El papa Francisco convocó un Año jubilar de la misericordia entre el 8 de diciembre de 2015 y el 20 de noviembre de 2016 a través de la bula Misericordiae Vultus. Su objetivo es profundizar en la correcta implantación del Concilio Vaticano II y situar en un lugar central la Divina Misericordia, con el fortalecimiento de la confesión. Además, para favorecer el
encuentro de los fieles con la misericordia de Dios dio una larga entrevista a
Andrea Tornielli, periodista del diario La
Stampa, que fue recogida en forma de libro y traducido a veinte idiomas. Éste lleva por título El nombre de Dios es misericordia. Para animarlos a su lectura, deseando que este Año Santo sea de inmenso
provecho espiritual para todo el Pueblo de Dios, reproducimos algunos pasajes
seleccionados por nuestro equipo de Redacción de la edición española
comercializada por la Editorial Planeta y desde enero pasado disponible en
librerías. Más información sobre el Jubileo en esta entrada.
***
El nombre de Dios es
misericordia
Una conversación con
Andrea Tornielli
Francisco P.P.
¿Qué es para usted la misericordia?
Etimológicamente, misericordia
significa abrir el corazón al miserable. Y enseguida vamos al Señor:
misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge,
que se presta a perdonar. Jesús ha dicho que no vino para justos, sino para los
pecadores. No vino para los sanos, que no necesitan médico, sino para los
pecadores. No vino para los sanos, que no necesitan médico, sino para los
enfermos. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad
de nuestro Dios, Dios de misericordia. Dios misericordioso. Para mí, éste es
realmente el carnet de identidad de nuestro Dios. Siempre me ha impresionado
leer la historia de Israel como se cuenta en la Biblia, en el capítulo 16 del
Libro de Ezequiel. La historia compara Israel con una niña a la que no le cortó
el cordón umbilical, sino que fue dejada en medio de la sangre, abandonada.
Dios la vio debatirse en la sangre, la limpió, la untó, la vistió y, cuando
creció, la adornó con sede y joyas. Pero ella, enamorada de su propia belleza,
se prostituyó, no dejando que le pagaran, sino pagando ella misma a sus
amantes. Pero Dios no olvidará su
alianza y la pondrá por encima de sus hermanas mayores, para que Israel se
acuerde y se avergüence (Ezequiel 16, 63), cuando le sea perdonado lo que ha
hecho.
El papa Francisco posternado durante su primer Oficio de Viernes Santo (2013)
(Foto: Euronews)
Ésta para mí es una de las mayores revelaciones: seguirás
siendo el pueblo elegido, te serán perdonados todos tus pecados. Eso es: la
misericordia está profundamente unidad a la fidelidad de Dios. El Señor es fiel
porque no puede renegar de sí mismo. Lo explica bien San Pablo en la Segunda
Carta a Timoteo (2, 13): «Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede
renegar de sí mismo». Tú puedes renegar de Dios, tú puedes pecar contra Él,
pero Dios no puede renegar de sí mismo, Él permanece fiel.
¿Qué lugar y qué significado tienen en su corazón, en su
vida e historia persona, la misericordia? ¿Recuerda cuándo tuvo, de niño, la
primera experiencia de la misericordia?
Puedo leer mi vida a través del capítulo 16 del Libro del
profeta Ezequiel. Leo estas páginas y me digo: «Pero esto parece escrito
expresamente para mí». El profeta habla de la vergüenza, y la vergüenza es una
gracia: cuando uno sienta la misericordia de Dios, experimenta una gran
vergüenza de sí mismo, de su propio pecado. Hay un bonito ensayo de un gran
estudio de la espiritualidad, el padre Gaston Fessard, dedicado a la vergüenza
en su libro La Dialectique des exercises spirituels de Saint Ignace de Loyola (París,
Aubier, 1956). La vergüenza es una de las gracias que san Ignacio hace pedir en
la confesión de los pecados frente a Cristo crucificado. Ese texto de Ezequiel
nos enseña a avergonzarnos, nos permite avergonzarnos: con toda tu historia de
miseria y de pecado, Dios te sigue siendo fiel y te levantada. Eso es lo que yo
siento. No tengo recuerdos concretos de cuando era niño. Pero sí de muchacho.
Pienso en el padre Carlos Duarte Ibarra, el confesor que vi en mi parroquia ese
21 de septiembre de 1953, el día en que la Iglesia celebra a san Mateo apóstol
y evangelista. Tenía diecisiete años. Me sentí acogido por la misericordia de
Dios confesándome con él. Ese sacerdote
era originario de Corrientes, pero estaba en Buenos Aires curándose de una
leucemia. Murió al año siguiente. Recuerdo aún que después de su funeral y de
su entierro, al regresar a casa, me sentí como su me hubieran abandonado. Y
lloré mucho aquella noche, mucho, oculto en mi habitación. ¿Por qué? Porque
había perdido a una persona que me hacía sentir la misericordia de Dios, ese miserando atque eligendo, una expresión
que entonces no conocía y que después elegí como lema episcopal [nota de la Redacción: véase aquí su explicación]. La reencontraría
a continuación, en las homilías del monje inglés san Beda el Venerable, quien,
describiendo la vocación de san Mateo, escribe: «Jesús vio a un publicano y,
como lo miró con sentimiento de amir y lo eligió, le dijo: “Sígueme”». Esta es
la traducción que comúnmente se ofrece de san Beda. A mí me gusta traducir miserando, con un gerundio que no
existe, misericordiando, regalándole
misericordia. Así pues, misericordiándolo
y escogiéndolo, para describir la mirada de Jesús que da misericordia y elige,
se lleva consigo.
Escudo del papa Francisco
(Fuente: Santa Sede)
[…]
En su opinión, ¿por qué este tipo tiempo nuestro y esta
humanidad nuestra tienen tanta necesidad de misericordia?
Porque es una humanidad herida, una humanidad que arrastra
heridas profundas. No sé cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no
se trata tan solo de enfermedades sociales y de las personas heridas por la
pobreza, por la exclusión social, por las esclavitudes del tercer milenio.
También el relativismo hiere mucho a las personas: todo parece igual, todo
parece lo mismo. Esta humanidad necesita misericordia. Pío XII, hace más de
medio siglo, dijo que el drama de nuestra época era haber extraviado el sentido
del pecado, la conciencia del pecado. A esto se suma hoy el drama de considerar
nuestro mal, nuestro pecado, como incurable, como algo que no puede ser curado
y perdonado. Falta la experiencia concreta de la misericordia. La fragilidad de
los tiempos en que vivimos es también esta: creer que no existe posibilidad
alguna de rescate, una mano que te levanta, un abrazo que te salva, que te
perdona, te inunda de un amor infinito, paciente, indulgente; te vuelve a poner
en camino. Necesitamos misericordia. Debemos preguntarnos por qué tantas
personas, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos de cualquier extracción social,
recurren hoy a los magos y quiromantes. El cardenal Giacomo Biffi [nota de la
Redacción: de quien hemos hablado en esta entrada] solía citar estas palabras
del escritor inglés Gilbert Keith Chesterton: «Quien no crea en Dios no es
cierto que no crea en nada, pues empieza a creer en todo». Una vez le oír decir
a una persona: «En la época de mi abuela bastaba el confesor, hoy mucha gente
confía en los quiromantes…». Hoy se busca la salvación donde se puede.
Pero estos fenómenos a los que usted alude, como los magos y
los quiromantes, siempre han existido en la historia de la humanidad.
Sí, verdad, siempre ha habido adivinos, magos, quiromantes.
Pero no había tanta gente buscando en ellos salud y consejo espiritual. Las
personas buscan sobre todo a alguien que las escuche. Alguien dispuesto a dar
su propio tiempo para escuchar sus dramas y sus dificultades. Es lo que yo
llamo «el apostolado de la oreja», y es importante. Muy importante. Me oigo
decir a los confesores: «Hablen, escuchen con paciencia y sobre todo díganle a
las personas que Dios las quiere bien. Y si el confesor no puede absolver, que
explique por qué, pero que dé de todos modos una bendición, aunque sea sin
absolución sacramental. El amor de Dios también existe para quien no está en la
disposición de recibir el sacramento: también ese hombre o esa mujer, ese joven
o esa chica son amados por Dios, son buscados por Dios, están necesitados de
bendición. Sed tiernos con esas personas. No las alejéis. La gente sufre. Ser
confesor es una gran responsabilidad. Los confesores tienen frente a ellos a
sus ovejas descarriadas que Dios tanto ama; si no les dejamos advertir su amor
y la misericordia de Dios, se alejan y quizá no vuelvan más. Así pues, abrácenlas
y sean misericordiosos, aunque no puedan absolverlas. Denles de todos modos una
bendición». Yo tengo una sobrina que se ha casado civilmente con un hombre
antes de que este obtuviera la nulidad matrimonial. Querían casarse, se amaban,
querían hijos y han tenido tres. El tribunal le había asignado también a él la
custodia de los hijos que tuvo en su primer matrimonio. Este hombre era tan
religioso que todos los domingos, yendo a misa, iba al confesionario y le decía
al sacerdote: «Sé que usted no me puede absolver, pero he pecado en esto y en
aquello otro, deme una bendición». Esto es un hombre formado religiosamente.
El papa Francisco confesando a un penitente durante la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro
(Foto: Dagorret)
¿Por qué es tan importante confesarse? Usted fue el primer
papa en hacerlo públicamente, durante las liturgias penitenciales de Cuaresma,
en San Pedro… Pero ¿no bastaría, en el fondo, con arrepentirse y pedir perdón
solos, enfrentarse solos con Dios?
Fue Jesús quien les dijo a sus apóstoles: «Aquellos a
quienes perdonen los pecados, serán perdonados; aquellos a quienes no se los
perdonen, no serán perdonados» (Evangelio de san Juan 20, 19-23). Así pues, los
apóstoles y sus sucesores —los obispos y los sacerdotes que son sus
colaboradores— se convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúan
in persona Christi. Esto es muy
hermoso. Tiene un profundo significado, pues somos seres sociales. Si tú no
eres capaz de hablar de tus errores con tu hermano, ten por seguro que no serás
capaz de hablar tampoco con Dios y que acabarás confesándote con el espejo,
frente a ti mismo. Somos seres sociales y el perdón tiene un aspecto social,
pues también la humanidad, mis hermanos y hermanas, la sociedad, son heridos
por mi pecado. Confesarme con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las
manos y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta
de Jesús. Es una manera de ser concretos y auténticos: estar frente a la
realidad mirando a otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo. San
Ignacio, antes de cambiar de vida y entender que tenía que convertirse en
soldado de Cristo, había combatido en la batalla de Pamplona. Formaba parte del
ejército del rey de España, Carlos V de Habsburgo, y se enfrentaba al ejército
francés. Fue herid gravemente y creyó que iba a morir. En aquel momento no
había ningún cura en el campo de batalla. Y entonces llamó a un conmilitón suyo
y se confesó con él, le dijo a él sus pecados. El compañero no podía
absolverlo, era un laico, pero la exigencia de estar frente a otro en el
momento de la confesión era tan sincera que decidió hacerlo así. Es una bonita
lección. Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón a
Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. Pero es importante que vaya al
confesionario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a
Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia llamada a distribuir la
misericordia de Dios. Hay una objetividad en este gesto, en arrodillarse frente
al sacerdote, que en ese momento es el trámite de la gracia que me llega y me
cura. Siempre me ha conmovido ese gesto de la tradición de las Iglesias
orientales, cuando el confesor acoge al penitente poniéndola la estola en la
cabeza y un brazo sobre los hombres, como en un abrazo. Es una representación
plástica de la bienvenida y de la misericordia. Recordemos que no estamos allí en
primer lugar para ser juzgados. Es cierto que hay un juicio en la confesión,
pero hay algo más grande que el juicio que entra en juego. Es estar frente a
otro que actúa in persona Christi para acogerte y perdonarte. Es el encuentro
con la misericordia.
Nota de la Redacción:
El texto aquí reproducido está tomado de Francisco,
El nombre de Dios es misericordia. Una
conversación con Andrea Tornielli, trad. de M.ª Ángeles Cabré, Santiago, Planeta, 2016, pp.
29-32 y 36-39.
Actualización [9 de enero de 2017]: Hace algunos días fue ordenado sacerdote Philip Johnson, diácono de la diócesis de Raleigh, Carolina del Norte (Estados Unidos de América). Su historia ha sido difundida por muchos sitios estadounidenses, pues se trata de un antiguo marino que a los 24 años fue diagnóstico de un cáncer incurable. El tratamiento aplicado ayudó a detener el avance del tumor y Johnson fue aceptado en el seminario. El tumor quedó detenido y así ha estado por más de diez años, lo que ha permitido que Johnson sea ordenado y que, Dios mediante, pueda servir por muchos años a la Iglesia. Un bonito milagro debido a la misericordia de Dios, que sabe que los obreros de su mies son pocos. Véase aquí la noticia de su ordenación sacerdotal publicada por The New Liturgical Movement.
Actualización [9 de enero de 2017]: Hace algunos días fue ordenado sacerdote Philip Johnson, diácono de la diócesis de Raleigh, Carolina del Norte (Estados Unidos de América). Su historia ha sido difundida por muchos sitios estadounidenses, pues se trata de un antiguo marino que a los 24 años fue diagnóstico de un cáncer incurable. El tratamiento aplicado ayudó a detener el avance del tumor y Johnson fue aceptado en el seminario. El tumor quedó detenido y así ha estado por más de diez años, lo que ha permitido que Johnson sea ordenado y que, Dios mediante, pueda servir por muchos años a la Iglesia. Un bonito milagro debido a la misericordia de Dios, que sabe que los obreros de su mies son pocos. Véase aquí la noticia de su ordenación sacerdotal publicada por The New Liturgical Movement.
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