Los fieles que desean la Misa tradicional se enfrentan no con poca frecuencia a la oposición de su respectivo párroco. El Dr. Peter Kwasniewski presenta la situación inversa en el siguiente artículo que hemos traducido para nuestros lectores: ¿qué ocurre cuando la iniciativa para celebrar la Misa de Siempre proviene no de la congregación, sino de su pastor? ¿Debería un sacerdote ofrecer la Misa tradicional sin que nadie se lo haya pedido?
El autor
(Foto: Peter Kwasniewski)
(Foto: Peter Kwasniewski)
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¿Debiera un sacerdote introducir el usus antiquior en
una parroquia
que no lo ha solicitado?
Peter Kwasniewski
Comencemos con lo que, aunque obvio,
hay que decirlo. Desde Summorum
Pontificum, si los fieles piden que se celebre la Misa tradicional, el cura
debe acceder a ello o, al menos, tomar las medidas necesarias para que otro
sacerdote la celebre. Simplemente no se le permite negarse. Es posible que
responda: “Sí, pero primero tengo que aprender a celebrarla” (en cuyo caso los
fieles, que han de estar preparados para ello, le dirán que ellos asumen los
gastos del caso); o dirá: “De acuerdo, pero estamos en una coyuntura complicada:
con una nueva escuela básica, con la atención de los presos, con la casa para
ancianos y con la reciente muerte del sotacura, no voy a poder aprenderla, por
lo que voy a hacer averiguaciones y tratar de que el próximo mes tengáis una
Misa”. Y, por cierto, siempre el cura dará estas respuestas con una sonrisa y
agradecido por la devoción de sus fieles a las ricas tradiciones de la Iglesia
católica.
Pero, ¿qué ocurre en el caso de que
la gente esté básicamente satisfecha con lo que tiene? Está acostumbrada a la forma ordinaria y no conoce otra cosa, ni pide otra cosa. Supongamos, para
seguir con este planteamiento, que la parroquia está en el extremo superior del
ranking de Ratzinger y está comenzando a poner en práctica los ideales de la
“reforma de la reforma”, tales como la Misa ad
orientem, el uso del latín y del canto gregoriano, buena música sagrada,
hermosos ornamentos, arrodillarse para recibir la comunión y otras cosas
análogas. ¿Hay algo que le “haga falta” a esa comunidad? ¿Existe alguna razón
para que el propio cura introduzca el usus
antiquior?
Sí. Tiene básicamente dos razones
para hacerlo.
Primero, el bien del propio cura. En
un artículo publicado en Catholic World
Report e intitulado “Finding What Should Never Have Been Lost: Priests and the Extraordinary Form” [“En busca de algo que jamás debió perderse: los sacerdotes y la
forma extraordinaria”] (uno de muchos artículos de este tipo actualmente en Internet), nos encontramos con testimonios
de sacerdotes sobre el efecto que ha tenido en ellos celebrar el usus antiquior y por qué lo han
encontrado tan emocionante. Dice un sacerdote: “Tiene una cualidad mística,
contemplativa y misteriosa, con su empleo del latín, los gestos, la posición del
altar, y las oraciones, que son más ornamentadas que las que tenemos hoy”. Otro
sacerdote anota: “He sido católico toda la vida, y jamás había experimentado
una Misa así. No me imaginé que existiera semejante Misa. Me cautivó. Cuando la
celebro, es algo que tiene menos que ver conmigo, el sacerdote, y más que ver
con Dios”. Un tercer sacerdote declara: “La Misa tridentina me ha transformado.
Me gusta su reverencia, y me ha ayudado a ver que la Misa es un sacrificio, no
un mero memorial”.
Todos los sacerdotes que conozco y
celebran la Misa tradicional -y he conversado con cientos de ellos a lo largo
de los años- experimentan, de un modo poderoso, visceral, lo tremendo del Santo
Sacrificio de la Misa y del misterio del sacerdocio, debido a muchos elementos
de la liturgia que fueron, desgraciadamente, suprimidos en las reformas de la
década de 1960: el humilde aproximarse al altar, al comienzo, empapado de la
humildad y piedad que conviene a “los asuntos de mi Padre”; las muchas veces
que el sacerdote se inclina o hace genuflexiones, que besa el altar y traza
bendiciones; la atención exquisita a los significativos detalles de su postura,
de su actitud, de su disposición; las profundas oraciones del Ofertorio; la
inmersión en el silencio del Canon, que se enfoca tan agudamente en el misterio
por el cual la inmolación de Cristo se renueva entre nosotros; el cuidado que
rodea a la manipulación en cada momento del Cuerpo y de la Sangre del Señor,
desde el juntar los dedos según los cánones hasta las abluciones hechas
concienzudamente; el Placeat tibi y
el Último Evangelio, que nos hacen presente la magnitud de lo que acaba de
tener lugar, es decir, nada menos que la Encarnación redentora que continúa en
medio de nosotros. ¿Cómo podría todo esto no hacer bien a la vida interior del
sacerdote y hacerlo avanzar en el camino de su vocación y santificación?
La segunda razón para que un
sacerdote ponga el usus antiquior a
disposición de los fieles, aun si éstos no se lo han pedido, es el bien
espiritual de los mismos. Uno de los sacerdotes entrevistados en el mencionado
artículo señala: “Noventa por ciento de los católicos actuales no ha tenido la
experiencia de lo que fue la Iglesia antes del Concilio Vaticano II. No sabe nada de su
arte, de su arquitectura, de su liturgia tradicionales”. Como lo lamentó más de
una vez Joseph Ratzinger, se produjo ciertamente una ruptura en los hechos, si
no en la teoría: se separó a los católicos de las tradiciones de la Iglesia;
adherir a esas tradiciones llegó a ser considerado, en verdad, una especie de
infidelidad para con dicho Concilio y con el nuevo espíritu que éste
trajo, supuestamente destinado a enlazar nuevamente con la modernidad y a
cosechar los frutos de una nueva evangelización. Nada de esto parece haber
tenido lugar, o no, al menos, con la plenitud que se había deseado y prometido.
En el mejor de los casos, lo que ocurrió fue un fomento del escepticismo hacia
todo lo que fuera preconciliar y de ciertas prometeicas tentaciones de
remodelar la Iglesia de acuerdo con las últimas modas y teorías.
(Foto: New Liturgical Movement)
Aunque lo peor de la “época
estúpida” ya haya pasado (al menos en la mayoría de los lugares), el Pueblo de
Dios sufre los efectos de este amplio desenraizamiento. ¿Qué mejor modo de
enraizarlo de nuevo en esos dos milenos de catolicismo que enriquecerlo con la
forma de culto que alimentó a los grandes santos de la Edad Media, del
Renacimiento, del Barroco y de todo el período tridentino, que se extiende por
más de cuatro siglos y medio? Según las memorables palabras de Benedicto XVI en
la carta a los obispos Con grande fiducia, que acompaña a Summorum Pontificum, “[n]os corresponde a todos preservar las riquezas que se han desarrollado en la
fe y en la oración de la Iglesia y darles el lugar que les corresponde”.
Lo anterior no puede ser sino
ganancia para los fieles de una parroquia, si se lo hace de buen modo, porque
habrá de desarrollar nuevos hábitos de oración meditativa y contemplativa;
confirmará poderosamente el dogma de que la Misa es propiamente un verdadero
sacrificio; intensificará la adoración del Santísimo Sacramento y la veneración
del sacerdocio ministerial (lo cual no es una especie de clericalismo); abrirá
las mentes a un mundo más amplio de cultura y de teología católicas; y, por
último, algo que no es menor: apoyará el esfuerzo por celebrar el Novus Ordo de
un modo más tradicional al dejar en evidencia de dónde se originó la “reforma
de la reforma”, es decir, al mostrar por qué hacemos ciertas cosas de este modo
y no de otro.
Concluiremos esta parte de nuestra
exposición con estas impactantes palabras del cardenal Darío Castrillón Hoyos
(q.e.p.d.), pronunciadas cuando fue presidente de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei:
“Permítanme ser claro: el Santo Padre quiere que el antiguo uso de la Misa se transforme en algo de habitual ocurrencia en la vida litúrgica de la Iglesia, de modo que todos los fieles, viejos y jóvenes, puedan familiarizarse con los ritos más antiguos y obtener provecho de su tangible belleza y trascendencia. El Santo Padre quiere esto por motivos tanto pastorales como teológicos” (Londres, 14 de junio de 2008).
“Permítanme ser claro: el Santo Padre quiere que el antiguo uso de la Misa se transforme en algo de habitual ocurrencia en la vida litúrgica de la Iglesia, de modo que todos los fieles, viejos y jóvenes, puedan familiarizarse con los ritos más antiguos y obtener provecho de su tangible belleza y trascendencia. El Santo Padre quiere esto por motivos tanto pastorales como teológicos” (Londres, 14 de junio de 2008).
Cuando se le preguntó en una
conferencia de prensa aquel mismo día “¿quisiera el Papa ver que muchas
parroquias se preparan para el rito gregoriano?”, Su Eminencia respondió:
“Todas las parroquias, no sólo muchas, porque esto es un don de Dios. El Papa da acceso a estas riquezas, y es muy importante que las nuevas generaciones conozcan el pasado de la Iglesia. Esta forma de culto es tan noble, tan bella; es la forma teológicamente más profunda de expresar nuestra fe. El ceremonial, la arquitectura, la pintura, componen un todo que es un tesoro. El Santo Padre está dispuesto a ofrecer a todo el mundo esta posibilidad, no sólo a unos pocos grupos que lo soliciten, para que todos puedan conocer este modo de celebrar la Eucaristía en la Iglesia católica”.
“Todas las parroquias, no sólo muchas, porque esto es un don de Dios. El Papa da acceso a estas riquezas, y es muy importante que las nuevas generaciones conozcan el pasado de la Iglesia. Esta forma de culto es tan noble, tan bella; es la forma teológicamente más profunda de expresar nuestra fe. El ceremonial, la arquitectura, la pintura, componen un todo que es un tesoro. El Santo Padre está dispuesto a ofrecer a todo el mundo esta posibilidad, no sólo a unos pocos grupos que lo soliciten, para que todos puedan conocer este modo de celebrar la Eucaristía en la Iglesia católica”.
Un gran bien para todos los fieles
(Foto: New Liturgical Movement)
Consideraciones prácticas.
Una de las preguntas que a menudo me
hacen laicos y clérigos es la siguiente: “¿Cómo debiera introducirse la forma extraordinaria en lugares donde hasta ahora no ha existido?”. Pienso que lo que
les preocupa es en gran medida una cuestión práctica: cuándo, con qué
frecuencia, y con qué preparación o apoyos.
Mi consejo ha sido siempre hacerlo
gradualmente: comenzar tranquilamente (o sea, sin fanfarrias), programando una
Misa al mes; luego, una vez que se sepa que se celebra esta Misa y existe
público para ella, ofrecer catequesis al resto de los miembros de la parroquia
a través de homilías, y hacer una amable invitación. Después de que esto haya
tenido éxito y se lo haya aceptado, puede aumentarse la frecuencia a una vez
cada quince días o una vez a la semana. Aquí el cura se enfrenta a una
encrucijada: si le parece que los fieles responderán favorablemente y no
entregarán su cabeza en bandeja al obispo, podría celebrar el usus antiquior varias veces en la
semana. He visto programas habituales de parroquias en que se lo incluye como
Misa diaria los martes, jueves y sábados, o en que se lo celebra como Misa
dominical y otra vez más en la semana.
Para ir a más detalles, a menudo ha
resultado bien introducir una Misa tradicional los sábados en la mañana, debido
a que es un momento de la semana “de poco tráfico” y es poco probable que se hiera
susceptibilidades. En muchas parroquias no hay siquiera Misa los sábados por la
mañana, por lo que no hay que suprimir nada para hacerle lugar. Otras
posibilidades son los primeros viernes y los primeros sábados, ya que éstas son
devociones muy queridas y al mismo tiempo, tradicionales, y la Misa tradicional
puede ser entendida como su complemento natural: se ve como algo especial que
se hace con motivo de una devoción especial. Otro párroco que conozco introdujo
una Misa vespertina sólo para hombres y muchachos, como parte de un programa
que incluía adoración, rosario, Misa y convivencia, y pronto va a introducir
una Misa mensual sólo para mujeres y niñas.
La introducción del usus antiquior en el domingo o en los
días de fiesta es el paso más importante y el más difícil. Es importante darlo,
eventualmente, porque sólo de este modo puede el tesoro de la antigua liturgia
llegar al mayor número de fieles posible. Es un paso obviamente difícil por la
necesidad (en muchas partes) de que un solo sacerdote diga muchas Misas, como
también por el desafío que representa un horario ya establecido, que los fieles
detestan ver modificado. Pero incluso aquí puede haber una forma de abrirse
paso: por ejemplo, si existe ya una tranquila Misa matinal, podría
convertírsela en una tranquila Misa rezada, tomando la precaución de repetir desde
el púlpito las lecturas en vernáculo, antes de la homilía. Si ya existe una
“Misa para jóvenes”, ¿por qué no llevar a cabo el experimento
atrevido y loco de la Nueva Evangelización, de reemplazarla por una Misa
cantada con gregoriano? Hay muchos
jóvenes que se aburren o desincentivan con la música pseudo-pop y con el
aguarlo todo que muchos planificadores litúrgicos creen necesario para la
generación de los teléfonos “inteligentes”. Como siempre, algunos jóvenes dejarán de asistir,
pero otros encontrarán en esa Misa una experiencia radicalmente nueva que los
atrae por misteriosos caminos. Aparecerá gente nueva, que traerá consigo más
gente. Podría todo terminar de modo muy exitoso.
En todas estas ideas, estoy
penosamente consciente de la realidad del terreno que se pisa. Hay muchos
sacerdotes que se sienten con las manos atadas a causa de la hostilidad del
obispo, de la curia episcopal, del presbiterio o de la parroquia hacia todo lo
tradicional. Esto es un aspecto deplorable de nuestra decadente situación, pero
no es un callejón sin salida. En tales casos, el sacerdote se hace un bien, a
pesar de todo, aprendiendo el usus
antiquior, puesto que puede celebrarlo privadamente una vez a la semana, o
en su día libre. Esto será para su propio beneficio espiritual por las razones
que ya he dado y, al conectarlo con la riqueza de la tradición, influirá para
mejor en su modo de entender lo que es la liturgia y cómo debiera celebrársela,
cualquiera sea el rito o la forma.
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