El pasado 3 de noviembre se cumplieron cien años desde la muerte de León Bloy (1846-1917), célebre novelista, diarista y ensayista católico francés. Bloy, hijo de un volteriano y de la piadosa hija de un soldado napoleónico y una española, vivió en su primera juventud alejado de la Iglesia e imbuido de un fuerte sentimiento anticatólico y anticlerical, para luego, después de mudarse a París y conocer en 1868 al escritor converso Barbey D'Aurevilly, convertirse gracias a la amistad de éste en un fervoroso creyente.
Su total compromiso con esa Fe nuevamente hallada, totalmente dedicado a su labor creativa, lo llevó a una vida de constantes y extremas penurias materiales, las que logró sobrellevar a duras penas gracias a amigos y benefactores, lo que explica el sobrenombre que él mismo se da en sus diarios: el Mendigo Ingrato. Su vocación de polemista, su carácter difícil, su estilo ácido y rayano casi siempre en el insulto, su desprecio por la autocomplacencia burguesa y por los lugares comunes del pensamiento moderno (denunciados en su célebre Exégesis de los lugares comunes), así como su total intransigencia en su búsqueda de Dios y lo Absoluto, le ganaron numerosas enemistades y le hicieron perder muchos amigos (como Huysmans), contando durante su vida sólo con un reducido círculo de amigos fieles y lectores, además del apoyo incondicional de su mujer, la danesa conversa Jeanne Molbeck (o Molbech). Junto con la conversión de Jeanne, logró Bloy la conversión de muchas personas, entre ellas de Jacques Maritain y de su mujer Raïssa. Además de su producción literaria, destacó especialmente como un ardiente defensor de las apariciones de La Salette.
Para sumarnos a la conmemoración de su centenario, a continuación presentamos a nuestros lectores un artículo reciente sobre Bloy de Juan Manuel de Prada, siempre fiel a su estilo franco y desenfadado, originalmente publicado en francés en Le Figaro y que aquí se ofrece en la versión castellana publicada en el sitio Zenda. El autor publicó asimismo en L'Osservatore Romano otro artículo (véase aquí el original italiano y aquí la traducción castellana) dedicado al Peregrino de lo Absoluto, como Bloy también se llamó a sí mismo. En las últimas semanas, en fin, dos artículos en la prensa chilena también lo recordaron (ver aquí y aquí), y lo propio ha ocurrido en otros países (véase, por ejemplo, este artículo de Enrique García-Máiquez originalmente publicado en el Diario de Cádiz).
***
El coleccionista de odio
Juan Manuel de Prada
Descubrí
a Léon Bloy, allá en la adolescencia, en abominables traducciones
argentinas. Allí me encontré con un escritor de estilo a la vez despiadado
y socarrón que, según el estado de ánimo del lector, podía resultar
insufrible o espléndido. Convivían en Bloy, en una aleación que a simple
vista parece monstruosa, el escritor místico y el panfletario; y sus
dardos se dirigían contra todo bicho viviente, en un afán suicida por
coleccionar todos los odios: burgueses, políticos, académicos, ateos,
masones, judíos, protestantes, católicos, obispos… contra la humanidad
toda, en fin; o dicho más precisamente, contra la humanidad plácidamente
instalada en la tibieza y los lugares comunes. Confieso que aquella
escritura exaltada, aspaventera a veces, rezumante de bilis casi
siempre, me pareció al principio la de un neurasténico; y tuve que
tomarme la molestia de volverlo a leer para descubrir que Léon Bloy era
en realidad uno de los escritores más vigorosos que ha dado la
literatura francesa, uno de esos pocos malditos verdaderos que elevan el
estandarte hecho jirones de la derrota para convertirlo en bandera de
esperanza. ¡Un loco tal vez, o tal vez un santo!
Desde
entonces ya nunca pude librarme de aquella atracción rendida hacia
Bloy, hacia sus violencias verbales, sus ingenuidades pueriles, sus
apóstrofes desmesurados, su romántica falta de mesura, su gusto por la
paradoja y el exabrupto, su misticismo con olor a pólvora. Quedé
subyugado por su estilo colorista y a veces un poco hinchado, por sus
salvajes soflamas antiburguesas, por su catolicismo visionario y
belicoso, por su pobreza doliente y un poco fanfarrona. Léon Bloy me
pareció el escritor más marginal y virulento que jamás hubiese leído; y
todavía sigue pareciéndomelo hoy, entre tantos malditos de pacotilla y
rebeldes domesticados que nuestra época presenta como contestatarios.
Bloy fue un escritor tardío que iba para pintor pero que a los veinte años se tropezó con Barbey d’Aurevilly, que lo reconvirtió al catolicismo y azuzó su incontenible poderío verbal. Hizo sus primeras armas con artículos en los que revelaba sus dotes de polemista; pero su manía de atacar indiscriminadamente a todo quisque (incluidos sus propios correligionarios) acabó por convertirlo en un apestado que se veía en la obligación de mendigar unas pocas monedas. Sus primeros valedores dejaron pronto de protegerlo; y cuando Bloy empezó a vilipendiarlos en sus Diarios, se dedicarían también a perseguirlo. Poco a poco, a la animadversión de sus colegas se sumaría el desdén del público, hasta que su vida se convirtió en una serie casi ininterrumpida de motivos desesperantes: una miseria asfixiante que lo obligaba a rodar de cuchitril en cuchitril, sin poder siquiera alimentar a su familia; la muerte de sus dos primeros hijos con Jeanne Molbech; y, por supuesto, la cetrina conspiración de silencio que se fraguó en su derredor. Pero Bloy no se rindió nunca ante las dificultades, tal vez porque era uno de esos “pesimistas esperanzados” tan característicos del catolicismo francés; y a todas hizo frente sin claudicar de sus principios (ni tampoco de sus invectivas). Y es que Bloy, además de un mendigo ingrato, además de un peregrino de lo Absoluto, además de un agente de demoliciones, fue el que no se vende. Claro que, en honor a la verdad, no se podía vender, pues se consideraba demasiado valioso. Cuando en cierta ocasión le preguntaron sobre el estado de la literatura francesa, respondió sin rebozo: «A excepción de mis libros, que sólo pueden ser leídos por algunos alienados generosos, no hay nada más».
Bloy fue un escritor tardío que iba para pintor pero que a los veinte años se tropezó con Barbey d’Aurevilly, que lo reconvirtió al catolicismo y azuzó su incontenible poderío verbal. Hizo sus primeras armas con artículos en los que revelaba sus dotes de polemista; pero su manía de atacar indiscriminadamente a todo quisque (incluidos sus propios correligionarios) acabó por convertirlo en un apestado que se veía en la obligación de mendigar unas pocas monedas. Sus primeros valedores dejaron pronto de protegerlo; y cuando Bloy empezó a vilipendiarlos en sus Diarios, se dedicarían también a perseguirlo. Poco a poco, a la animadversión de sus colegas se sumaría el desdén del público, hasta que su vida se convirtió en una serie casi ininterrumpida de motivos desesperantes: una miseria asfixiante que lo obligaba a rodar de cuchitril en cuchitril, sin poder siquiera alimentar a su familia; la muerte de sus dos primeros hijos con Jeanne Molbech; y, por supuesto, la cetrina conspiración de silencio que se fraguó en su derredor. Pero Bloy no se rindió nunca ante las dificultades, tal vez porque era uno de esos “pesimistas esperanzados” tan característicos del catolicismo francés; y a todas hizo frente sin claudicar de sus principios (ni tampoco de sus invectivas). Y es que Bloy, además de un mendigo ingrato, además de un peregrino de lo Absoluto, además de un agente de demoliciones, fue el que no se vende. Claro que, en honor a la verdad, no se podía vender, pues se consideraba demasiado valioso. Cuando en cierta ocasión le preguntaron sobre el estado de la literatura francesa, respondió sin rebozo: «A excepción de mis libros, que sólo pueden ser leídos por algunos alienados generosos, no hay nada más».
Jules Barbey D'Aurevilly (retrato de Émile Lévy, 1882)
(Imagen: Wikimedia Commons)
Léon
Bloy fue un iracundo fiscal del catolicismo delicuescente y camastrón,
de las tartuferías del clero y de las devociones farisaicas de sus
compatriotas. Amaba a Cristo como lo haría un monje medieval… al que
hubiesen expulsado del convento, con esa exasperación del derrotado que
sigue amando en la derrota aquello que otros sólo fingen amar en la
victoria. Hay algo en Léon Bloy de profeta a su pesar, de Jonás recién
escupido del vientre de la ballena, rezongón y atrabiliario, que sin
embargo se levanta después de caerse mil veces y se encamina sin temor a
Nínive. Si hubiese desoído esa vocación incómoda, tal vez hoy estaría
enterrado en el Panteón; pero prefirió, en un gesto extremo de oblación,
ser un testigo del Calvario, a riesgo de que se le excluyera de los
manuales de literatura.
Execrado
por tirios y troyanos, Bloy se refugió en la fortaleza de una fe
violenta y luminosa, con estallidos de una santa cólera que, sin
embargo, estaba empapada de recónditas ternuras. Sólo así se explica que
lograra convertir al catolicismo a algunas de las figuras más
destacadas de la época, empezando por Jacques Maritain y su esposa
Raissa. Y se cuenta que, cada vez que llevaba a un neófito a la pila
bautismal, lo miraba desde la sombra de la iglesia con una fruición
entre angelical y golosa, como si saboreara el manjar de una alegría
inefable.
Peregrino
de lo Absoluto y Mendigo Ingrato fueron los dos apodos que él mismo se
adjudicó. Ingrato, desde luego, lo fue con alguno de sus benefactores; y
cultivó una aversión obcecada a Bourget y a Zola. Aunque seguramente
nadie fue tan vapuleado por su látigo verbal como Huysmans, su amigo de
juventud, cuyo estilo comparó (¡qué imagen tan memorable!) con «un ramo
de flores artificiales en un orinal». Odiador furibundo del sufragio
universal (porque, a su juicio, había convertido a los idiotas en amos
del mundo, con tal de que se pusiesen de acuerdo), de la ciencia
(consideraba que los médicos eran sacerdotes del diablo) y el deporte
(con la única excepción del deporte de dar garrotazos en el lomo y
patadas en el culo a sus contemporáneos), aborrecía el antisemitismo en
boga (aunque no defendió nunca a Dreyfus, tal vez por no alinearse con
su detestadísimo Zola). Claro que, puestos a hacer una clasificación de
sus odios, ninguno tan oceánico como el que tributaba a los burgueses, a
los que consideraba «cerdos que quieren morir de viejos», así como a
los ingleses, a los que soñaba con aplastar a bombazos (como a los
prusianos, por cierto).
En cambio, se volvía más benigno con los belgas, que le parecían unos
simples mequetrefes, capaces de desbordar el planisferio de la tontería
humana cuando se ponían espirituales. Por supuesto, consideraba que no
había ninguna nación digna de lamer las migajas que caen del plato de
Francia, primogénita de la Iglesia (tal vez por ello nunca cesó de
execrar a la Francia revolucionaria y atea). Sospecho que, siendo tan
francés, tales intemperancias sólo se explican del todo si reparamos en
la caliente sangre española que heredó de su madre.
Las
penalidades que padeció no hicieron sino exacerbar sus odios. Pero, a
la vez (y en estos detalles paradójicos se prueba su estatura de gran
escritor), Bloy estaba lleno de un amor luminoso e ingenuo. Se lo dedicó
a su abnegada esposa, a sus hijas siempre enfermas, a los pocos amigos
con los que partía un mendrugo de pan (y también, curiosamente, a
Napoleón, en quien veía una de las más bellas obras de Dios). Reventado
de hambre y sed de justicia, se desaforaba y salía de sus casillas,
llegando a ser tremendamente arbitrario y exagerado en sus juicios
(pero, ¿se puede ser gran escritor siendo imparcial y ecuánime?). Todos
estos excesos los compensaba con su ardoroso afán de verdad, su
independencia y valentía. A veces se crecía en el infortunio y lanzaba
ácidos venablos contra sus ninguneadores, que con su silencio lo hacían
invencible; otras veces, en cambio, el desaliento le pesaba como una
lápida: «Aunque hiciera el libro más bello del mundo, La Divina Comedia, el mismo Evangelio, seguiría el silencio. Me abruma una horrible tristeza».
Hay
que reparar en los retratos de su vejez para apreciar la mezcla de
bravura impulsiva y de ternura doliente, pero nunca amarga, que se
reunía en su mirada, bajo el hirsuto cabello blanco, o en sus labios,
ocultos bajo el mostacho gaulois. Creía tan firmemente en el
Verbo que el suyo se desmandaba demasiado, con un estilo que a nuestra
época tal vez le parezca ampuloso. A sus detractores les habría
respondido petulante: «Es indispensable que la Verdad esté en la Gloria.
El esplendor del estilo no es lujo, sino necesidad». Puede, en efecto,
que sus novelas se hayan quedado un poco viejas y altisonantes. En
cambio, sus Diarios, que nunca fueron concebidos como una obra
literaria sino más bien como un Baedeker del Calvario, siguen
encogiéndonos el corazón y son uno de los grandes monumentos de la
literatura francesa y universal.
Los Bloy en Pouliguen en 1909
(Foto: colección particular/Le Figaro)
A
Léon Bloy sus contemporáneos lo leyeron como si fuese un panfletario
atroz, un polemista incendiario. Si sólo hubiese sido eso habría sido
incorporado con todos los honores al canon literario. Pero Bloy era,
antes que nada, un místico. Por eso sigue coleccionando odios, cien años
después de su muerte.
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