El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 16, 5-14):
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Me voy a Aquel que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿A dónde vas? Mas porque os he dicho estas cosas, vuestro corazón se ha llenado de tristeza. Pero Yo os digo la verdad: Os conviene que Yo me vaya, porque si Yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando Él venga, convencerá al mundo en orden al pecado, en orden a la justicia y en orden al juicio. En orden al pecado por cuanto no han creído en Mí; respecto a la justicia, porque Yo me voy al Padre, y ya no me veréis; y tocante al juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado. Aun tengo otras muchas cosas que deciros, mas por ahora no podéis comprenderlas. Mas al venir el Espíritu de verdad, Él os enseñará todas las verdades; pues no hablará de suyo, sino que dirá las cosas que habrá oído, y os anunciará las venideras. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará”.
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El Evangelio de hoy es difícil de comprender. Veamos lo que, en El Año Litúrgico nos dice Dom Prosper Guéranger (1805-1875), quien a su vez recurre, para su explicación, a la autoridad de San Agustín en el comentario que este Doctor hizo de este mismo texto:
“Jesús, que pronunciaba estas palabras la víspera de la Pasión, no se limita a mostrarnos la venida del Espíritu Santo como la consolación de sus fieles; al mismo tiempo nos la presenta como temible para aquéllos que desconocen a su Salvador. Las palabras de Jesús son tan misteriosas como terribles; tomemos la explicación de San Agustín, el Doctor de los doctores. 'Cuando viniere el Espíritu Santo—dice el Salvador— convencerá, al mundo en lo que se refiere al pecado' [en otros términos, presentará querella contra el mundo, sentado en el banquillo de los reos, por este primer concepto]. ¿Por qué? 'Porque los hombres no han creído en Jesús' [o sea, al reo en el banquillo se le imputa el gran pecado, que es el pecado de incredulidad]. ¡Cuánta no será, en efecto, la responsabilidad de aquéllos que habiendo sido testigos de las maravillas obradas por el Redentor no dieron fe a su palabra! Jerusalén oirá decir que el Espíritu Santo ha descendido sobre los discípulos de Jesús, y permanecerá tan indiferente como estuvo a los prodigios que lo mostraban como su Mesías. La venida del Espíritu Santo será como el preludio de la ruina de esta ciudad deicida.
“Jesús añade que 'el Consolador convencerá al mundo con respecto a la justicia, porque—dice—yo voy al Padre y vosotros no me veréis más' [es decir, al irse y ser glorificado en el cielo, sus apóstoles alcanzarán la justicia, la santidad, con lo cual su vida será un reproche constante para el mundo pecador: he aquí la segunda querella, la querella contra el mundo por su injusticia, por su recalcitrante falta de santidad]. Los Apóstoles y aquéllos que creyeron en su palabra serán santos y justos por la fe. Ellos creyeron en aquél que había ido al Padre, en aquél que no vieron ya en este mundo. Jerusalén, al contrario, no guardará recuerdo de Él sino para blasfemarle; la justicia, la santidad, la fe de aquéllos que creyeron será su condenación y el Espíritu Santo les abandonará a su suerte.
“Jesús dice también: 'El Consolador convencerá al mundo en lo que se refiere al juicio" [es decir, la tercera querella contra el mundo, el reo en el banquillo, consistirá en que, a pesar de sus pretendidas virtudes, tiene como rector a Satanás, que ya ha sido sometido a juicio y condenado]. Y ¿por qué?: 'porque el príncipe de este mundo ya está juzgado'. Aquellos que no siguen a Jesucristo tienen sin embargo un Jefe al que sí siguen. Este Jefe es Satanás. Y el juicio de Satanás está ya pronunciado. El Espíritu Santo advierte, pues, a los discípulos del mundo que su príncipe está para siempre sepultado en la reprobación. Que ellos reflexionen; porque, añade San Agustín, 'el orgullo del hombre se engañaría al esperar en el perdón; que medite con frecuencia los castigos que sufren los ángeles soberbios'".
Las dificultades de comprensión de este texto son, como puede verse, tan grandes como su importancia: el mundo es un reo que está en el banquillo de los acusados, y el acusador no es nadie menos que el Espíritu Santo. ¿Abrirse al mundo la Iglesia? ¿Abrir la Iglesia sus puertas y ventanas para que el soplo infecto del mundo la llene de su humo y confusión? ¿Bajar el castillo su puente levadizo para que lo invadan las huestes del mal? ¿Bajarlo para salir por él al mundo sin reparo ni precaución alguna? ¿Una Iglesia “en salida” que se arroja a los brazos del reo cuyo Jefe es Satanás, que ya ha sido condenado en el juicio?
¡Qué terrible deslizamiento se ha producido, durante los últimos 50 o 60 años, desde la idea de “mundo” como “creación de Dios, creación que ha salido buena de las manos divinas” hasta la idea de “mundo como el ejército de un Jefe, Satanás, que ya está condenado”! Ciertamente los discípulos fueron enviados al mundo a predicar el Evangelio a todos sus habitantes; pero se les advirtió que debían precaverse contra los demonios y serpientes y bebidas ponzoñosas que ahí encontrarán (Mc 16, 17-18).
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