El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 28, 18-20):
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto Yo os he mandado. Y mirad que Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos”.
El sábado después de Pentecostés, al cumplirse la octava de Pentecostés (inexplicablemente suprimida, con grave perjuicio espiritual, por las supuestas “reformas” hechas después del Concilio Vaticano II), la Iglesia cierra el ciclo Pascual del año litúrgico (los cinco ciclos son el tiempo de Septuagésima, el tiempo de Cuaresma, el tiempo de Pasión, el tiempo Pascual, y el tiempo después de Pentecostés). Así pues, hoy, concluida la realización, en el tiempo histórico, de la obra de nuestra redención, la Iglesia da inicio al último de los mencionados ciclos con la Fiesta de la Santísima Trinidad.
Durante este tiempo, aunque quedan todavía importantes fiestas referidas a las Divinas Personas que van jalonando el paso de los meses hasta el comienzo de Adviento, la Iglesia resalta la celebración de los santos, que son el ejemplo vivo de la redención que el Hijo Encarnado ha obtenido para nosotros (por eso, quizá se podría llamar también a este último ciclo “el tiempo de los santos”). Los santos son el Evangelio puesto en vida, encarnado en las vidas tan disímiles entre sí de los numerosos fieles que nos han precedido en la fe. Se trata de un verdadero “Evangelio en acción”, ilustrado con los ejemplos de tantos hombres y mujeres, hermanos nuestros, que han cumplido, en plenitud, la voluntad de Dios. Porque en eso consiste la santidad: en cumplir la voluntad de Dios. No la voluntad nuestra, por muy meditada, madurada y bien aconsejada que se considere, por muy tranquila que esté nuestra conciencia con lo que hemos decidido hacer. Todo ello no sirve de nada: de nada en absoluto. Lo único que debemos hacer es la voluntad de Dios, no la nuestra. Es la voluntad de Dios la que ha definido, desde la eternidad y con su infinita sabiduría, el camino que cada uno de nosotros debe recorrer para llegar a la perfección de su ser y, llegado a ella, para gozar de la perfecta y sempiterna felicidad. Porque es la felicidad lo que Dios quiere para nosotros. Y el taimado empeño de buscarnos nuestra felicidad a nuestro modo está destinado inevitablemente al más perfecto fracaso.
Cómo habrá de ser esa felicidad perfecta que Dios nos tiene reservada es cosa que no podemos ni siquiera vislumbrar. San Pablo, que fue arrebatado en una visión a los cielos, se declara incapaz de comunicar lo que vio: “sé de un hombre en Cristo que […] fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede decir” (2 Co 12, 2-4), y agrega en otra parte “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Co 2, 9). Los balbuceos teológicos (eso son incluso los del propio Santo Tomás de Aquino, el más grande de los teólogos, por propia declaración suya luego de tener, como San Pablo, una visión del cielo) nos indican que, por nuestra incorporación a la persona de Cristo (“el que come mi carne y bebe mi sangre está en Mí y Yo en él”, Jn 6, 56), somos incorporados a la vida de la Santísima Trinidad, somos “deificados”, se puede decir con toda razón (en una de las oraciones del Ofertorio, suprimido igualmente por aquellas tendenciosas “reformas”, se pide a Dios “danos […] participar de la divinidad de Jesucristo, Hijo Tuyo y Señor Nuestro, pues Él se dignó participar de nuestra humanidad”). Y así participamos de ese gran misterio, el misterio más importante y decisivo de nuestra fe, la Santísima Trinidad.
¿Qué se puede decir, con algún provecho, en un texto tan breve como éste, de ese misterio Trinitario, “Misterio tremendo” y, al mismo tiempo, “Misterio fascinante”? Siguiendo a algunos teólogos especialmente elocuentes, toda consideración sobre la Santísima Trinidad se condensa y resume diciendo que Ella es la expansión del Amor, es el despliegue eterno del Amor que une a las Tres Personas Divinas de un modo tan perfecto que son, efectivamente, una sola esencia o naturaleza divina; y cuya unión es tan absolutamente delicada que las Tres Personas Divinas no se reabsorben recíprocamente en la unidad de la naturaleza, sino que conserva cada una de Ellas su personalidad, lo que permite que haya entre Ellas un verdadero y perfecto diálogo de Amor absoluto, infinito y eterno.
San Juan, que se lanza siempre directamente al fondo abismal de la realidad, expresa esta expansión Trinitaria del Amor, que es Dios, apuntando a la esencia o naturaleza misma divina: “Dios es amor”. Y de ese Amor nosotros somos partícipes por nuestra incorporación al Cuerpo Místico de Cristo, una de las Tres Personas, infinita y perfecta y eterna y recíprocamente enamoradas.
¿Qué más se puede decir o siquiera imaginar de esto, que es la real realidad, puesto que las palabras faltan del todo? El propio San Juan, sin poder decir ya nada más, sólo atina a decirnos que nos aseguremos de amar a Dios con el propio amor con que Dios, a quien estamos incorporados en el Cuerpo Místico de Cristo, se ama: y la seguridad de estar en ese amor y de amar de ese modo es que cumplimos los mandamientos (“Sabemos que le amamos si guardamos sus mandamientos”, 1 Jn 2, 3); o sea, que hacemos la voluntad de Dios expresada en ellos. Precisamente para saber cómo se cumple de modo perfecto la voluntad de Dios es que, como decíamos, la Iglesia nos pone al frente, en este tiempo después de Pentecostés, las figuras de los santos, que los católicos celebramos con piedad, recordándonos que no se trata solamente de tomarlos como ejemplos, sino que, como amigos e intercesores, que viven ya la vida que a nosotros se nos ha prometido, nos ayudan desde el cielo, con perfecta caridad, a salvarnos.
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