Ofrecemos a continuación una colaboración preparada por uno de los miembros de nuestro equipo de Redacción, que versa sobre la relación existente entre piedad, oración y liturgia.
Piedad,
oración y liturgia
Augusto Merino Medina
En sus
Memorias [1],
dom Bernard Botte comienza por recordar qué tipo de participación en la Misa
tenía el pueblo cuando él era joven, es decir, a fines del siglo XIX y
comienzos del XX. Son recuerdos muy críticos: los fieles, sin entender nada de
lo que ocurría en el altar, en parte, según él, porque todo se decía en latín y
en parte por falta de formación litúrgica, se entregaban, durante el lapso de
la Misa, a devociones privadas desconectadas unas de otras: mientras unos
rezaban el rosario, otros leían algunas piadosas oraciones en diversos libros
redactados para ser usados en esos momentos, y muchos simplemente miraban, en
total pasividad, el desarrollo de las ceremonias realizadas por el sacerdote,
interesándose, quizá, mucho más en las representaciones de santos especialmente
venerados [2].
Dom Bernard Botte OSB
A su juicio, todo esto requería de reforma, la que comenzó a producirse gracias, en parte, al Mouvement liturgique de habla francesa en Bélgica y Francia. El pueblo fiel comenzó, según dom Botte, a “participar” en la liturgia y, lo que es más importante, en forma colectiva.
El
tema es vasto y de enorme interés. Se podría, al respecto, recordar esa vieja
controversia – o lo que haya sido- entre benedictinos y jesuitas. Para los
primeros, toda verdadera piedad cristiana es inseparable de la participación en
la liturgia de la Iglesia y, en particular, de la Misa, que es la fuente,
centro y culminación de la vida de todo fiel: la oración pública de la Iglesia,
es decir, del Cuerpo Místico, es la fuente de la oración personal de cada uno de
sus miembros y su mejor alimento, aparte de ser una oración que, en términos
actuales, podríamos llamar “comunitaria”, por cuanto la oración de cada cual se inspira en iguales motivos, comunes a
todos -supuesto, naturalmente, que todos entiendan del mismo modo lo que tiene
lugar en la liturgia-. Los jesuitas, en cambio, probablemente movidos por el
deseo, tan propio de su tiempo y de su Orden, de contrarrestar, en su mismo
terreno, el intenso subjetivismo de la piedad protestante, siempre anhelante
del contacto personal y emocional con Dios, han puesto el acento más en la
piedad personal, que tiene su lugar privilegiado en la intimidad del corazón,
en esa soledad en que se “experimenta” a Dios. A ello ha contribuído también,
sin duda, el que hayan estado exentos de la recitación en el coro del oficio
divino, el que rezan en privado.
Sea
ello como fuere –no es nuestro propósito extendernos aquí sobre ello-, dom
Botte, benedictino, deplora el individualismo y la ignorancia de los fieles de
aquellos tiempos, no tan lejanos de los nuestros, después de todo. Y, en
consecuencia, ve con buenos ojos, en general, las reformas litúrgicas que han
tenido lugar desde el Vaticano II en adelante.
El
éxito o fracaso -en lo relativo al conocimiento litúrgico y a la adecuada
piedad de los fieles- de los profundos cambios experimentados por la liturgia
católica, es algo que sólo se puede apreciar con el transcurso de un lapso
suficientemente largo. Cuando dom Botte escribe (1973), no ha transcurrido ni
un par de lustros desde el Concilio. Hoy, a cincuenta años de distancia, se
puede tener una mejor perspectiva de lo ocurrido.
Monjes benedictinos de la Abadía de Le Barroux, rezando el Oficio Divino en comunidad
La clave de una oración privada realizada en íntima unión con la Iglesia y alimentada por su liturgia está, naturalmente, en el grado de comprensión de lo que tiene lugar en la liturgia y, en particular, en la Misa. El que todos los fieles comprendan lo que es la Misa, y lo comprendan unánimemente al menos en su esencia –el significado de la Misa en toda su plenitud es insondable e inefable, después de todo- es lo primero que ha de tenerse en cuenta si ha de opinarse sobre cuán acertadamente participan los cristianos en ella, y cuánto alimento derivan probablemente de ella para su oración personal. Es esa correcta comprensión lo que permite evaluar el acierto de la participación en ella, o su desacierto, y de todo lo que de ahí se deriva. No faltan, en este sentido, santos y místicos que recomiendan la calidad de la oración personal hecha con los libros litúrgicos.
Veamos,
sucesivamente, estos dos puntos, el de la comprensión y participación en la
liturgia, y el de la piadosa oración personal alimentada por ella.
Recuerda
dom Botte que uno de los primeros y más importantes frutos del Mouvement
liturgique, ya hacia las décadas de 1930 y 1940, fue el surgimiento de las
primeras traducciones a lengua vernácula de los textos del Misal romano, que
permitieron a los fieles descubrir el contenido y significado de los ritos. El
primero y quizá más exitoso de los proyectos en este sentido fue el del
benedictino dom Gaspar Lefebvre, con su traducción del Misal al francés, de la
cual se hizo posteriormente la traducción a la mayoría de las lenguas más
importantes. El éxito fue tal que el nombre mismo de “Lefebvre”, comenta dom
Botte en sus Memorias, llegó a ser identificado más con ese Misal que con la
persona de dom Gaspar.
Calendario Litúrgico Gráfico de dom Gaspar Lefebvre traducido al holandés
Sin
duda esta afirmación de dom Botte es verdadera. La riqueza de materiales de aquel
Misal no estuvo constituída sólo por la inclusión de los textos litúrgicos
mismos del Misal del altar, sino por las explicaciones, introducciones y
comentarios a las diversas celebraciones litúrgicas y a las fiestas del año
litúrgico. Posteriormente se hizo por otras personas muchas otras traducciones
del Misal, pero posiblemente la mejor de todas fue y sigue siendo la de dom
Gaspar, que incluía el oficio de Vísperas del Breviario, al menos para los
domingos y ocasiones más importantes, y un importante conjunto de cantos
gregorianos de los más tradicionales.
Con
todo, es necesario matizar el dramático contraste descrito por dom Botte entre
la ignorancia del pueblo y la iluminación que posteriormente habría recibido.
Si se toma en consideración sólo los textos que inspiraron la catequesis de
aquellos lejanos y – al parecer- poco afortunados años, se encontrará que el
significado esencial, al menos, de la Misa ya era enseñado al pueblo –en la
medida en que había, efectivamente, catequesis-, quien lo ha de haber aprendido
en la misma medida, habrá que aceptar, en que lo aprende hoy –supuesto que hoy haya
catequesis- o en que lo aprendió en pasados aun más remotos. Consúltese lo que
al respecto dice el Catecismo Mayor de San Pío X [3].
Aun antes del Concilio comenzó a cambiar el modo de enseñarse al pueblo el
catecismo, tema que quizá no sido ajeno a la insuficiente comprensión del mismo
de ciertas verdades de la fe, como el significado de la Misa. Pero esto es,
ciertamente, algo que requiere de más investigación y es materia de otro
artículo.
Por
otra parte, esa “pasividad” que criticaban muchos, como dom Botte, de “oír Misa”
–y nada más que oírla- no puede ser criticada en bloque, si se considera que la
acción principal y decisiva en la Misa no es la del pueblo, sino la de Cristo
en persona: la Misa es “Su” acción, que a nosotros nos es dado contemplar –en
el sentido más auténtico de “contemplación”-, y a la cual, por ser ella
absolutamente suficiente para los fines para los que se realiza, no nos queda a
nosotros sino unirnos espiritualmente, que es lo más importante, ofreciéndonos,
a continuación, nosotros mismos al Padre en unión con El, y manifestando
nuestra personal oblación y nuestra común pertenencia al Cuerpo Místico en una
concertada serie de manifestaciones exteriores, como las posturas, o la
recitación de ciertas oraciones, como el Sanctus, o el Agnus Dei.
Ilustración del misal de dom Gaspar Lefebvre para la Misa de Corpus Christi
Todas éstas son,
ciertamente, “actividades participativas”, y más espirituales que físicas, lo
que no hace sino recomendarlas. Las demás “actividades” que comenzó a introducir
la reforma litúrgica, si se las realiza en su justa medida y se les da su
exacto valor, pueden contribuír a una participación espiritual real y efectiva;
pero pueden, en caso de una incorrecta comprensión del conjunto de lo que tiene
lugar en esa acción sagrada, conducir a la desvirtuación de ésta y a
convertirla en lo que, desgraciadamente, es hoy, con frecuencia, en muchas
parroquias: un “encuentro semanal” con el Señor, “nuestra ofrenda” al Altísimo,
nuestra participación como comensales en un “banquete” –por sagrado que sea-, nuestra
“asamblea” que se reúne a oír la Palabra, y en tantas otras cosas que
significan, al cabo, que el protagonista no es el Señor, sino nosotros. Y quien
se centre en el protagonismo de los fieles, demuestra por ahí mismo que no
tiene la noción católica de la Misa, por lo que la “participación activa” a que
aludía Sacrosanctum Concilium [4] no
puede producir todos los efectos que la Misa produce de por sí en la Iglesia:
ciertamente, el sacramento obra “ex opere operato”, pero quienes lo reciben, no
siempre lo reciben tan plenamente como lo podrían hacer debido a sus
disposiciones espirituales, tan ligadas a la comprensión de lo que se hace.
La “participación
activa” en la acción sagrada, entendida católicamente, es fuente de la más rica
oración posible para un cristiano. La conciencia de que se va a asistir a la
misma acción sagrada que Cristo realizó en el Calvario es suficiente para
sugerir los sentimientos y actos más profundos de amor –que es lo que,
propiamente, constituye la oración-, y el recuerdo de haber asistido a ella,
los de mayor gratitud que es posible concebir. Un gran santo tenía a la Misa diaria
como centro y punto de división del día: desde la medianoche anterior hasta su
celebración se preparaba a ella pidiendo la ayuda divina, esforzándose por
tomar conciencia de la grandeza de la acción a la que había de asistir; y
después de ella, hasta la medianoche siguiente, agradecía a Dios la gracia –y
las gracias- recibidas.
¿Es
actualmente la Misa, para los católicos que asisten a ella –considerando el
mejor de los casos, hoy por demás raro, de una asistencia habitual, al menos el
domingo-, la fuente y alimento de su piedad personal, de su oración?
Indudablemente que sí lo será si se la comprende como lo que ella
verdaderamente es, según la doctrina católica. Pero cuando se llega a conocer
los datos sobre la asistencia de los fieles corrientes a la Misa, y cuando se
investiga qué pueden estar concibiendo que ella es, según el modo como ella
misma es explicada por el clero o celebrada por él, hay legítimo espacio para
dudar que la Misa sea en la actualidad la fuente de la piedad popular.
En
esto estamos, quizá, en el mismo punto en que estaban aquellos pobres católicos
que dom Botte tanto compadecía, quienes, si no “vivenciaban” la misa por
defecto de la formación que el clero les daba, sabían al menos lo que ella es
–aspecto, este último en que tal vez estaban mejor que los católicos actuales-.
No es necesario entrar mucho en los escasos estudios sociológicos existentes
sobre la materia, los cuales siempre son susceptibles de todo tipo de
invalidantes críticas metodológicas. Basta tomar en cuenta, para darse cuenta
de la realidad de nuestros días, de los dos elementos siguientes.
En primer lugar,
las exhortaciones del Concilio, en la constitución Sacrosanctum Concilium, a
que la piedad popular sea reconducida a las fuentes litúrgicas: la necesidad de
esto es clara demostración de que dicha piedad está lejos de la liturgia [5].
En segundo lugar,
el análisis que el Papa Francisco hace, después de cincuenta años de vigencia
de las reformas litúrgicas conciliares, de la piedad popular y sus
manifestaciones espontáneas, que siguen siendo tan ajenas como antes a la Misa
y a la liturgia en general [6].
Francisco recurre en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium a su conocimiento de
primera mano de la piedad popular hispanoamericana, tal como la conocemos
nosotros también. Por valiosa que ella sea, no hay en ella articulación alguna
más o menos clara y orgánica con la liturgia católica, y las devociones –rezos,
mandas, procesiones, bailes, etcétea- tienen su centro muy lejos de la Misa. La
importancia que el Papa concede a dicha piedad es un reconocimiento de ser ella
el modo habitual, si no exclusivo, de acceso del pueblo fiel al contacto con el
Señor, o con la Virgen, o con los Santos, si bien el Santo Padre no se detiene,
como hizo el Concilio, en la necesidad de acercar todo aquello a la liturgia y
radicarlo en ella.
Fiesta de La Tirana, Región de Tarapacá, Chile
Lo que se desprende, sobre todo de las constataciones de la mencionada exhortación de Francisco, es que el reemplazo del latín por la lengua vernácula, la supuesta mayor “cercanía” con el pueblo del celebrante vuelto en el altar hacia él, la mayor cantidad de actividades sagradas entregadas a los laicos –lecturas de la misa, distribución de la comunión, etcétera- u otras introducidas –como el “saludo de la paz”- no han contribuido mucho a hacer ni de la Misa ni de la liturgia “la fuente y cumbre” de la vida de los fieles y de su oración.
¿Cómo
podría explicarse esto?
Habría que pensar,
en primer lugar, que la oración requiere un mínimo de recogimiento, y éste, un
mínimo de ejercicio que lo haga posible, comenzando con la obvia necesidad del
silencio, sin el cual se podrá quizá decir algo a Dios, pero no oír lo que El
dice. Ese ejercicio era posible en la Misa tradicional rezada, que era la común
para la mayoría de los fieles en la mayoría de las ocasiones. Los importantes
momentos de silencio en la acción sagrada eran, al menos, la oportunidad para
la gente común de entrar dentro de sí, primer ejercicio que exige la oración.
Puede comprenderse que un rito como el del Novus Ordo, en que el silencio ha
desaparecido completamente, en que la mayor parte del tiempo se oye la palabra
que el hombre dirige a Dios, no facilite ese mínimo de recogimiento que la
oración personal demanda.
En segundo lugar,
por más verdadero que sea el ideal de la oración como “conversación con Dios”,
es fundamental darse cuenta de quién habla y a Quién se habla en esta
conversación: en otros términos, es esencial tener el sentido de lo sagrado,
ser capaz de darse cuenta de lo sagrado cuando ello se hace presente. Ahora
bien, la experiencia de lo sagrado exige romper, al menos en un grado mínimo,
con la trivialidad y banalidad del orden cotidiano de la vida profana (lo que
no conlleva desconocer que en ésta también hay momentos en que lo trascendental
tiene lugar). Y si se presta atención al “estilo” litúrgico que hoy ha llegado
a imperar en muchas iglesias, se verá que todo en él parece privilegiar la
“cercanía”, la relación cálida y sin protocolos con los demás, la familiaridad,
y otra serie de actitudes y de sentimientos, como lo “simpático” e incluso lo
“divertido”, que son el polo opuesto de lo sagrado (para ilustrar esto, por si
hiciera falta, recordemos a esos sacerdotes que llegan al altar y, lo primero,
saludan al pueblo con un trivial “buenas noches”). No queremos insinuar que
debe haber un corte entre lo sagrado y lo profano; por el contrario, es precisamente
la oración la que debe constituir el puente entre ambas dimensiones (debe
“religar”); pero para que el puente sea tal, ha de unir esos dos extremos, el
sagrado y el profano, y si del primero no se tiene experiencia ni noción, la
oración/puente no puede darse. La Misa y la liturgia en general son, en teoría,
el lugar en que al católico se le hace presente lo sagrado. Y cuando la Misa y
la liturgia no contribuyen a esa presencia, difícilmente surge posteriormente
la oración personal en su más verdadero y profundo sentido.
Aloysius O'Kelly (1853-1941), Misa en una cabaña de Connemara.
[3] El Catecismo Mayor
de San Pío X dice, en lo que nos interesa, lo siguiente: [núm. 598] “¿Qué es el sacramento de la Eucaristía? -
La Eucaristía es un sacramento en el cual, por la admirable conversión de toda
la sustancia del pan en el Cuerpo de Jesucristo y de toda la sustancia del vino
en su preciosa Sangre, se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo,
la Sangre, el Alma y la Divinidad del mismo Jesucristo Señor nuestro, bajo las
especies del pan y del vino, para nuestro mantenimiento espiritual”; [núm. 624] “¿En qué tiempo instituyó Jesucristo el sacramento de la Eucaristía? -
Jesucristo instituyó el sacramento de la Eucaristía en la última cena que hizo
con sus discípulos la noche antes de su Pasión”; [núm. 625] “¿Por qué instituyó
Jesucristo la Santísima Eucaristía? - Jesucristo instituyo la Santísima Eucaristía
para tres fines principales: 1º. Para que fuese sacrificio de la nueva ley. 2º.
Para que fuese manjar de nuestra alma. 3º. Para que fuese un perpetuo memorial
de su pasión y muerte y una prenda preciosa de su amor a nosotros y de la vida
eterna”.
[6] Evangelii Gaudium, núm. 90.
Actualización [13 de febrero de 2016]: La bitácora El búho escrutador ofrece la traducción de un interesante artículo de nuestro conocido Peter Kwasniewski sobre el sentido de la recitación silenciosa del Canon en la Misa tradicional, que a muchos parece un cuchicheo de cara a la pared y espaldas al pueblo. Por el contrario, detrás existe un profundo sentido teológico, el que se refuerza con el tono consagratorio con que el sacerdote recita las palabras de la institución de la Eucaristía y transubstancia el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. El artículo original apareció el pasado 5 de enero de 2015 en el sitio New Liturgical Movement.
Actualización [13 de febrero de 2016]: La bitácora El búho escrutador ofrece la traducción de un interesante artículo de nuestro conocido Peter Kwasniewski sobre el sentido de la recitación silenciosa del Canon en la Misa tradicional, que a muchos parece un cuchicheo de cara a la pared y espaldas al pueblo. Por el contrario, detrás existe un profundo sentido teológico, el que se refuerza con el tono consagratorio con que el sacerdote recita las palabras de la institución de la Eucaristía y transubstancia el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. El artículo original apareció el pasado 5 de enero de 2015 en el sitio New Liturgical Movement.
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