El periódico electrónico El Mostrador publicó hace unos días un valeroso y sincero testimonio de un laico católico, el que a continuación reproducimos para nuestros lectores y que surgió como respuesta a una columna del P. Jorge Costadoat S.J. en el mismo medio, en la cual el controvertido sacerdote jesuita, como lo había hecho previamente en otras columnas, se pronuncia decididamente a favor de la desafortunada doctrina del Cardenal Kasper, la que, bajo la apariencia de una falsa misericordia, implica la admisión de los católicos divorciados y vueltos a casar civilmente a la recepción sacrílega de la Sagrada Eucaristía
Ha llegado la hora para los laicos de exigir de nuestros pastores, con respeto, pero con firmeza, que permanezcan fieles a Cristo y su Evangelio -o que vuelvan a lo que Él nos mandó guardar, para aquellos que han perdido el camino-, y que cumplan verdaderamente con su tarea de confirmarnos en la Fe, en lugar de, como ocurre tristemente con muchos de ellos, buscar componendas con el espíritu del mundo.
La belleza que antes cautivó a grandes conversos y los atrajo a la Iglesia -el beato Newman, G.K. Chesterton, Evelyn Waugh, Elizabeth Anscombe y Peter Geach, y tantos otros- debe ser resguardada hoy: la Iglesia debe permanecer como un faro que ilumine al mundo, como un refugio en contra de la tiranía de las modas intelectuales, y debe cambiar al mundo antes que rendirse ante él.
Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando, y mi carga, ligera (Mt. XI, 28-30).
(Foto: © Martin Crampin. Iglesia de San Peblig, Caernarfon, Gwynedd, Gales)
***
Señor Director:
Para católicos como yo (tal vez uno de los hipócritas a los que el Padre Costadoat alude en su columna del martes pasado,
lo que no tendría nada de malo si de verdad lo soy) que no nos criamos
dentro de la Iglesia, sino que llegamos a ella en el curso de nuestras
vidas, nos invade la tristeza cuando vemos que existen pastores de la
Iglesia que empujan incesantemente por cambiar precisamente aquello que a
nosotros nos trajo a ella, como es la belleza, verdad y razón de su
magisterio y su testimonio contracultural que no se vende al mundo sino
que busca cambiarlo.
Para mi en particular es
especialmente triste porque mi propia vida es el resultado (imperfecto,
pero siempre perseverante) de lo que tal vez usted padre – y entiendo
también, lo que la prensa llama los Kasperitas del Sínodo – creen que no
existe, o que es simplemente imposible en las condiciones actuales del
mundo.
Me convertí al catolicismo sólo
una vez llegado a la universidad y precisamente porque vi en el
magisterio de la Iglesia una alternativa a todo lo que me ofrecía al
mundo y que me estaba destruyendo de a poco. Porque mi ahora señora y yo
tuvimos la oportunidad de vivir como el mundo propone – sin aprecio por
la castidad, por la pureza, por la templanza, por el amor profundo
nacido del conocer y buscar a la persona por quien es, y no por el
placer que proporciona su cuerpo, lo que sólo se logra renunciando al
placer del momento y buscando construir una relación para durar hacia la
eternidad – y salimos golpeados y dañados en el proceso.
En la Iglesia encontramos el
hospital de campaña que imagina el Papa, el que dicho sea de paso,
siempre ha existido. Y en él no se nos hizo un “nanay” y se nos dijo que
todo estaba bien si seguíamos haciendo lo de siempre. Al contrario, y
tal vez esto le sorprenda, se nos dijo que nuestra sanación pasaba….
¡por dejar de pecar! (y no por seguir haciéndolo, pero con la mejor de
las intenciones). Nos propuso una salida y la esperanza de una vida
feliz y plena en Cristo. Nunca nos prometió que ello fuera fácil o que
no requiriera esfuerzo, pero que valdrían la pena los tropezones, las
lagrimas, los enojos y los sacrificios. Y contra lo que tal vez usted y
otros creen padre, así ha sido. La locura de seguir la enseñanza de
Cristo, sostenida por su Iglesia, hizo posible que dos universitarios,
que no tenían ninguna diferencia con el resto de su generación, hicieran
el camino inverso y llegaran a la Iglesia precisamente porque ella nos
llamó con la verdad, y no con acomodos a la propuesta del mundo que nos
había dañado y que queríamos dejar atrás. No nos hizo perfectos ni
santos, pero nos ha hecho querer serlo.
Más aún padre, yo mismo soy el
fruto de un matrimonio que es, siguiendo la nomenclatura del mismo
Cristo en su evangelio (San Marcos 10,11), adúltero.
Mis papás tienen más de 30 años de
matrimonio civil, luego de que terminara el matrimonio religioso de uno
de ellos. Para mi significaba (y significa hasta hoy) aceptar que soy
hijo de una relación adultera, al menos hasta que no medie una nulidad
canónica. ¿Me hacía eso menos católico? No ¿Significaba que mis papás no
podían llegar a la Iglesia por ello? Tampoco. Y todo esto es ya parte
de la enseñanza de la Iglesia que usted padre Costadoat quiere cambiar.
Desde que yo me convertí, uno de los temas recurrentes en nuestras
conversaciones era la sensación de ellos de estar excluidos de la
Iglesia por esto. Mis papás comenzaron su proceso de conversación hace
algunos años y hoy han vuelto a la Iglesia, con sus heridas y manchas
incluidas. Nadie los echó. Nadie podría hacerlo. Su sensación de
exclusión no era fruto de la enseñanza de la Iglesia, sino de su
ignorancia o incomprensión sobre la misma. Escucharon una y otra vez de
cercanos (influidos por las palabras de sacerdotes que, contrariando
directamente el magisterio de la Iglesia, los instaban a la comunión,
sin jamás haber hecho en lo más mínimo el cuidadoso discernimiento que
usted propone) que comulgar era una cuestión entre ellos y Dios (Si esto
no es una luz del protestantismo, ¿entonces qué?). Pero mire usted que
sin ser doctos en las leyes de la Iglesia fueron capaces de entender
(luego de que yo se los explicara, con firmeza pero con amor de un hijo a
sus padres) de que no estaban fuera de la Iglesia por no poder comulgar
y que hacerlo en esas condiciones ponía en riesgo la salvación de sus
almas. Ya van años desde aquello, y su capacidad de razonar alcanza para
eso y mucho más. Lo que más me duele padre, es que cuando insisten en
que el pueblo no es capaz de entender lo que enseña la Iglesia,
finalmente lo que dicen es que el pueblo es tonto o bruto, y que le
resulta imposible entender.
Le devuelvo la pregunta a usted
padre Costadoat y por extensión a todos los sacerdotes que tiraron la
toalla – si es que alguna vez la recogieron – y dejaron de hacer el
intento de explicar y enseñar la doctrina de la Iglesia porque salía más
fácil intentar cambiarla para que siguiera el compás del mundo. ¿Por
qué no enseñar esto sin miedos ni trancas? ¿Por qué rendirse en los
esfuerzos? No soy cura, no tengo un grado de teología y no me han
preparado para hacer clases de religión. Pero mi historia y la de mi
familia es uno de los cientos de miles de testimonios en el mundo que
dan fe de que la enseñanza de la Iglesia llama, enamora y salva, y no
requiere de estudios de post grado para estar al alcance de todos. Si
los laicos podemos enseñarla y esforzarnos por vivirla, ¿por qué ustedes
ya no pueden o no quieren enseñarla?
Usted habla en su última columna
sobre el triste abandono de los católicos divorciados. Ese triste
abandono es real, pero no es como usted cree. Es el fruto de que los
mismos sacerdotes de la Iglesia (y sin duda, algunos laicos fariseos)
han sido incapaces de ser verdaderos pastores, que teniendo la
posibilidad de guiar al rebaño han guardado silencio, o peor, han puesto
en juego la salvación del mismo.
Tal vez en otra oportunidad
podamos hablar sobre teología o hermenéutica, pero por ahora espero que
el testimonio de un insignificante hermano en Cristo, que encontró su
razón de vivir en la enseñanza de Cristo conforme a su Iglesia, le sirva
a usted en sus reflexiones y, espero, un cambio en su corazón.
Tomás Henríquez.
Abogado
Estudiante de Magíster
(Universidad de Georgetown)
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