Queremos ofrecer a nuestros lectores a continuación un artículo de opinión de uno de nuestros colaboradores estables, el Prof. D. Augusto Merino Medina.
Espíritu y normas
Prof. Augusto Merino Medina
Suele oírse en ámbitos eclesiales, y cada vez con mayor frecuencia, que hay entre espíritu y normas un enfrentamiento que debe resolverse en favor del espíritu. Lo más corriente es que se traiga a colación el caso de los fariseos, que se apegaban al cumplimiento de las normas y las formalidades, descuidando (o violando, incluso) el espíritu a cuyo servicio estaban puestas.
En la
historia de la Iglesia ha habido varios períodos en que se ha llevado a la práctica, a veces de modo imprudente, esta idea de la superioridad del espíritu sobre las normas.
Tal es el caso el de algunos movimientos milenaristas durante los siglos XIII,
XIV y XV, los que, habiendo previsto «proféticamente» —según ellos— que se aproximaba la «edad del Espíritu Santo», planteaban que debía desecharse toda norma en la
Iglesia y vivir con la libertad del Espíritu, que «sopla donde quiere» y no
donde las «normas» quisieran que éste lo hiciera.
En Chile, el milenarismo tuvo cierto impulso primero a través de la obra del Padre Manuel Lacunza SJ (1731-1801) y posteriormente por influjo del Rvdo. Juan Salas Infante, ya en pleno siglo XX, aunque no con en el sentido antinomista antes mencionado que luego se encarnará en la Nueva Era. Este resurgimiento motivó la consulta a la Congregación del Santo Oficio formulada en abril de 1940 por el arzobispo de Santiago, cardenal José María Caro (1866-1958). Dicha consulta decía relación con la enseñanza «mitigada» del milenarismo en algunos círculos católicos identificados con la Doctrina social de la Iglesia. La respuesta de Roma, fechada el 11 de junio de 1941, se remite a la prohibición de 1824, donde se establecía que el milenarismo, incluso mitigado, no podía ser enseñado sin peligro por carecer de base suficiente en las Escrituras o la Tradición. Por eso, se pedía encarecidamente al cardenal Caro que vigilase que tal doctrina no fuese difundida con cualquier pretexto, ni propagada, defendida, recomendada, fuese de viva voz o por escrito. Algunas de estas ideas de un reino terrestre de Dios como consumación material de la justicia social en el mundo fueron retomadas décadas más tarde por la teología de la liberación.
En el otro
extremo hay posiciones, que no son difíciles de identificar con cierto
positivismo alicorto, que insisten en el cumplimiento, incluso irreflexivo, rutinario
y mecánico, de las normas, según aquella máxima «fiat iustitia et pereat mundus» («hágase la justicia y perezca el mundo»). La norma del Código Civil chileno
de que no se ha de desconocer la letra de la ley a pretexto de consulta su
espíritu cuando el sentido de ella es claro (artículo 19), podría, quizás, servir para ilustrar este otro extremo.
En el ámbito
eclesiástico, la intranquilidad frente a las normas o la molestia que ellas causan
se advierte, de preferencia, en sectores que, sin un ánimo derogatorio, cabría
llamar «angelicalistas». Estos son
aquellos sectores donde se pregona —y con razón— la importancia de lo interior,
de lo auténtico e, incluso, de lo espontáneo —que no es, por cierto, lo mismo
que lo natural—, pero que no prestan la debida atención a la condición pecadora
de nuestra naturaleza.
A
continuación exponemos algunas brevísimas reflexiones, que no aspiran a resolver
la cuestión, sino que a encaminar a los interesados en el análisis de la misma.
Primeramente
hay que recordar que Nuestro Señor declaró, de modo clarísimo y contundente,
que Él no vino a derogar ni la ley ni los profetas sino que a darles cabal
cumplimiento; que había de cumplirse hasta la última iota de la ley, y que era positivo observar ciertos preceptos
legales, incluso mínimos (como pagar el diezmo de la menta y del comino), sin
descuidar el espíritu. No entraremos en el estudio de estas ideas; pero vale la
pena tenerlas presente.
Frente a una
concepción «angelicalista» de la
Iglesia, que suele traer a la memoria aquellos milenaristas que mencionábamos,
se puede pensar en otra: la concepción de una Iglesia que, aunque Santa por su
Fundador, su misión y su fin, está compuesta por hombres pecadores. Lo propio
de éstos hombres es vivir bajo el peso del «fomes
peccati», esto es, la tendencia al pecado que nos dejó grabada en el alma
el pecado original.
Las normas del
derecho dentro de la Iglesia se hacen cargo, precisamente, del hecho lamentable
pero innegable al fin, de que todos somos pecadores y que a cada momento nos
vemos envueltos en conflictos con nuestros hermanos. El derecho, como conjunto
de normas, tiene entre sus más importantes objetivos, prever y evitar los
conflictos, usando para ello mecanismos como, por ejemplo, declarar qué tienen
derecho a hacer unos cristianos y otros y cuáles son sus deberes. Y cuando los
conflictos estallan, las normas en la Iglesia están encargadas de juzgar y
decir quién tiene la razón, y castigar a quienes han obrado mal —castigo que,
naturalmente, ha de ser misericordioso, es decir, severo pero caritativo,
orientado a la corrección del malhechor, no a la sola retribución, porque la salvación de las almas es la suprema ley—. Esto es así
desde los comienzos de la Iglesia: ya San Pablo reprochaba a algunos cristianos
de su tiempo el que, para zanjar sus disputas, recurrieran a jueces paganos y
no a las instancias que había en la Iglesia misma.
Ciertamente
sería preferible que, antes de recurrir al derecho, las relaciones y los problemas
dentro de la Iglesia fueran regulados por la caridad. Pero nuestra condición
pecadora no siempre lo permite y, en todo caso, según lo ha planteado algún
jurista, el derecho es «el mínimo ético», vale decir, antes de avanzar a estadios
superiores de la ética, es necesario cumplir, al menos, con, las normas
jurídicas. En otros términos, antes de hablar de «caridad» es necesario haber
practicado la justicia. La justicia no es suficiente, por cierto, pero no hay
verdadera caridad si no se respeta aquélla. O, como decía San Alberto Hurtado, la caridad sólo comienza donde termina la justicia.
En la
Iglesia, pues, igual que en cualquier otra colectividad integrada por hombres,
existen también normas que versan sobre cómo deben realizarse ciertas acciones.
Las normas relativas a la elección del Papa son unas de ellas. Otras, y de la
mayor importancia, son las que rodean al Santo Sacrificio de la Misa, corazón
de la liturgia, la cual, como por enésima vez a lo largo de la historia ha
reiterado también el Concilio Vaticano II, es nada menos que la raíz y culmen
de la vida de la Iglesia.
Es aquí donde
suele aparecer, con particular fuerza y particular gravedad, ese ánimo de
favorecer el «espíritu libre» sobre la «rúbrica rígida». Ello se explica porque
es en la Santa Misa donde se dan, de ordinario, las mayores efusiones de piedad
y emoción que, con razón, puede experimentar un cristiano en su vida
espiritual.
Sin embargo,
precisamente por el inmenso valor que la Santa Misa tiene para la vida de la
Iglesia, ésta ha considerado importante rodearla de todas las precauciones
necesarias para que nadie, llevado por su «espontaneidad» o por cualquier otra
emoción, haga en ella o de ella lo que mejor le pareciere, según la inspiración
del momento. Sobre todo, las rúbricas —como se suele llamar en este caso a las
normas jurídicas— son necesarias para recordarle al celebrante que él no está
ahí en su calidad de persona privada —de «cristiano privado»—, sino que actúa «in persona Christi», llevando a cabo una
serie de acciones y gestos en un acto sagrado que no le pertenece ni está dejado
a su mejor o peor voluntad, imaginación, inventiva o «creatividad», por lo cual
debe observar con rigor las indicaciones que la Iglesia misma ha prescrito. Y
las ha prescrito, tradicionalmente, so pena de pecado, a fin de realzar la
inmensa importancia de lo que se está ejecutando. No por nada, una de las condiciones exigidas para la validez del sacramento es que el sacerdote tenga la intención de realizar aquello que la Iglesia hace cuando lo celebra.
Así viene dicho en el núm. 5 de la Instrucción Redemptorios Sacramentum (2004):
La observancia de las normas que han sido promulgadas por la autoridad de la Iglesia exige que concuerden la mente y la voz, las acciones externas y la intención del corazón. La mera observancia externa de las normas, como resulta evidente, es contraria a la esencia de la sagrada Liturgia, con la que Cristo quiere congregar a su Iglesia, y con ella formar «un sólo cuerpo y un sólo espíritu». Por esto la acción externa debe estar iluminada por la fe y la caridad, que nos unen con Cristo y los unos a los otros, y suscitan en nosotros la caridad hacia los pobres y necesitados. Las palabras y los ritos litúrgicos son expresión fiel, madurada a lo largo de los siglos, de los sentimientos de Cristo y nos enseñan a tener los mismos sentimientos que él; conformando nuestra mente con sus palabras, elevamos al Señor nuestro corazón. Cuanto se dice en esta Instrucción, intenta conducir a esta conformación de nuestros sentimientos con los sentimientos de Cristo, expresados en las palabras y ritos de la Liturgia.
Así viene dicho en el núm. 5 de la Instrucción Redemptorios Sacramentum (2004):
La observancia de las normas que han sido promulgadas por la autoridad de la Iglesia exige que concuerden la mente y la voz, las acciones externas y la intención del corazón. La mera observancia externa de las normas, como resulta evidente, es contraria a la esencia de la sagrada Liturgia, con la que Cristo quiere congregar a su Iglesia, y con ella formar «un sólo cuerpo y un sólo espíritu». Por esto la acción externa debe estar iluminada por la fe y la caridad, que nos unen con Cristo y los unos a los otros, y suscitan en nosotros la caridad hacia los pobres y necesitados. Las palabras y los ritos litúrgicos son expresión fiel, madurada a lo largo de los siglos, de los sentimientos de Cristo y nos enseñan a tener los mismos sentimientos que él; conformando nuestra mente con sus palabras, elevamos al Señor nuestro corazón. Cuanto se dice en esta Instrucción, intenta conducir a esta conformación de nuestros sentimientos con los sentimientos de Cristo, expresados en las palabras y ritos de la Liturgia.
Alguien ha apuntado
que, así como enseña la moral que debe evitarse la ocasión de pecado, el celebrante debiera evitar decir Misa a fin de no incurrir en los muchos pecados
que puede cometer por desobedecer las rúbricas. Otros han dicho que éstas,
tradicionalmente escritas en los misales en letra roja, son tantas, que impiden
al sacerdote concentrarse interiormente en la acción sagrada que está llevando
a cabo. La verdad es que «lo que está en rojo ayuda a comprender realmente el
significado de lo que va en negro», es decir, las rúbricas están puestas al
servicio del espíritu que ha de observar quien celebra el Santo Sacrificio en
beneficio de sus hermanos. Y un debido aprendizaje de las rúbricas hace que éstas
pierdan cualquier carácter de obstáculo para la concentración del celebrante en
lo que debe hacer. Tal como en otros ámbitos de la vida, una vez adquirido el
hábito de realizarla, el detalle de la acción no se interpone entre ésta y la
profundidad de su contenido.
Este es, pues,
el sentido de las normas en la vida de la Iglesia: ellas no son rigideces ni
impedimentos para la acción del Espíritu, sino que son cauces para que los
cristianos, quienes no vivimos aislados sino que en comunidad, aprovechemos en
mejor forma los frutos de su acción. Por lo anterior, es deplorable la
minusvaloración de lo jurídico, formal o regulatorio en la vida de la Iglesia —como
si ello nos pusiera siempre en peligro de transformarnos en fariseos— cuestión que
es particularmente dramática en el caso de la acción principal y más importante
que puede realizar la Iglesia, esto es, la celebración de la Santa Misa, el
Sacrificio de la Nueva Alianza ofrecido a su Padre por el mismo Señor
Jesucristo en la persona de cada sacerdote.
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