Les ofrecemos hoy un nuevo trabajo del Dr. Peter Kwasniewski, quien está siendo traducido por varios sitios hispanoparlantes, donde aborda la coincidencia que existe entre la reforma protestante y la reforma litúrgica, y cómo el giro inmanentista conlleva la autodestrucción programada de un rito.
El artículo apareció hace unos días en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las frases destacadas provienen de la versión original, así como las imágenes que acompañan esta entrada.
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Sorprendentes coincidencias entre un libro de lectura
anticatólico y la reforma litúrgica
Los críticos de la reforma litúrgica
de Pablo VI argumentan frecuentemente que ella fue “protestante” o
“protestantizante”, cosa que es denodadamente negada por sus defensores. Para
algunos tradicionalistas basta con señalar la presencia de observadores
protestantes en Consilium, y otros se apoyan en el impactante
reconocimiento hecho por Jean Guitton, gran amigo del Papa y respetado
filósofo, quien declaró:
“La intención del Papa Pablo VI en
relación con lo que se denomina normalmente Misa, fue reformar la liturgia
católica de un modo tal que casi coincidiera con la liturgia protestante […] Pablo
VI tenía la intención ecuménica de erradicar, o al menos corregir o relajar, lo
que había de demasiado católico, en el sentido tradicional, en la Misa y, lo
repito, acercar la Misa católica al servicio calvinista”.
Pero, como lo hacer ver Yves Chiron
en su biografía de Bugnini, los observadores del Consilium tuvieron un papel menor, adquiriendo relevancia sólo
durante las discusiones del leccionario extendido. Por lo demás, no se debería
aceptar, sin examen, la interpretación que hace una persona de los motivos de
su amigo.
Sin embargo, es imposible negar la
coincidencia fundamental de la visión histórica de los reformadores litúrgicos
con la de los Reformadores protestantes. Ambos grupos consideraban la historia
post-constantiniana de la Iglesia católica como un progresivo oscurecimiento y
una vuelta al paganismo, una desviación de la fuente pura, simple y auténtica
de los primeros cristianos, que se reunían en las casas para “partir el pan” y
recordar a Jesús, el carpintero de Nazaret que obraba maravillas. Esta
desviación alcanzó su nadir en la Edad Media, que procedió a transmitir a los
siglos subsiguientes un culto supersticioso, embellecido en su transcurso por
la cultura cortesana del barroco hasta que el espectáculo clerical de mimos,
que es la Misa tridentina, alcanzó su congelada perfección. El ardiente soplo
del espíritu pentecostal derritió este paradigma y lo reemplazó por formas de
culto más en sintonía con la fe viviente de los cristianos, primero en la
Reforma y luego, mucho más tarde, en el período del Concilio Vaticano II y de las
arrasadoras reformas que introdujo.
Prácticamente no hay ningún libro de
liturgia, escrito en la corriente dominante, desde más o menos 1965 hasta
alrededor de 1985, que no exprese un punto de vista como éste, con diversos
grados de burla del pasado y de confianza en el futuro de un culto en
vernáculo, accesible, inclusivo del laicado. Estamos simplemente ante un
indiscutido resumen de dónde ha estado la Iglesia y hacia dónde camina.
Imposible un punto de vista más
protestante que éste. Uno de mis amigos me mostró el siguiente pasaje de un
libro protestante de “homeschooling”, World History and Cultures in ChristianPerspective [La historia del mundo y de las culturas en perspectiva cristiana] publicado por Abeka:
“Los paganos que adhirieron
multitudinariamente a la Iglesia imperial [después del Edicto de Milán] la
invadieron con sus creencias, prácticas y tradiciones paganas. En el siglo
II, Justino Mártir describía el culto público como una simple reunión de
creyentes el día del Señor para oír las Escrituras y su explicación, además de
cantar himnos, de celebrar la Cena del Señor y recibir las ofrendas. La
influencia del paganismo empezó a cambiar el servicio de culto en elaborados
ritos y ceremonias con toda la parafernalia del culto en los templos paganos.
Los presbíteros se transformaron en sacerdotes que ofrecían el cuerpo y la
sangre del Señor como sacrificio por los vivos y los muertos. Poco a poco,
estos errores y distorsiones se transformaron y dieron lugar a las enseñanzas y
prácticas falsas de la Iglesia medieval […] Algunos devotos incluso compraban y
adoraban reliquias […] Las exigencias de su religión condujo a los fieles a mirar
a Cristo como un juez severo e inmisericorde más que como un salvador compasivo
y amante, y comenzaron a tratar de aplacar la ira del Hijo por los pecados
orando a su madre, la Virgen María, cuya intercesión procuraban. Debido a que
incluso María parecía a veces inalcanzable, oraban también a los Apóstoles,
muertos hacía mucho tiempo y a otros santos (cristianos difuntos reconocidos
oficialmente por la Iglesia como santos debido a su martirio, a sus milagros y
a otros méritos). Pero la Biblia enseña claramente que hay sólo un mediador
entre Dios y los hombres, Jesucristo (I Tim, 2, 5)”.
Podemos gemir y hacer muecas frente
a semejante caricatura del antiguo catolicismo, pero resulta elocuente
descubrir sentimientos similares esparcidos por todos los libros de los autores
pertenecientes al Movimiento Litúrgico escritos en el siglo XX, los cuales
pavimentaron el camino a Sacrosanctum
Concilium y a la reforma de Pablo VI. De acuerdo con sus propios estilos,
los cardenales Ottaviani y Bacci, hace cincuenta años en su Breve Examen Crítico, y el cardenal Ratzinger en su conferencia en Fontgombault de julio de
2001, reconocieron esta fuerte protestantización del pensamiento litúrgico
católico (Ratzinger advirtió que ya casi ningún teólogo académico en Europa
defiende la noción de la Misa como un sacrificio propiamente tal y verdadero:
incluso los católicos han terminado estando de acuerdo con Martín Lutero).
En último término, la reforma
litúrgica de Pablo VI se apoya en una interpretación protestante de la historia
de la Iglesia y de la liturgia. Aceptarla significa aceptar, en mayor o menor
grado, su fundamento en la visión de aquel libro de lectura protestante que
considera al catolicismo como una historia de oscurantismo, de mistificación,
de ritualismo clerical y de sistemática exclusión de las libertades evangélicas
o, para decirlo brevemente, una historia de corrupciones.
La Edad Oscura por Vladimir Manyukhin
¿Podría decirse que uno de los
problemas recurrentes de los protestantes (por cierto, uso aquí una brocha
gorda) es que no valoran positivamente la obra del Espíritu Santo en la
historia, a través del tiempo? Pareciera que no dan ningún peso propio al
testimonio de las edades, a la suma total de lo contingente, al curso del
desarrollo. Si hay algo bueno en el tiempo o en la historia, se trata de algo
puramente casual o exterior. Por ejemplo, en un año cualquiera (1780 ó 1843 ó 1921) puede que tenga lugar un “encuentro-revival” en algún lugar, lo cual es,
en sí, un acontecimiento positivo, pero que no tiene nada que ver con la
religión cristiana como tal. Para los protestantes, todo dinamismo tiene lugar
al nivel del hombre individual, en lo interior del corazón, donde actúa el
Espíritu, sin que haya relación alguna entre el Espíritu y una Iglesia visible
en tanto que un todo temporal/transtemporal.
Un católico, por su parte, ve la fe
como algo histórico, social, visible, como una realidad encarnada, que vive una
vida que se desarrolla y despliega, y que retiene en su interior las etapas más
tempranas, a medida que las va dejando atrás. En esto reside el porqué de lo
profundamente anti-protestante de la postura a que llega John Henry Newman en
su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana:
“El siguiente ensayo se dirige a
solucionar la dificultad planteada, es decir, la dificultad -en la medida en
que es real- del modo cómo usamos, en la discusión, el testimonio de nuestro
informante más natural sobre de la doctrina y culto cristianos, o sea, la
historia de los últimos mil ochocientos años. El punto de vista sobre el que este
ensayo está escrito ha sido el que siempre fue adoptado, al menos
implícitamente, por los teólogos y, según entiendo, ha sido ejemplificado
recientemente por distinguidos escritores en el continente, como De Maistre y
Möhler, es decir, la idea de que el incremento y expansión del credo y del
ritual cristianos, y las variaciones que han tenido lugar en el proceso, en el
caso de determinados escritores e Iglesias, son los mismos que han también,
necesariamente, acompañado a toda filosofía o polis que hayan dominado el
intelecto y el corazón y hayan tenido algún influjo amplio o prolongado; y de
que, por la naturaleza misma de la mente humana, el tiempo es necesario para la
plena comprensión y perfección de las grandes ideas; y de que las verdades más
altas y más maravillosas, una vez comunicadas al mundo en algún determinado
momento por inspirados maestros, no pudieron ser comprendidas inmediatamente
por los recipientes sino que, a medida que fueron recibidas y transmitidas por
mentes no inspiradas y por medios puramente humanos, requirieron solamente más
tiempo y un escrutinio más profundo para llegar a ser plenamente elucidadas”
(Introducción, párrafo 21).
Para ser justos, supongamos que
muchos de los católicos que se involucraron en la reforma litúrgica -o su mayor
parte- no aceptaron una visión puramente protestante; pero para nadie es un
misterio que su actitud fue, en el mejor de los casos, semi-protestante, en el
sentido de que pensaron y actuaron sobre la base de un profundo escepticismo acerca
de la mayor parte de la historia de la Iglesia, desde mediados del primer
milenio hasta el fin del segundo milenio, período respecto del cual creyeron
tener libertad para descartar todo rasgo que consideraran “corrupto”,
“redundante”, “oscuro” o “pasado de moda”.
En otras palabras, su concepción de
la fe no es la confianza, incarnacional y pneumatológica, en el despliegue de
la Tradición que los católicos han tenido siempre sino que, como protestantes
que buscan movimientos del corazón en sus tiendas del “campamento-revival”,
traen a colación un conjunto de criterios subjetivos basados en lo que estiman
“efectivo” o “relevante”. Así pues, tienen una postura básica de escepticismo
ante la Tradición, lo cual es incompatible con el catolicismo.
El cardenal Journet cita un texto de
Soloviev que resulta notablemente pertinente:
“Qué poco razonable es aquel que,
no viendo en la semilla ni tronco ni ramas ni hojas ni flores, y deduciendo de
ahí que todas estas otras partes se agregan después artificialmente desde el
exterior, y que la semilla no tiene fuerza para producir tales partes, niega
absolutamente que un árbol vaya a aparecer en el futuro, y admite sólo la
existencia de la sola semilla. Así de poco razonable es quien niega las formas
más complejas o las manifestaciones en que la gracia divina aparece en la
Iglesia, y desea absolutamente regresar a las formas de la comunidad cristiana
primitiva” (Teología de la Iglesia, 145).
Es sólo a primera vista que resulta
paradojal que el arqueologismo y el modernismo vayan de la mano. El cardenal
Newman advirtió su conexión cuando argumentó que el protestantismo dogmático,
que se justificó con la proclamación del Evangelio “original e incorrupto”,
tiende, debido a su subjetivismo hermenéutico, a degenerar en protestantismo
liberal, que tiende, a su vez, a degenerar en racionalismo ético, naturalismo
agnóstico, y secularismo ateo. En resumen, el protestantismo posee un mecanismo
de auto-destrucción. Una vez que se comienza a descender por esa senda, se
llega hasta el fin, a menos que se dé una milagrosa intervención divina. De ahí
que, si la reforma litúrgica adoptara, frente al catolicismo histórico y
tradicional, el mismo encuadre mental que adoptó el protestantismo dogmático
del siglo XVI, sería una simple cuestión de tiempo antes de que esta nueva
versión de catolicismo llegue a su edad madura liberal, y continúe, desde allí,
hacia la decrepitud ética, agnóstica y atea.
De hecho, se puede argumentar con
fundamento que, tal como en una película en cámara rápida sobre un árbol
que pierde las hojas en otoño, la Iglesia (en su mayor parte) ya ha cruzado la
segunda fase y está muy cerca de la final. Cuando un Papa da prioridad a la
ética medioambiental, concede entrevistas a periodistas comunistas/ateos, y
expurga las Escrituras de todo sentido sobrenatural, ya estamos contemplando a la Iglesia de los
Socinianos de los Últimos Días. A
nuestros hermanos separados les tomó varios siglos separarse de Cristo
como Dios, de Dios como algo real y, por último, del hombre como hombre. Los
católicos, cargados con su complejo de inferioridad, han hecho el recorrido en
cuestión de décadas.
Los modernistas, contra los que
batallaron Pío X y Pío XII, tenían, por cierto, su propia versión de
“corrupción”. Con todo, para ellos no fue la inadecuación de la Iglesia
medieval, sino la de la Cristiandad premoderna entera, desde la muerte del
último Apóstol hasta el advenimiento del primer paleontólogo, lo que obligó a
un cambio fundamental en la teoría y en la práctica. Respondiendo a un
sacerdote renegado, a quien llama “Padre G.”, Teilhard de Chardin escribió el 4
de octubre de 1950:
“Básicamente pienso -igual que Ud.-
que la Iglesia (como toda realidad viviente, luego de algún tiempo) llega a un
período de “mutación” o de “necesaria reforma” después de dos mil años: es
inevitable. La humanidad está experimentando una mutación, ¿cómo podría la
Iglesia no hacer lo mismo?”.
Esta mutación del catolicismo, desde
su esencia dogmático-litúrgica a un vagamente definido deísmo moral terapéutico
en forma de pantomima simbólica, está ocurriendo ya, y va a continuar
ocurriendo, en la medida en que siga ejerciendo su imperio en el Vaticano, las
academias, las cancillerías -y los altares de nuestras parroquias-, la
desconfianza protestante de la eclesiología incarnacional y el escepticismo
moderno respecto de la revelación divina y la tradición apostólica.
La solución está a la mano
Hay, sin embargo, una solución tan
obvia como simple: adherir, una vez más, a la plenitud de la Tradición católica
en su grandeza de siglos, barriendo con la verdadera corrupción que nos
amenaza: la del rito de Pablo VI, sintonizado con lo moderno, falsamente
antiguo, cripto-protestante.
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