miércoles, 11 de noviembre de 2015

Piedad, oración y liturgia

Ofrecemos a continuación una colaboración preparada por uno de los miembros de nuestro equipo de Redacción, que versa sobre la relación existente entre piedad, oración y liturgia. 
 
Piedad, oración y liturgia

Augusto Merino Medina

En sus Memorias [1], dom Bernard Botte comienza por recordar qué tipo de participación en la Misa tenía el pueblo cuando él era joven, es decir, a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Son recuerdos muy críticos: los fieles, sin entender nada de lo que ocurría en el altar, en parte, según él, porque todo se decía en latín y en parte por falta de formación litúrgica, se entregaban, durante el lapso de la Misa, a devociones privadas desconectadas unas de otras: mientras unos rezaban el rosario, otros leían algunas piadosas oraciones en diversos libros redactados para ser usados en esos momentos, y muchos simplemente miraban, en total pasividad, el desarrollo de las ceremonias realizadas por el sacerdote, interesándose, quizá, mucho más en las representaciones de santos especialmente venerados [2].


Dom Bernard Botte OSB

A su juicio, todo esto requería de reforma, la que comenzó a producirse gracias, en parte, al Mouvement liturgique de habla francesa en Bélgica y Francia. El pueblo fiel comenzó, según dom Botte, a “participar” en la liturgia y, lo que es más importante, en forma colectiva.

El tema es vasto y de enorme interés. Se podría, al respecto, recordar esa vieja controversia – o lo que haya sido- entre benedictinos y jesuitas. Para los primeros, toda verdadera piedad cristiana es inseparable de la participación en la liturgia de la Iglesia y, en particular, de la Misa, que es la fuente, centro y culminación de la vida de todo fiel: la oración pública de la Iglesia, es decir, del Cuerpo Místico, es la fuente de la oración personal de cada uno de sus miembros y su mejor alimento, aparte de ser una oración que, en términos actuales, podríamos llamar “comunitaria”, por cuanto la oración de cada  cual se inspira en iguales motivos, comunes a todos -supuesto, naturalmente, que todos entiendan del mismo modo lo que tiene lugar en la liturgia-. Los jesuitas, en cambio, probablemente movidos por el deseo, tan propio de su tiempo y de su Orden, de contrarrestar, en su mismo terreno, el intenso subjetivismo de la piedad protestante, siempre anhelante del contacto personal y emocional con Dios, han puesto el acento más en la piedad personal, que tiene su lugar privilegiado en la intimidad del corazón, en esa soledad en que se “experimenta” a Dios. A ello ha contribuído también, sin duda, el que hayan estado exentos de la recitación en el coro del oficio divino, el que rezan en privado.

Sea ello como fuere –no es nuestro propósito extendernos aquí sobre ello-, dom Botte, benedictino, deplora el individualismo y la ignorancia de los fieles de aquellos tiempos, no tan lejanos de los nuestros, después de todo. Y, en consecuencia, ve con buenos ojos, en general, las reformas litúrgicas que han tenido lugar desde el Vaticano II en adelante.  

El éxito o fracaso -en lo relativo al conocimiento litúrgico y a la adecuada piedad de los fieles- de los profundos cambios experimentados por la liturgia católica, es algo que sólo se puede apreciar con el transcurso de un lapso suficientemente largo. Cuando dom Botte escribe (1973), no ha transcurrido ni un par de lustros desde el Concilio. Hoy, a cincuenta años de distancia, se puede tener una mejor perspectiva de lo ocurrido.

Monjes benedictinos de la Abadía de Le Barroux, rezando el Oficio Divino en comunidad

La clave de una oración privada realizada en íntima unión con la Iglesia y alimentada por su liturgia está, naturalmente, en el grado de comprensión de lo que tiene lugar en la liturgia y, en particular, en la Misa. El que todos los fieles comprendan lo que es la Misa, y lo comprendan unánimemente al menos en su esencia –el significado de la Misa en toda su plenitud es insondable e inefable, después de todo- es lo primero que ha de tenerse en cuenta si ha de opinarse sobre cuán acertadamente participan los cristianos en ella, y cuánto alimento derivan probablemente de ella para su oración personal. Es esa correcta comprensión lo que permite evaluar el acierto de la participación en ella, o su desacierto, y de todo lo que de ahí se deriva. No faltan, en este sentido, santos y místicos que recomiendan la calidad de la oración personal hecha con los libros litúrgicos.

Veamos, sucesivamente, estos dos puntos, el de la comprensión y participación en la liturgia, y el de la piadosa oración personal alimentada por ella.

Recuerda dom Botte que uno de los primeros y más importantes frutos del Mouvement liturgique, ya hacia las décadas de 1930 y 1940, fue el surgimiento de las primeras traducciones a lengua vernácula de los textos del Misal romano, que permitieron a los fieles descubrir el contenido y significado de los ritos. El primero y quizá más exitoso de los proyectos en este sentido fue el del benedictino dom Gaspar Lefebvre, con su traducción del Misal al francés, de la cual se hizo posteriormente la traducción a la mayoría de las lenguas más importantes. El éxito fue tal que el nombre mismo de “Lefebvre”, comenta dom Botte en sus Memorias, llegó a ser identificado más con ese Misal que con la persona de dom Gaspar.


Calendario Litúrgico Gráfico de dom Gaspar Lefebvre traducido al holandés

Sin duda esta afirmación de dom Botte es verdadera. La riqueza de materiales de aquel Misal no estuvo constituída sólo por la inclusión de los textos litúrgicos mismos del Misal del altar, sino por las explicaciones, introducciones y comentarios a las diversas celebraciones litúrgicas y a las fiestas del año litúrgico. Posteriormente se hizo por otras personas muchas otras traducciones del Misal, pero posiblemente la mejor de todas fue y sigue siendo la de dom Gaspar, que incluía el oficio de Vísperas del Breviario, al menos para los domingos y ocasiones más importantes, y un importante conjunto de cantos gregorianos de los más tradicionales.

Con todo, es necesario matizar el dramático contraste descrito por dom Botte entre la ignorancia del pueblo y la iluminación que posteriormente habría recibido. Si se toma en consideración sólo los textos que inspiraron la catequesis de aquellos lejanos y – al parecer- poco afortunados años, se encontrará que el significado esencial, al menos, de la Misa ya era enseñado al pueblo –en la medida en que había, efectivamente, catequesis-, quien lo ha de haber aprendido en la misma medida, habrá que aceptar, en que lo aprende hoy –supuesto que hoy haya catequesis- o en que lo aprendió en pasados aun más remotos. Consúltese lo que al respecto dice el Catecismo Mayor de San Pío X [3]. Aun antes del Concilio comenzó a cambiar el modo de enseñarse al pueblo el catecismo, tema que quizá no sido ajeno a la insuficiente comprensión del mismo de ciertas verdades de la fe, como el significado de la Misa. Pero esto es, ciertamente, algo que requiere de más investigación y es materia de otro artículo.

Por otra parte, esa “pasividad” que criticaban muchos, como dom Botte, de “oír Misa” –y nada más que oírla- no puede ser criticada en bloque, si se considera que la acción principal y decisiva en la Misa no es la del pueblo, sino la de Cristo en persona: la Misa es “Su” acción, que a nosotros nos es dado contemplar –en el sentido más auténtico de “contemplación”-, y a la cual, por ser ella absolutamente suficiente para los fines para los que se realiza, no nos queda a nosotros sino unirnos espiritualmente, que es lo más importante, ofreciéndonos, a continuación, nosotros mismos al Padre en unión con El, y manifestando nuestra personal oblación y nuestra común pertenencia al Cuerpo Místico en una concertada serie de manifestaciones exteriores, como las posturas, o la recitación de ciertas oraciones, como el Sanctus, o el Agnus Dei.


Ilustración del misal de dom Gaspar Lefebvre para la Misa de Corpus Christi

Todas éstas son, ciertamente, “actividades participativas”, y más espirituales que físicas, lo que no hace sino recomendarlas. Las demás “actividades” que comenzó a introducir la reforma litúrgica, si se las realiza en su justa medida y se les da su exacto valor, pueden contribuír a una participación espiritual real y efectiva; pero pueden, en caso de una incorrecta comprensión del conjunto de lo que tiene lugar en esa acción sagrada, conducir a la desvirtuación de ésta y a convertirla en lo que, desgraciadamente, es hoy, con frecuencia, en muchas parroquias: un “encuentro semanal” con el Señor, “nuestra ofrenda” al Altísimo, nuestra participación como comensales en un “banquete” –por sagrado que sea-, nuestra “asamblea” que se reúne a oír la Palabra, y en tantas otras cosas que significan, al cabo, que el protagonista no es el Señor, sino nosotros. Y quien se centre en el protagonismo de los fieles, demuestra por ahí mismo que no tiene la noción católica de la Misa, por lo que la “participación activa” a que aludía Sacrosanctum Concilium [4] no puede producir todos los efectos que la Misa produce de por sí en la Iglesia: ciertamente, el sacramento obra “ex opere operato”, pero quienes lo reciben, no siempre lo reciben tan plenamente como lo podrían hacer debido a sus disposiciones espirituales, tan ligadas a la comprensión de lo que se hace.

La “participación activa” en la acción sagrada, entendida católicamente, es fuente de la más rica oración posible para un cristiano. La conciencia de que se va a asistir a la misma acción sagrada que Cristo realizó en el Calvario es suficiente para sugerir los sentimientos y actos más profundos de amor –que es lo que, propiamente, constituye la oración-, y el recuerdo de haber asistido a ella, los de mayor gratitud que es posible concebir. Un gran santo tenía a la Misa diaria como centro y punto de división del día: desde la medianoche anterior hasta su celebración se preparaba a ella pidiendo la ayuda divina, esforzándose por tomar conciencia de la grandeza de la acción a la que había de asistir; y después de ella, hasta la medianoche siguiente, agradecía a Dios la gracia –y las gracias- recibidas.

Peter Fendi (1796-1842), Fridolin ayuda en la Santa Misa.

¿Es actualmente la Misa, para los católicos que asisten a ella –considerando el mejor de los casos, hoy por demás raro, de una asistencia habitual, al menos el domingo-, la fuente y alimento de su piedad personal, de su oración? Indudablemente que sí lo será si se la comprende como lo que ella verdaderamente es, según la doctrina católica. Pero cuando se llega a conocer los datos sobre la asistencia de los fieles corrientes a la Misa, y cuando se investiga qué pueden estar concibiendo que ella es, según el modo como ella misma es explicada por el clero o celebrada por él, hay legítimo espacio para dudar que la Misa sea en la actualidad la fuente de la piedad popular.

En esto estamos, quizá, en el mismo punto en que estaban aquellos pobres católicos que dom Botte tanto compadecía, quienes, si no “vivenciaban” la misa por defecto de la formación que el clero les daba, sabían al menos lo que ella es –aspecto, este último en que tal vez estaban mejor que los católicos actuales-. No es necesario entrar mucho en los escasos estudios sociológicos existentes sobre la materia, los cuales siempre son susceptibles de todo tipo de invalidantes críticas metodológicas. Basta tomar en cuenta, para darse cuenta de la realidad de nuestros días, de los dos elementos siguientes.

En primer lugar, las exhortaciones del Concilio, en la constitución Sacrosanctum Concilium, a que la piedad popular sea reconducida a las fuentes litúrgicas: la necesidad de esto es clara demostración de que dicha piedad está lejos de la liturgia [5].

En segundo lugar, el análisis que el Papa Francisco hace, después de cincuenta años de vigencia de las reformas litúrgicas conciliares, de la piedad popular y sus manifestaciones espontáneas, que siguen siendo tan ajenas como antes a la Misa y a la liturgia en general [6]. Francisco recurre en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium a su conocimiento de primera mano de la piedad popular hispanoamericana, tal como la conocemos nosotros también. Por valiosa que ella sea, no hay en ella articulación alguna más o menos clara y orgánica con la liturgia católica, y las devociones –rezos, mandas, procesiones, bailes, etcétea- tienen su centro muy lejos de la Misa. La importancia que el Papa concede a dicha piedad es un reconocimiento de ser ella el modo habitual, si no exclusivo, de acceso del pueblo fiel al contacto con el Señor, o con la Virgen, o con los Santos, si bien el Santo Padre no se detiene, como hizo el Concilio, en la necesidad de acercar todo aquello a la liturgia y radicarlo en ella.

Fiesta de La Tirana, Región de Tarapacá, Chile

Lo que se desprende, sobre todo de las constataciones de la mencionada exhortación de Francisco, es que el reemplazo del latín por la lengua vernácula, la supuesta mayor “cercanía” con el pueblo del celebrante vuelto en el altar hacia él, la mayor cantidad de actividades sagradas entregadas a los laicos –lecturas de la misa, distribución de la comunión, etcétera- u otras introducidas –como el “saludo de la paz”- no han contribuido mucho a hacer ni de la Misa ni de la liturgia “la fuente y cumbre” de la vida de los fieles y de su oración.

¿Cómo podría explicarse esto?

Habría que pensar, en primer lugar, que la oración requiere un mínimo de recogimiento, y éste, un mínimo de ejercicio que lo haga posible, comenzando con la obvia necesidad del silencio, sin el cual se podrá quizá decir algo a Dios, pero no oír lo que El dice. Ese ejercicio era posible en la Misa tradicional rezada, que era la común para la mayoría de los fieles en la mayoría de las ocasiones. Los importantes momentos de silencio en la acción sagrada eran, al menos, la oportunidad para la gente común de entrar dentro de sí, primer ejercicio que exige la oración. Puede comprenderse que un rito como el del Novus Ordo, en que el silencio ha desaparecido completamente, en que la mayor parte del tiempo se oye la palabra que el hombre dirige a Dios, no facilite ese mínimo de recogimiento que la oración personal demanda.

En segundo lugar, por más verdadero que sea el ideal de la oración como “conversación con Dios”, es fundamental darse cuenta de quién habla y a Quién se habla en esta conversación: en otros términos, es esencial tener el sentido de lo sagrado, ser capaz de darse cuenta de lo sagrado cuando ello se hace presente. Ahora bien, la experiencia de lo sagrado exige romper, al menos en un grado mínimo, con la trivialidad y banalidad del orden cotidiano de la vida profana (lo que no conlleva desconocer que en ésta también hay momentos en que lo trascendental tiene lugar). Y si se presta atención al “estilo” litúrgico que hoy ha llegado a imperar en muchas iglesias, se verá que todo en él parece privilegiar la “cercanía”, la relación cálida y sin protocolos con los demás, la familiaridad, y otra serie de actitudes y de sentimientos, como lo “simpático” e incluso lo “divertido”, que son el polo opuesto de lo sagrado (para ilustrar esto, por si hiciera falta, recordemos a esos sacerdotes que llegan al altar y, lo primero, saludan al pueblo con un trivial “buenas noches”). No queremos insinuar que debe haber un corte entre lo sagrado y lo profano; por el contrario, es precisamente la oración la que debe constituir el puente entre ambas dimensiones (debe “religar”); pero para que el puente sea tal, ha de unir esos dos extremos, el sagrado y el profano, y si del primero no se tiene experiencia ni noción, la oración/puente no puede darse. La Misa y la liturgia en general son, en teoría, el lugar en que al católico se le hace presente lo sagrado. Y cuando la Misa y la liturgia no contribuyen a esa presencia, difícilmente surge posteriormente la oración personal en su más verdadero y profundo sentido.

Aloysius O'Kelly (1853-1941), Misa en una cabaña de Connemara.

Habría otras consideraciones que hacer en esta línea, que haremos quizá en otra oportunidad. Sólo queda, para terminar estas reflexiones, hacer ver la curiosa incoherencia existente entre, por una parte, la teología “del misterio pascual” que se perfila claramente detrás del Novus Ordo y que tiende, toda ella, a darnos una visión de Dios como Alguien Misericordioso que se nos revela y se nos da en el “misterio” hecho presente en la liturgia y, por otra parte, las formas litúrgicas que tal teología ha, de hecho, llegado a configurar, en las cuales hemos destacado, en los dos párrafos anteriores, un par de elementos que conspiran directamente contra toda vivencia de lo sagrado, de lo divino, de lo inefable, de lo “misteriosamente” presente. ¿Es todo aquí cuestión, simplemente, de “abusos litúrgicos”?




[1] Botte, B., Le movement liturgique. Témoignage et souvenirs, Paris, Desclée, 1973.

[2] Cfr. op.cit., cap. 1.

[3] El Catecismo Mayor de San Pío X dice, en lo que nos interesa, lo siguiente: [núm. 598] ¿Qué es el sacramento de la Eucaristía? - La Eucaristía es un sacramento en el cual, por la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el Cuerpo de Jesucristo y de toda la sustancia del vino en su preciosa Sangre, se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del mismo Jesucristo Señor nuestro, bajo las especies del pan y del vino, para nuestro mantenimiento espiritual”; [núm. 624] “¿En qué tiempo instituyó Jesucristo el sacramento de la Eucaristía? - Jesucristo instituyó el sacramento de la Eucaristía en la última cena que hizo con sus discípulos la noche antes de su Pasión”; [núm. 625] “¿Por qué instituyó Jesucristo la Santísima Eucaristía? - Jesucristo instituyo la Santísima Eucaristía para tres fines principales: 1º. Para que fuese sacrificio de la nueva ley. 2º. Para que fuese manjar de nuestra alma. 3º. Para que fuese un perpetuo memorial de su pasión y muerte y una prenda preciosa de su amor a nosotros y de la vida eterna”.

[4] Sacrosanctum Concilium, núm. 14.

[5] Sacrosanctum Concilium, núm. 13.

[6] Evangelii Gaudium, núm. 90.

Actualización [13 de febrero de 2016]: La bitácora El búho escrutador ofrece la traducción de un interesante artículo de nuestro conocido Peter Kwasniewski sobre el sentido de la recitación silenciosa del Canon en la Misa tradicional, que a muchos parece un cuchicheo de cara a la pared y espaldas al pueblo. Por el contrario, detrás existe un profundo sentido teológico, el que se refuerza con el tono consagratorio con que el sacerdote recita las palabras de la institución de la Eucaristía y transubstancia el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. El artículo original apareció el pasado 5 de enero de 2015 en el sitio New Liturgical Movement.

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