Les ofrecemos un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski que aborda un gesto que puede pasar muchas desapercibido para los fieles que asisten a la Misa tradicional. Se trata del gran número de besos que el sacerdote da al altar, como símbolo de Cristo, durante toda la Misa. Ellos son la expresión de una actitud interior de oración y de amor por parte del celebrante, que previamente ha reconocido que es indigno de presentarse al altar y que sólo pone su confianza en Dios, la alegría de su juventud. Frente a esos besos, también hay otros, como aquel con el Judas señaló a Cristo la noche de su captura.
El artículo fue publicado el Lunes Santo (6 de abril) de este año en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan el artículo original.
El artículo fue publicado el Lunes Santo (6 de abril) de este año en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan el artículo original.
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“Porque no te besaré como Judas”: Besos sagrados y profanos
Peter Kwasniewski
La liturgia romana era, hace ya
tiempo, llena de castos besos y abrazos, gestos de un amor que se apega al
Señor con pureza y reverencia. “Es bueno adherirme al Señor” (Ps 72, 28). Como
dice Michael Fiedrowicz en su libro The Traditional Mass: History, Form, andTheology of the Classical Roman Rite (recién publicado en Angelico Press):
“Con un intercambio de saludos (Dominus vobiscum – Et cum spiritu tuo),
seguido de un Oremus, concluyen las
oraciones al pie del altar, luego de lo cual el sacerdote reza en silencio el
resto de las oraciones mientras sube al altar y lo besa. En la primera de estas
oraciones (Aufer a nobis) el
sacerdote ora para que se le permita una vez más acercarse al altar sagrado con
un corazón puro (ut ad Sancta sanctorum
puris mereamur mentibus introire). Ya en el altar, el sacerdote reza una
última oración de perdón mientras pone las manos sobre el altar e invoca la
intercesión de los santos (Oramus te,
Domine per merita sanctorum tuorum… ut indulgere digneris omnia peccata mea).
El beso que da al altar junto con esto es signo de veneración de este lugar,
que es símbolo de Cristo, y asegura al sacerdote y a los fieles el auxilio
especialmente de aquellos santos cuyas reliquias están encerradas en el altar (quorum reliquiae hic sunt). Durante la
celebración de la Misa, el sacerdote besa el altar ocho veces”.
Ocho veces, como eco de las ocho
bienaventuranzas por las que ascendemos al cielo, y de las ocho notas de la
octava por la que ascendemos a la unidad, el octavo día de la gloria eterna.
En el libro In Sinu Jesu: When Heart Speaks to Heart - The Journal of a Priest at Prayer [In Sinu Jesu: cuando el corazón habla al corazón. Diario de un
sacerdote que ora], el Señor pronuncia estas palabras, referidas al
sacerdote en la Misa:
“Al besar el altar, se hace vulnerable a mi amor que todo lo traspasa. Al besar el altar, se abre sin reservas a todo lo que puedo darle y a todo lo que los designios de mi Corazón le tienen destinado en su vida. Besar el altar es total abandono a la santidad sacerdotal que yo quiero, y al cumplimiento de mis deseos para el alma de mi sacerdote. La santidad a la que llamo a mi sacerdote, a la que te llamo a ti, consiste en su total configuración conmigo tal como estoy delante de mi Padre en el santuario celestial, más allá del velo. Todo sacerdote mío debe ser, junto conmigo, sacerdote y víctima en la presencia de mi Padre. Todo sacerdote está llamado a comparecer ante el altar con los pies y manos traspasados, con el costado abierto y con la cabeza coronada, tal como lo estuvo mi cabeza en mi Pasión. No debes temer configurarte conmigo, porque te traerá sólo paz del corazón y gozo en la presencia de mi Padre, y esa intimidad única conmigo que, desde la noche antes de padecer, reservé para mis sacerdotes, mis escogidos, los amigos de mi corazón”.
“Al besar el altar, se hace vulnerable a mi amor que todo lo traspasa. Al besar el altar, se abre sin reservas a todo lo que puedo darle y a todo lo que los designios de mi Corazón le tienen destinado en su vida. Besar el altar es total abandono a la santidad sacerdotal que yo quiero, y al cumplimiento de mis deseos para el alma de mi sacerdote. La santidad a la que llamo a mi sacerdote, a la que te llamo a ti, consiste en su total configuración conmigo tal como estoy delante de mi Padre en el santuario celestial, más allá del velo. Todo sacerdote mío debe ser, junto conmigo, sacerdote y víctima en la presencia de mi Padre. Todo sacerdote está llamado a comparecer ante el altar con los pies y manos traspasados, con el costado abierto y con la cabeza coronada, tal como lo estuvo mi cabeza en mi Pasión. No debes temer configurarte conmigo, porque te traerá sólo paz del corazón y gozo en la presencia de mi Padre, y esa intimidad única conmigo que, desde la noche antes de padecer, reservé para mis sacerdotes, mis escogidos, los amigos de mi corazón”.
En la reforma litúrgica hiper racionalista
se suprimió casi todos estos besos. Sólo quedaron en su lugar el beso al
comienzo y el beso al final.
En el Diario del Concilio Vaticano II de Henri de Lubac, se lee que el obispo Jenny, de Cambrai, que había sido
miembro de la comisión litúrgica preparatoria y sería posteriormente importante
miembro del Consilium, pronunció en
el aula un discurso en el que pedía el acortamiento de las oraciones al pie del
altar (demasiado largas, hay que avanzar, demasiadas preparaciones y
arrepentimientos y demás), “menos oscula altaris, signa crucis, etc.” (besos
del altar, signos de la cruz), así como también recitación audible de la
secreta y del Canon, la abreviación de la fórmula para dar la comunión, del
final de la Misa y de la despedida (por ejemplo, abolición del Ultimo Evangelio) y una
simplificación general de la Misa pontifical[1].
He aquí un obispo que pensaba que había que había que proceder sumariamente con
la fiesta de bodas a fin de poder enfrentar cosas más importantes, como el pago
de las respectivas cuentas.
El obispo Zauner, de Linz, pronunció
en el Concilio un discurso en que hace una glosa de Exodo 3, 5, “quítate las sandalias”,
interpretando el texto como “desembarázate de oropeles”, y procede a aplicar
esto a las costumbres y prácticas de la liturgia[2].
Así es como esta gente veía la Tradición… En otro discurso, un obispo de
Vietnam dijo: “eliminemos el manípulo y el amito: inútiles”[3].
Como he mostrado en otro artículo, hubo muchos obispos que se opusieron con
fuerza a tales recomendaciones y presentaron una vigorosa defensa de la Tradición y de la estabilidad litúrgica; pero sus voces quedaron ahogadas por
los innovadores, que habían liderado la comisión preparatoria y que terminaron
liderando el trabajo de Consilium.
Es inevitable recordar los comentarios de Alice von Hildebrand, quien, cuando se le preguntó cómo era
posible que los mismos clérigos que habían celebrado la Misa tradicional la
hubieran descartado, respondió:
“El problema que nos llevó a la
crisis actual no fue la Misa tradicional. El problema fue que los sacerdotes
que la celebraban ya habían perdido el sentido de lo sobrenatural y de lo
trascendente: volaban sobre las oraciones, las mascullaban, no las pronunciaban.
Lo cual es un indicador de que habían introducido en la Misa su creciente
secularismo. La antigua Misa no acepta faltas de respeto, y tal es la razón por
la que tantos sacerdotes se pusieron felices cuando desapareció”.
¿Sería posible traducir todo esto al
lenguaje del amor? Sólo por falta de amor al Señor en su manifestación
litúrgica pudieron esos hombres permitirse el desmantelamiento y reconstrucción
de ritos por los que mostramos tan íntimamente nuestro amor y reverencia hacia Él. Seguramente lo habrán hecho sin una vida interior profunda, alimentada en
la liturgia y la lectio divina.
Resplandece aquí ese ultimátum del Señor: no podéis servir a dos señores;
escoged la Misa o el mundo; escoged una fidelidad siempre más profunda o el
imposible proyecto de aggiornamento[4].
Tal como la naturaleza tiene horror
al vacío, así ocurre también con lo sobrenatural. Si quitamos el amor sagrado,
el amor profano o pervertido se apresurará a llenar el vacío que queda. En la
mente de los reformadores, la gran aula de la Iglesia fue barrida y quedó
limpia de los “desechos” de siglos, y a este espacio vacío se precipitaron
siete demonios peores que cualquier mal que lo hubiera llenado anteriormente
(cf. Lc 11, 26; Mt 12, 45). Los siete pecados capitales hicieron ahí su morada:
el orgullo de las autoridades que hacían trizas de la Tradición; la vanidad del
clero que se enseñoreaba de sus mesas-altar “a lo Cranmer”; la envidia que se
tenía del mundo secular y el esfuerzo por vestirse y hablar como él; la codicia
de los bienes mundanos y la gula en su consumo desmedido; la lujuria de actos
obscenos, incluso contra natura, que llamaban a la venganza de Dios; la ira hacia
todos los creyentes que osaran poner en duda la marcha forzada del
Progreso.
Un discípulo de Dom Columba Marmion, Dom Pius
de Hemptinne, escribía en su diario el 23 de febrero de 1902:
“Un beso puro es la gran muestra de amor. Se puede dar un beso por diferentes motivos, tal como hay diferentes clases de amor, pero siempre es señal de perfecta unión, de complacencia mutua y total […] Un beso verdadero, sincero y fiel es un acto noble, pero un beso falso es una infidelidad y, casi siempre, una traición. Esta señal de afecto debiera darse sólo entre personas unidas por la sangre o por el matrimonio. Entre amigos, debiera tener el significado sólo de una unión de almas, y no debiera tener en tal caso motivaciones sensuales. El beso de amistad es un signo tan grande y noble que se lo da alrededor del altar. He aquí el beso cristiano y, con estas condiciones, es tan puro y sublime como el amor mismo. Pero, ¿quién conoce el valor de un beso? Por todas partes se profana este signo, igual que el mismo amor”[5].
“Un beso puro es la gran muestra de amor. Se puede dar un beso por diferentes motivos, tal como hay diferentes clases de amor, pero siempre es señal de perfecta unión, de complacencia mutua y total […] Un beso verdadero, sincero y fiel es un acto noble, pero un beso falso es una infidelidad y, casi siempre, una traición. Esta señal de afecto debiera darse sólo entre personas unidas por la sangre o por el matrimonio. Entre amigos, debiera tener el significado sólo de una unión de almas, y no debiera tener en tal caso motivaciones sensuales. El beso de amistad es un signo tan grande y noble que se lo da alrededor del altar. He aquí el beso cristiano y, con estas condiciones, es tan puro y sublime como el amor mismo. Pero, ¿quién conoce el valor de un beso? Por todas partes se profana este signo, igual que el mismo amor”[5].
No hay territorio neutral en la
Iglesia: en este mundo todos van convirtiéndose o en ovejas o en cabritos, en
trigo o en cizaña, y así van llegando a su destino final. Existe el reino de
Cristo, a quien besamos en el altar y a quien abrazamos en el estilizado abrazo
de la Pax; y existe el reino de Judas que traiciona con un beso, remedado por
todos los Judas posteriores, papales, episcopales, clericales, religiosos o
laicos.
No estoy sosteniendo aquí que no
existieron clérigos inmorales antes de la reforma litúrgica, porque, de otro
modo, san Pedro Damián no hubiera escrito su tratado El libro de Gomorra[6];
ni sostengo tampoco que no existen clérigos santos y mortificados que apoyan y
llevan a cabo el proyecto litúrgico post conciliar. Pero los actos por los que
Pablo VI temerariamente dilapidó la tradición de la Iglesia y aprobó y realizó
la supresión de cientos de gestos de fe, devoción, adoración y casto amor en la
liturgia -incluidas las tres cuartas partes de los besos sagrados en el santo
sacrificio de la Misa-, produjeron y seguirán produciendo frutos podridos con
los que nos estamos sofocando. “Por la muchedumbre de tus iniquidades, en la
injusticia de tu comercio, profanaste tus santuarios, y yo haré salir de en
medio de ti un fuego devorador y te reduciré a cenizas sobre la tierra a los
ojos de cuantos te miran” (Ez 28, 18).
“Te reduciré a cenizas sobre la
tierra”. Esta semana [la Semana Santa de 2020] recordamos al inocente Cordero que llevó sobre sus hombros
la muchedumbre de nuestras iniquidades, la injusticia de nuestro comercio, la
profanación de nuestros santuarios. Él ha encendido un fuego en medio de
nosotros que nos destruirá a nosotros o a nuestros pecados, según que nos
adhiramos a nuestra maldad o la repudiemos arrepentidos. ¿Qué beso vamos a dar:
el redoblado beso del amigo casto, o el beso traidor del vil mercader?
[1] De Lubac, H., Vatican
Council Notebooks (trad. de Andrew Stefanelli y Anne Englund Nash, San
Francisco, Ignatius Press, 2015), t. 1, p. 236.
[2] De Lubac, Vatican Council Notebooks, cit., t. 1, p. 242.
[4] Es imposible porque, como dice Newman, es un proyecto sin un
término natural, y no existe modo de saber si se encamina en la dirección
correcta o no, o si ha ido demasiado lejos. “Se han hecho esfuerzos para
alterar la liturgia. Queridos hermanos, les ruego que consideren conmigo si no
debieran oponerse a la alteración de una sola coma o iota de ella… Una vez que
se comienza a alterarla, no hay razón ni justificación para detenerse, hasta
que las críticas de todos los sectores hayan sido satisfechas. Y así, ¿no
quedará la liturgia en la desgraciada situación que describe la historia, bien
conocida, de la pintura que el artista deja abierta a las sugerencias de los
transeúntes? [...] Pero esto no es todo. Crece en el espíritu el gusto de
criticar. Cuando comenzamos a analizar y desmontar, nuestro juicio se muestra
perplejo y nuestros sentimientos se inquietan. […] Pero, en lo que se refiere a
nosotros, el clero, ¿cuál será en nosotros el efecto de este espíritu de
innovación? Nosotros tenemos el poder de producir cambios en la liturgia.
¿Vamos a dejar de ejercerlo? ¿Tenemos alguna seguridad de que, si comenzamos,
vamos a terminar jamás? ¿Pasaremos de las cosas no esenciales a las esenciales?
Y luego, mirando retrospectivamente, una vez que el daño está hecho, ¿cómo
podremos excusarnos por haber alentado el comienzo de estas actividades?” (Newman, J. H., On Worship, Reverence, and Ritual [ed. de Peter Kwasniewski, Os Justi Press, 2019, pp. 1-2).
[5] A Disciple of Dom Marmion, Dom Pius de
Hemptinne: Letters and Spiritual Writings, trad. Benedictines of Teignmouth
(Londres, Sands & Co., 1935), carta del 23 de febrero de 1902, p. 140.
[6] Véase The Book of Gomorrah and St. Peter
Damian's Struggle Against Ecclesiastical Corruption, trad. de Matthew Hoffman
(s. l., Ite ad Thomam Books and Media, 2015).
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