Les ofrecemos hoy la quinta respuesta preparada por un colaborador de esta bitácora en torno a algunas objeciones habituales formuladas a la Misa de siempre y referida a por qué en ella las funciones esenciales y aun las meramente importantes están reservadas al sacerdote y a otros miembros del clero, con exclusión de los fieles laicos (véase aquí el listado de preguntas).
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En la pregunta núm. 3 ya hemos
avanzado algunas ideas que permiten responder la cuestión que aquí se plantea. Pero debemos
profundizar en ellas para completar la respuesta a esta nueva pregunta, que tiene dimensiones
nuevas.
En el núm. 3 decíamos que el principal
y verdadero actor de lo que se realiza en la Santa Misa es Cristo mismo: Él es
la víctima que se ofrece al Padre y, al mismo tiempo, el sacerdote que hace esa
ofrenda. En rigor, la fe nos dice que Cristo, Segunda Persona de la Santísima
Trinidad, es nuestro único sacerdote, en lo cual la Iglesia, que vive en el
Nuevo Testamento, se diferencia radicalmente de lo que era el caso del pueblo
de Israel en el Antiguo Testamento: en éste, había muchos hombres que tenían el
oficio de sacerdote, para ofrecer a Dios sacrificios de animales y de otras
cosas con el fin de obtener de la Divinidad el perdón de nuestros pecados.
(Imagen: Tan Books)
Ese sacerdocio era una pre-figuración
o anuncio de lo que habría de ser el caso una vez llegada la plenitud de los
tiempos, en que nació el Señor como hombre. Y se trataba de un sacerdocio
imperfecto, desempeñado por hombres tan pecadores como los demás, que debían,
por tanto, ofrecer los sacrificios en primer lugar por sí mismos. El Señor
abolió ese sacerdocio imperfecto, que era incapaz de ofrecer a Dios una víctima
realmente capaz de satisfacer por nuestros pecados, y abolió también las
víctimas ofrecidas: en reemplazo, se ofreció Él a sí mismo como víctima
perfecta, cuya inmolación agrada y satisface al Padre infinitamente, y Él mismo
ofreció esa víctima, único ofrecimiento que es también absolutamente perfecto y
agradable al Padre.
Retengamos esta idea: Cristo es el
único sacerdote del Nuevo Testamento, en lugar de los miles de sacerdotes que
había en el Antiguo.
Ahora bien, ¿cuál es el papel del
sacerdote? Como lo dice la raíz de la palabra castellana (“sacer-”), el
sacerdote está puesto para hacer “sacro” o sagrado algo, y vincular así a los
hombres con Dios. Por eso de la vinculación, al sacerdote se le llama también
“pontífice”, o sea, el que “hace de puente” entre los hombres y Dios (este
término hoy está reservado, en la Iglesia, para los obispos, y el de Sumo
Pontífice, para el Papa).
Volviendo a lo que veníamos
diciendo, Cristo es el único sacerdote del Nuevo Testamento, vale decir, es el
único “puente” entre Dios y los hombres, es el único “mediador”, el único
camino para transitar desde este mundo al Padre. Pero debemos agregar,
finalmente, otro elemento para poder dar una respuesta adecuada a la pregunta
que aquí nos interesa: “Cristo-único-sacerdote” está tan unido a los hombres a
quienes sirve de puente que éstos constituyen su cuerpo místico; el cuerpo
físico de Jesús de Nazaret tiene una real, auténtica y perfecta “réplica” espiritual,
para decirlo así, que es su cuerpo místico. Así como los miembros del Cuerpo de
Jesús son sus manos, sus pies, etcétera, así los miembros de este “cuerpo místico”
son los hombres unidos del modo más íntimo y estrecho a Jesús. Y en este
cuerpo, Jesús es la cabeza, es quien hace de este cuerpo una unidad perfecta.
En el cuerpo, todos los miembros son efectivamente miembros; pero la cabeza es
el miembro principal, el que da la unidad al todo.
Por eso, se puede decir que, en un
cuerpo, si bien todos los miembros son igualmente miembros, la cabeza es el principal, cuya función es hacer de todos ellos una sola cosa.
Desde este punto de vista, no todos los miembros de un cuerpo son iguales. Y en
el cuerpo místico de Cristo, tampoco todos lo son: el mismo Señor dispuso que
hubiera algunos que funcionaran en este mundo, del cual Él se fue, ascendiendo
a los cielos, tal como Él mismo funcionaba en cuanto cabeza, mientras estuvo en
la tierra. Tales son los sacerdotes, que realizan en el cuerpo místico la
función “capital” (es decir, de cabeza) propia del Señor. Y como la función
propia de Cristo es el ser el único sacerdote del Nuevo Testamento que consigue
aplacar a Dios por los pecados que cometen los hombres, los sacerdotes en la
Iglesia constituyen la prolongación en el cuerpo místico, a través del tiempo,
de esa función sacerdotal del único sacerdote que es Cristo.
(Foto: Gloria.tv)
El acto propio de ese único sacerdote, Cristo, es el ofrecimiento a Dios del sacrificio de sí mismo. Y la Misa, como sabemos, es la renovación de este sacrificio, por lo cual es a los sacerdotes, que están “en lugar de Cristo-cabeza-sacerdote”, que corresponde la función de ofrecerla. No a los fieles laicos, quienes aunque sí son miembros del cuerpo místico, no son la cabeza de éste.
No hay, pues, absoluta igualdad entre todos los miembros del cuerpo místico de Cristo, es decir, de su Iglesia, sino un ordenamiento o jerarquía, tal como es el caso en el cuerpo humano, donde hay algunos miembros más importantes que otros y, en todo caso, con diferentes funciones.
No hay, pues, absoluta igualdad entre todos los miembros del cuerpo místico de Cristo, es decir, de su Iglesia, sino un ordenamiento o jerarquía, tal como es el caso en el cuerpo humano, donde hay algunos miembros más importantes que otros y, en todo caso, con diferentes funciones.
Es verdad que, en cuanto miembros
del cuerpo místico de Cristo, todos los fieles son, igual que Cristo,
sacerdotes, en un importante sentido, que no detallaremos aquí; pero, vista la
distribución de funciones en el cuerpo místico, como es el caso en todo cuerpo
biológico, no todos tienen la función de “cabeza” ni, por tanto, los mismos
encargos. Ahora bien, cuando el Señor en la Última Cena celebró de modo real,
pero anticipado y simbólico, la “primera Misa”, es a los discípulos que ahí
estaban presentes acompañándolo que encargó la función de “hacer esto”, o sea,
lo mismo que El hacía en esos momentos, “en memoria mía”. Fue a ellos a quienes
les dijo “haced esto”, no a todos los que habrían de ser, con el tiempo,
discípulos suyos. Por eso es que la Iglesia, interpretando estas palabras y
acciones desde los primeros momentos de su existencia, ha enseñado que, en
aquella Última Cena, el Señor, al decir “haced esto”, instituyó el sacerdocio
como sacramento, y a quienes instituyó como sacerdotes, la Iglesia denominó
“sacerdotes ministeriales”, es decir, sacerdotes encargados de un oficio o
encargo (de un “ministerio”) bien preciso y claro: “hacer lo mismo que el Señor
en memoria de El”, vale decir, ofrecer el sacrificio de la cruz, de modo
incruento, a través de los siglos; acción sagrada que vino, finalmente, a
llamarse “Misa”.
En la Misa, pues, no todos los
creyentes tienen la misma función: no todos ellos funcionan como cabeza (como
Cristo) ni hacen lo mismo que Cristo hizo (ofrecer el sacrificio). Funcionar de
ese modo y ofrecer el sacrificio corresponde a los sacerdotes.
Como se sabe, con el tiempo los
apóstoles, primeros sacerdotes de la Iglesia, agregaron a su tarea otras
personas, los diáconos, para que realizaran algunas funciones que habían sido,
en un comienzo, de cargo de los apóstoles. Sacerdotes, diáconos y, andando el
tiempo, los subdiáconos y otros cargos que se fueron individualizando y
diferenciando de la función estrictamente sacerdotal de ofrecer el sacrificio,
llegaron a constituir lo que hoy denominamos “clero”. Y así es que entendemos
cómo es al clero que está reservada, por voluntad del Señor, la función
sacerdotal, instituida como sacramento (que hoy llamamos “sacramento del
orden”) por el propio Señor en la Última Cena.
No corresponde a los fieles laicos, por muy miembros del cuerpo místico que sean, y lo son en plenitud, realizar funciones que el Señor quiso reservar a algunos de sus discípulos, en vez de encargarlas a todos indistintamente. Y por eso es que la Iglesia, a fin de dejar bien en claro estas diferencias queridas por el Señor, ha dispuesto que el clero vista de un modo determinado, ocupe en el templo un lugar determinado que le está reservado, el presbiterio (o lugar de los “presbíteros”, de los “ancianos”, que es como en un comienzo se llamó, por respeto, a los sacerdotes), y realice ciertas ceremonias y gestos que le son exclusivos.
Así es como, durante veinte siglos, las funciones sagradas en que consiste la Misa y que la rodean, ha estado reservada en la Iglesia a los sacerdotes, es decir, a los miembros -a diverso título- del clero.
Así es como, durante veinte siglos, las funciones sagradas en que consiste la Misa y que la rodean, ha estado reservada en la Iglesia a los sacerdotes, es decir, a los miembros -a diverso título- del clero.
Es sólo por la ruptura de la Sagrada
Tradición de la Iglesia que, con posterioridad al Concilio Vaticano II, los
laicos han comenzado a asumir funciones clericales, como leer los textos
sagrados en la Santa Misa, o distribuir en ella la comunión, etcétera. En aquellas
escasas situaciones en que, con anterioridad, la Iglesia permitió el acceso de
fieles no sacramentalmente ordenados a realizar funciones sagradas, quiso que,
al menos, se reconociera la propiedad de la asignación de éstas al clero
exigiendo que tales laicos se vistieran externamente como clérigos, vale decir,
con sotana y sobrepelliz. Esto fue un modo de subrayar el mensaje del Señor en la
Escritura en cuanto a la existencia de una función sacerdotal ministerial de
carácter exclusivo.
La existencia, en la Iglesia latina,
de ciertas cargas que van aparejadas al estado clerical, muy especialmente el
celibato o el rezo del Oficio Divino, indican que el sacerdocio no es una situación de ventajas personales
de quienes lo ostentan, sino de servicio especialmente dedicado a los demás
fieles, sus hermanos. El que el celibato haya sido motivo de escándalos y el
que los clérigos se hayan atribuido, a lo largo del tiempo, una serie de
ventajas o inexistentes prerrogativas personales, es una indicación de la naturaleza pecadora de quienes
constituyen, inevitablemente, el sacerdocio y, en general, la Iglesia.
(Foto: Saint Michael Catholic Church)
En resumen, hemos explicado aquí por
qué las funciones sagradas y, particularmente la Santa Misa, son encargo
exclusivo del sacerdocio, que tiene la misión de hacer visible la calidad
“capital”, es decir, de cabeza, de Cristo, único sacerdote, pontífice y
mediador del Nuevo Testamento. Toda práctica actual que transgreda esta
exclusividad, permitiendo a los laicos realizar actividades propias de los
clérigos, o entrar en los espacios del templo reservados a ellos, contribuye a
confundir y desdibujar gravemente principios básicos de la fe que el Señor
encargó a sus apóstoles custodiar y transmitir intactos a los siglos futuros.
En particular, contribuyen tales
prácticas a protestantizar la fe católica, dado que los protestantes no
reconocen la institución por el Señor del sacramento del orden sagrado (sólo admiten como tales el bautismo y la Cena) ni la
distinción entre el sacerdocio ministerial de los sacerdotes y el sacerdocio común de todos los fieles. La severidad, pues, en la conservación de las diferencias
entre clero y laicos a que nos hemos referido, no es una cuestión puramente
práctica de carácter administrativo (quién realiza qué), sino de la máxima
importancia para la fe.
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