El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mc 16, 14-20):
“En aquel tiempo, estando sentados a la mesa los once discípulos, aparecióseles Jesús, y les dio en rostro con su incredulidad y dureza de corazón, por no haber creído a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las criaturas. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, se condenará. Y estas señales seguirán a los que creyeren: Lanzarán demonios en mi nombre; hablarán nuevas lenguas; quitarán serpientes, y si bebieren algún veneno, no les dañará; pondrán manos sobre los enfermos y los sanarán. Y el Señor Jesús después de hablarles, subióse al cielo, y está sentado a la diestra de Dios. Mas ellos salieron y predicaron en todas partes con la ayuda del Señor, que confirmaba su doctrina con los milagros que la acompañaban”.
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En estos tiempos, quizá los más aciagos que jamás haya vivido la Iglesia, la fiesta de la Ascensión ha sido disminuida y degradada, desplazándosela de su lugar propio, que es el día cuarenta (número lleno de sagrados simbolismos) después de la Resurrección, y poniéndola (como si estuviera en manos humanas el cronograma de Dios) en el domingo siguiente. O sea, sin negarla, se le ha quitado visibilidad, se la ha hecho, simplemente, desaparecer de la vista de los fieles, que es una forma mañosa de quitarla de la fe.
Sin embargo, este sacratísimo día culmina la obra del Redentor, y sin él, la obra redentora queda inexplicablemente trunca, sin meta, incomprensible. En el sagrado Canon romano, hoy sacrílegamente desplazado por ¡razones “pastorales”! (es más breve y no aburre al “público”…), se mantiene la unión del magno acontecimiento que hoy día conmemoramos con el resto de la obra salvadora. Se dice, en efecto, en el “Unde et memores”, que se reza inmediatamente después de la consagración: “Por esto, recordando, Señor, nosotros siervos tuyos, y también tu pueblo santo, la bienaventurada Pasión del mismo Jesucristo, tu Hijo, Señor Nuestro, y su Resurrección de entre los muertos, como también su gloriosa Ascensión a los cielos, ofrecemos a tu excelsa Majestad, de tus mismos dones y dádivas, la Hostia pura […]”.
Condenado por su soberbia el más alto de los ángeles del mundo inmaterial antes de la creación del mundo material, y ya transformado en el monstruoso Lucifer, se vengó en el hombre, el más alto de los seres del universo material, haciéndolo pecar y logrando, lleno de envidia, que se le expulsara del paraíso terrenal y se le condenara a la muerte, a la cual inicialmente no estaba el hombre destinado. Creyó con esto haber arruinado para siempre el plan de Dios. Pero Dios supera las maquinaciones más astutas del Enemigo. Porque, habiéndose encarnado y hecho hombre el Verbo, y habiendo voluntariamente, por nuestro bien, padecido la muerte, resucitó por ser Dios, y derrotó la muerte con que el Diablo creía haber destruido la armonía y perfección querida por Dios para el cosmos material. Y así, por donde el Maligno había vencido, por ahí mismo fue derrotado.
Porque, en efecto, con Jesús resucitado nuestra naturaleza superó a la muerte, gran triunfo del Diablo y, teniéndolo a Jesús como cabeza, entró a la gloria de Dios. A esa Cabeza gloriosa e inmortal estamos nosotros incorporados, somos su Cuerpo místico. Y por eso, hemos también vencido a la muerte, si es que, como dice San Pablo, morimos también con Él. Y sí: hemos muerto en el bautismo. Pero cada uno debe seguir al Señor también en Su muerte física (porque la Suya no fue una muerte meramente mística), muerte de hombre, muerte biológica, con su agonía y la exhalación dolorosa de un último suspiro: debemos, como Él nos ha dicho, cargar nuestra cruz y seguirlo en todo.
Una vez redimidos, estamos de nuevo en la situación de poder ascender a Dios, según fue el plan primero que Él en su sabiduría había previsto. Pero estamos, como dicen los Santos Padres, en un pie infinitamente mejor que antes, para que fuera también infinitamente derrotado el Malo: porque si éste nos quitó por envidia el paraíso terrenal, con Cristo, hombre como nosotros y Cabeza nuestra, estamos sentados ahora a la diestra del Padre, ante el asombro de los ángeles, que ven una naturaleza material puesta por encima de ellos e instalada en el Trono de Dios.
Para ascender como Cristo es que existimos ahora, si morimos con Él. Él ha ascendido primero para señalarnos el camino que nos espera y recorreremos si le somos fieles. ¿No es esto un destino magnífico, insuperable, inenarrable en su gloria? ¡Este es el cristianismo como lo entendieron los Apóstoles y los Santos Padres de la Iglesia! ¡La ascensión de Pedro, de Juan, de Diego, que sigue a la ascensión del Señor!
Pues bien: esto es lo que hoy celebramos, y esto, en toda su singularidad y sacralidad, es lo que la liturgia degradada nos quita de la vista. Con lo sagrado no se juega. Nadie puede hacerlo, ni los obispos ni el Papa. Pero lo han hecho.
Mientras esperamos de la bondad de Dios la restauración, si está en su divino plan, de la sagrada liturgia, oremos fervientemente para tener siempre presente en la mente, hasta que llegue el día de nuestra propia ascensión, aquello que hoy, ilegítimamente, se nos quita de la vista, y digamos la oración del día de hoy que nos transmite la liturgia intocada por “reformadores”: “Concede, te rogamos, oh Dios Omnipotente, que pues creemos que en este día subió al cielo tu Unigénito y Redentor nuestro, habitemos también espiritualmente con Él en el cielo”.
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