero. En la forma extraordinaria, ese domingo está dedicado a la Sagrada Familia, que sustituye al bautismo del Señor si cae el 13 de enero (en la forma ordinaria esa fiesta se celebra el domingo siguiente a Navidad o el 30 de diciembre si no lo hay).
Véase también la otra entrada que publicamos en su día sobre la Octava de Navidad.
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