El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 2, 33-40):
“En aquel tiempo, José y María, madre de Jesús, estaban maravillados de lo que oían decir de Él. Y los bendijo Simeón y dijo a María, su madre: Sábete que Éste ha sido puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel y como signo de contradicción; y una espada traspasará tu alma, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones. Había allí una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser; ésta era ya muy anciana y había vivido siete años con su marido desde su virginidad. Y esta viuda, que tenía 84 años, no se apartaba del Templo, sirviendo en él día y noche con ayunos y oraciones. Ésta, pues, sobreviniendo a la misma hora, alababa al Señor, y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención de Israel. Y cuando hubieron cumplido todas las cosas conforme a la Ley del Señor, volviéronse a Galilea, a su ciudad de Nazaret. Y el Niño crecía y se robustecía, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba en Él”.
Después de la dulzura de la Navidad,
que el mundo actual ha transformado en abominable azucaramiento desprovisto de
todo sentido, la Iglesia nos recuerda, de inmediato, que el Niño que ha nacido
no es sólo motivo de arrobamiento y gratitud a Dios por la inefable bondad que
ha tenido con nosotros al entregar a su Hijo por nuestra salvación. Por el
contrario, inmediatamente nos hace presente la otra cara de la medalla, ésa que
los pastores modernistas actuales le escamotean escandalosamente al Pueblo de
Dios poniendo en terrible peligro precisamente esa salvación que el Niño nos
trae: porque, en efecto, no es cierto que ya estamos todos salvados y que nos
encontramos ya en la otra orilla, la orilla segura, de la cual nada ni nadie
podrá arrancarnos. No. Estamos todavía en la lucha cotidiana, que sostenemos
merced a la gracia salvadora que nos trae Jesús recién nacido. Y aunque sea una
batalla cuya victoria se nos asegura si somos fieles, podemos no serlo y perder
esta guerra: como dice San Pablo, “no es nuestra lucha contra la sangre y la
carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los
dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires” (Ef 6, 12). Y si perdemos la batalla, ese Niño, esa misma Divina creaturita que
yace hoy en el pesebre, será el Juez que nos ha de juzgar en el momento
siguiente a nuestra muerte, dándonos en pago la ruina si no hemos sabido
aprovecharnos de su bondad. Todo bondad hasta que morimos. Todo severidad desde
que morimos.
Porque tal es la realidad que nos revela el Evangelio de hoy. Ese Jesús accesible con sólo desearlo, esa fuente infinita de bondad y misericordia que ha de manar para nosotros hasta el último instante de nuestra vida, se transformará, en el primer instante que sigue a esta vida terrena, en un abrir y cerrar de ojos, en el juez riguroso y severo, que no dejará céntimo sin cobrar (cf. Mt 5, 26) y que, llegado el caso de merecerlo, nos enviará al lugar de la oscuridad donde rechinan los dientes, “donde el gusano no muere ni el fuego se apaga” (Mc 9, 48), sin que haya ya una muerte segunda que nos libre de ambos. “Terrible cosa es caer en las manos del Dios vivo” (Hb 10, 31), “el que tiene la llave de David, que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre” (Ap 3, 7).
“Ah”, dicen los modernistas, “religión del castigo y del miedo; religión de un Dios veterotestamentario y cruel, que no atrae a la salvación, que, por el contrario, repele y atemoriza y hace huir a quienes lo miran”. Como si hubiera dos dioses: el del Antiguo Testamento, y el del Nuevo Testamento. Como si el del Nuevo Testamento fuera absolutamente Otro, que no condena, que no castiga, que no amenaza, que no es “ruina […] para muchos en Israel”, como dice el Evangelio de hoy.
Tal es la predicación mentirosa y peor, herética, que muchos pastores realizan hoy, dando la salvación individual como un hecho, negando el castigo eterno (“sería una crueldad inaceptable en un Dios”), y reemplazándolo, a lo más, por una aniquilación que reduce al hombre a la nada y le evita tener que sufrir por el mal que, en vida, se deleitó haciendo. Ni el agnóstico de Kant concibió tamaña injusticia: para este filósofo, la existencia de Dios venía exigida por la aplicación de la justicia, en otra existencia, a los malos que no han recibido su castigo en esta vida. Pero esos pastores no se rinden ni ante el mensaje expreso del Evangelio ni ante la especulación de la filosofía. Así se han endurecido en su error y así hacen errar a sus ovejas.
El Evangelio de hoy nos ofrece, pues, la posibilidad de contemplar algo tan maravilloso como realista: ese mismo Jesús que, hasta que exhalemos nuestro último suspiro es un Dios que derrocha misericordia y perdón a quien meramente se lo pide, es también un Juez insobornable que, por amor a la Justicia, no perdona ni la ofensa más insignificante.
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