Dom Alberto Soria Jiménez OSB, Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum, Madrid, Cristiandad, 2014, 552 pp.
[Nota de la Redacción: El texto íntegro ha sido publicado con el mismo título del libro reseñado en los Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada XXI (2015), pp. 171-220 (véase aquí la versión publicada)].
Dr. D. Jaime Alcalde Silva
El autor cita como pórtico un párrafo de Joseph Ratzinger tomado de su obra Ser cristiano en la época neopagana (publicado en español por Ediciones Cristiandad en 1996), donde el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe manifestaba que su posición no era de rechazo a la reforma litúrgica posconciliar, sino de defensa de sus rasgos esenciales en la medida que ellos reflejasen la continuidad orgánica del rito, confiando en que llegaría el día de una esperada reforma de la reforma (p. 7). Esta idea le sirve de carta de ruta para abordar su formidable y completa exposición sobre la situación actual del misal de 1962, permitido por el motu proprio Summorum Pontificum como forma extraordinaria del rito romano, y llamada a contribuir al enriquecimiento de la tercera edición típica del misal promulgado por Pablo VI y reformado por Juan Pablo II (GF 9), para contribuir a dar respuesta a esa urgente necesidad que procede de la evangelización y el ecumenismo como es la armónica reconciliación litúrgica en el seno de la Iglesia (p. 19), con la conciencia de que ninguna tradición litúrgica puede agotar por sí sola el insondable Misterio de Cristo (CEC 1201).
Benedicto XVI
(Foto: Agencia EFE)
Así queda de manifiesto en la Introducción, donde el
autor describe la materia sobre la que versará la obra. Explica ahí la
promulgación del referido motu proprio el 7 de julio de 2007, acompañado de una
carta del papa Benedicto XVI dirigida a los obispos de la Iglesia católica de
rito romano, y completado el 30 de abril de 2011 con la Instrucción Universae Ecclesia dada por la
Pontificia Comisión Ecclesia Dei. Alude,
en fin, a algunos aspectos prácticos relacionados con su investigación, para
acabar con una cita a la humildad, virtud tan cara a la Orden benedictina (cfr.
el Capítulo VII de su Regla), extraída del discurso que Benedicto XVI pensaba
leer en su anulada vista al Santuario de La Verna (Arezzo, Italia) durante el
mes de mayo de 2012.
Tras ella, abre el cuerpo de la obra un apartado dedicado
a ciertas cuestiones preliminares, donde el autor aborda la evolución del texto
utilizado para la celebración de la Santa Misa con la edición típica del misal
romano de San Juan XXIII y analiza la carta dirigida a los obispos de la
Iglesia católica de rito romano con que Benedicto XVI acompañó el motu proprio
referido a la liturgia tradicional, que el autor mienta como Con grande fiducia por las palabras
italianas con que ella comienza («Con gran confianza y esperanza pongo en
vuestras manos de Pastores […]») después de referir los otros nombres con que
fue publicada en L’Osservatore Romano
y en el Acta Apostolicae Sedis (p. 50).
Como cuestión previa cabe recordar que, con anterioridad
al nuevo rito sancionado por la Constitución apostólica Missale Romanum del beato Pablo VI, el misal romano era (y es
todavía) plenario, de suerte que en él estaba contenido todo lo necesario para
la celebración eucarística, con independencia del número de ministros
intervinientes. Originalmente promulgado por San Pío V (1565-1572) mediante la
bula Quo primum tempore (14 de julio
de 1570), el misal mandado componer por el Concilio de Trento (1545-1563) no
suponía una innovación sobre el rito romano existente y decantado con los
siglos, sino sólo su fijación con miras a su universalización y a la
reafirmación del dogma católico sobre el carácter sacrificial (CEC 1330 y 1357),
la transustanciación (CEC 1376) y la presencia verdadera, real y sustancial de
Cristo en la Eucaristía (CEC 1374)[1]. A
ese mismo fin se enderezada el reconocimiento de todos los misales que tuviesen
una antigüedad probada de doscientos años. El papa Juan XXIII dispuso la
agregación de un nuevo cuerpo de rúbricas a este misal, ordenando la
promulgación de una nueva edición típica merced a un decreto de 23 de junio de
1962, respecto del cual parece que el criterio mayoritario se decanta a favor
de señalar que en él resulta escaso el poso específico de San Pío V (p. 211). En
dicha edición se incluía también una modificación de la oración del Oficio de
Viernes Santo, el que ya había sufrido cambios (como toda la Semana Santa) merced
a la reforma piana de 1955[2]. A
fines de aquel mismo año fue agregada al canon la referencia a San José, obra
de piedad filial que ha sido completada recientemente mediante la incorporación
del Santo Patriarca en las restantes tres plegarias eucarísticas del nuevo
misal por decreto de la Congregación del Culto Divino y Disciplina de los
Sacramentos de 1 de mayo de 2013. Tal era el estado del misal romano al
comienzo y durante del Concilio Vaticano II, el que habría de alterar
sustancialmente la forma de celebración de la Santa Misa más allá de la
cuestión lingüística (SC 36) o de la orientación del sacerdote (IGMR 299),
también posibles en la hoy denominada forma ordinaria.
Juan XXIII celebrando la Santa Misa
(Foto: New Liturgical Movement )
Es sabido que el primer fruto de dicho concilio ecuménico
fue la Constitución Sacrosanctum
Concilium sobre la sagrada liturgia, aprobada por 2147 votos y sólo cuatro
rechazos y promulgada por el papa Pablo VI el 4 de diciembre de 1963[3]. En
ella se dejó constancia del deseo de los padres conciliares de que, en cuanto
fuese necesario, los ritos legítimamente reconocidos por la Iglesia fuesen
íntegramente revisados con prudencia, de acuerdo con la sana tradición, y recibiesen
nuevo vigor, teniendo en cuenta las circunstancias y necesidades actuales (SC 23).
Dicha revisión estaba fundada en razones pastorales (SC 49) y quedaba
circunscrita a determinados aspectos del ordinario de la Misa, de manera que se
manifestase con mayor claridad el sentido propio de cada una de las partes y su
mutua conexión, y se hiciese más fácil la piadosa y activa participación de los
fieles (SC 50). En concreto, el deseo del Concilio era que (i) se simplificasen
los ritos, conservando con cuidado la sustancia; (ii) se suprimiesen aquellas
cosas menos útiles que, con el correr del tiempo, se habían duplicado o
añadido; y (iii) se restableciesen, en cambio, de acuerdo con la primitiva
norma de los Santos Padres, algunas cosas que habían desaparecido con el
tiempo, según se estimase conveniente o necesario (SC 50). Por supuesto, esto
suponía la conservación del latín como la lengua propia de la Iglesia latina
tanto en la liturgia (SC 36) como en el oficio divino (SC 101), y la
preservación del canto gregoriano como el que es propio de la liturgia romana
(SC 116). El Concilio postuló, entonces, una solución moderada: algo había que
reformar para devolver a la liturgia su fuerza vital dentro de la Iglesia,
conservando aquello que la Tradición veneraba (SC 23), y con ese fin dispuso la
revisión inmediata de los libros litúrgicos, valiéndose de peritos y previa
consulta a los obispos del mundo (SC 25)[4].
Por eso, no es aventurado pensar que la reforma litúrgica
que los padres conciliares tenían en mente iba en la línea trazada por el papa
Pío XII en su señera encíclica Mediator
Dei (1947), incentivando la actuosa
participatio a la que ya se había referido San Pío X en el motu proprio Tra le sollicitudine de 1903 (SC 11, 14,
21 y 48)[5]. Ella,
que implica una mayor toma de conciencia del misterio que se celebra y de su
relación con la vida cotidiana (Sacramentum
Caritatis, 52), podía conseguirse traduciendo a las lenguas vernáculas la
primera parte de la Misa, llamada de los catecúmenos por su finalidad
didascálica, para permitir que los fieles participasen con el sacerdote en la
enseñanza y expresión de la fe que ella supone (SC 36 y 54). Esto se podía
haber logrado, además, favoreciendo todo aquello que supusiese que el sacerdote
se aproximase a los fieles y entrase en comunión con ellos, tanto en el aspecto
locativo como ceremonial, sin descuidar la debida formación catequética (SC 19).
En esta última dimensión convenía que recitase en su lengua las oraciones y las
lecturas de la Epístola y el Evangelio (SC 54); que alternase con ellos el
canto del Kyrie, el Gloria, el Credo
y otras oraciones (SC 17 y 30); que la homilía fue clara y contribuyese a
fomentar una fe operativa a partir de la Revelación (SC 52); y que se
restableciese la oración de los fieles, al menos los domingos y días de
precepto, para que con la participación del pueblo se hiciesen súplicas
por distintas necesidades comunes conforme a formularios establecidos (SC 53)[6].
Paralelamente, y conservando la orientación versum
Deum de la celebración, los nuevos altares debían haberse construido en
medio del presbiterio y con un uso reservado para la segunda parte de la Misa,
dejando la sede para la primera parte[7].
Pío XII
(Foto: Watershed)
La segunda parte de la Misa, donde se actualiza el
sacrificio de Cristo sobre el altar, debía de permanecer invariable, para
asegurar la unidad y la universalidad de un misterio que el hombre no es capaz
de penetrar (Sacramentum Caritatis, 62).
Tal era la advertencia de San Pablo (1
Cor 11, 23-25) desde los primeros tiempos del cristianismo, cuando la
forma de celebración se conformaba según las distintas costumbres de los
lugares donde se asentaba la naciente Iglesia, pero asegurando siempre un
núcleo básico en torno a la plegaría eucarística (CEC 1205 y 1345), de manera
de cumplir con el mandato del propio Cristo: «haced esto en memoria mía» (Lc
22, 19). La orientación del sacerdote en esta parte debía seguir siendo con el corazón
vuelto a Dios, hacia el oriente (Mal 3, 20), para demostrar que el sacrificio
se ofrece al Padre y por aquel que, separado del pueblo, ha recibido la función
de santificar (CEC 1367)[8]. De
ahí que no extrañe que el Concilio no haya hecho mención a la orientación del
sacerdote, la que sólo aparece posteriormente (por ejemplo, IGMR 299), que se
pida guardar el silencio sagrado durante la celebración (SC 30), o que se
declare que
«la acción litúrgica reviste una forma más noble cuando los oficios divinos se
celebran solemnemente con canto y en ellos intervienen ministros sagrados y el
pueblo participa activamente (SC 113). Esto, sobre todo, porque el paradigma seguido
es el de la Misa con asistencia de fieles (canon 906 CIC), asistencia de
ministros y diáconos y coro (OGMR 115).
[1] En la sesión XXV del
Concilio de Trento (3 y 4 de diciembre de 1563), los padres conciliares
pidieron al Papa que acometiera la revisión del misal romano que ellos no
habían podido realizar por falta de tiempo, la que se estimaba necesaria dada
la decadencia litúrgica de la Baja Edad Media y el desafío que la reforma
protestante suponía para la doctrina eucarística. El papa Pío IV (1559-1565)
instituyó una comisión para este fin, posteriormente reformada por San Pío V,
la que trabajó durante siete años (1563-1570). Sin embargo, esta comisión no
pretendió elaborar una nueva forma de celebración de la Santa Misa, sino que
limitó su cometido a retocar y poner al día el misal en uso por la Curia Romana
desde hacía un siglo y cuyos antecedentes se remontan hasta el siglo IV. De ahí
que este nuevo misal sea sustancialmente coincidente con el codificado en 1474,
que provenía de aquel adaptado por los franciscanos y adoptado por el papa
Clemente V de Aviñón (1305-1314) para su propia corte pontificia. Este nuevo
misal redujo las Misas votivas y las propias de los santos; revisó las
oraciones privadas y los gestos del celebrante, eliminando algunas expresiones
desordenadas fruto de una piedad individual malentendida; y suprimió la mayoría
de las secuencias. Esta reforma fue completada en 1588 por el papa Sixto V
(1585-1590) con la creación de la Sagrada Congregación de Ritos, encargada de
velar por la corrección de las celebraciones litúrgicas. Véase, por ejemplo, Seguí Trobat, G., Iniciación a las fuentes de la liturgia romana. Los libros litúrgicos
romanos anteriores al Concilio de Trento, Barcelona, Centre de Pastoral
Litúrgica, 2014.
[2] En la petición referida a
la conversión de los judíos, Benedicto XVI volverá a modificar esta oración a
través de una nota de la Secretaría de Estado vaticana fechada el 4 de febrero
de 2008. En la nueva fórmula desaparece la referencia a «los incrédulos judíos»
(pérfidis Judaéis), que había sido
mal interpretada (pérfido no designa más que al que no guarda la fe que debe),
así como la referencia al velo que cubre sus corazones (áuferat velamen de córdibus eórum) y que les impide reconocer a
Jesucristo como el Hijo de Dios. Desde entonces la octava oración del Oficio de
Viernes Santo dice: «Oremos también por los judíos Para que nuestro Dios y
Señor ilumine sus corazones, para que reconozcan a Jesucristo salvador de todos
los hombres» (Oremus et pro Iudaeis: Ut
Deus et Dominus noster illuminet corda eorum, ut agnoscant Iesum Christum
salvatorem omnium hominum).
[3] D’Ors Pérez-Peix, Á., «Concilio, Código, Catecismo. A
propósito de un nuevo libro de José Orlandis», Verbo 371-372 (1999), pp. 153-176, señala que fueron tres los
momentos más conspicuos para la Iglesia católica durante la segunda mitad del
siglo XX: el Concilio Vaticano II (1962-1965), el Código de Derecho Canónico
(1983) y el Catecismo de la Iglesia Católica (1992). Dicha trilogía se repite
con los Concilios de Trento (1545-1563) y Vaticano I (1869-1870), cada uno con
sus respectivas fijaciones canónicas y doctrinales. Cabe agregar que, desde el
acontecimiento eclesial que significa un concilio ecuménico, se siguen
consecuencias en el orden doctrinal, litúrgico y disciplinar. Eso explica que
con posterioridad a los últimos tres concilios (que cubren un cuarto de la
historia de la Iglesia) se haya reformado la liturgia y se hayan preparado
catecismos y compilaciones o codificaciones de derecho canónico.
[4]
Véáse, en general, Kaczynski, R.,
«Verso la reforma liturgica», en Alberigo,
G. (ed.), Storia del Concilio Vaticano II,
III, Peeters/il Mulino, Boloña, 1998, pp. 209-276.
[5] Véase Pardo,
A. (ed.), Documentación litúrgica. Nuevo
Enquiridión. De San Pío X (1903) a Benedicto XVI, Burgos, Monte Carmelo,
2006.
[6] Sugerencias muy similares
ofrecía Lefebvre, M.,
«Perspectivas conciliares entre la 3ª y 4ª sesión», Verbo 37-38 (1965), pp. 399-400, y era también la opinión del entonces cardenal Giovanni Battista Montini (después Pablo VI) antes del Concilio Vaticano II (Küng, H., Libertad conquistada. Memorias, trad. de Daniel Romero, Madrid, Trotta, 4ª ed., p. 258).
[7] Véase, por ejemplo, Righetti, M., Historia de la liturgia, I: Introducción
general, trad. de Juan Sierra López, Madrid, BAC, 2013, núm. 317, pp.
887-889.
[8] Cuestión de la que se ha
ocupado especialmente Gamber, K., Tournés
vers le Seigneur!, trad. de
Simone Wallon, Le Barroux, Sainte-Madeleine, 1993, y Lang,
U. M., Volverse al Señor, trad. de
Dionisio Mínguez, Madrid, Cristiandad, 2007.
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