domingo, 13 de marzo de 2016

Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum (VI)

Dom Alberto Soria Jiménez OSB, Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum, Madrid, Cristiandad, 2014, 552 pp. 

[Nota de la Redacción: El texto íntegro ha sido publicado con el mismo título del libro reseñado en los Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada XXI (2015), pp. 171-220 (véase aquí la versión publicada)].

Dr. D. Jaime Alcalde Silva

En apretada síntesis, la parte normativa de Summorum Pontificum aborda seis cuestiones: (i) la posibilidad de cualquier sacerdote de celebrar conforme a la edición típica del misal romano de 1962 si así lo desea, pudiendo asistir a dicha celebración los fieles que voluntariamente lo pidan, con algunas particularidades según el lugar sagrado donde ella tiene lugar; (ii) la posibilidad de usar el ritual y el pontifical precedente para los demás sacramentos; (iii) la facultad de los clérigos constituidos in sacris de recitar el oficio divino según el breviario promulgado por el papa Juan XXIII; (iv) la constitución de parroquias personales para la forma extraordinaria por parte del ordinario del lugar[1]; (v) las atribuciones que corresponden a la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, que fue reformada el 2 de julio de 2009 merced a la carta apostólica en forma de motu proprio Ecclesiae Unitatem, pasando a depender de la Congregación para la Doctrina de la Fe; y (vi) la derogación de los documentos anteriores de la Sede Apostólica referidos a la misma materia (pp. 123-127). El autor trata asimismo de la promulgación y vigencia del motu proprio (pp. 127-132).

Summorum Pontificum fue completado por la Pontificia Comisión Ecclesia Dei mediante la Instrucción Universae Ecclesiae (13 de mayo de 2011), que venía acompañada de una pequeña nota explicativa, cuya publicación coincidió con el tercer congreso sobre dicho motu proprio celebrado en la Universidad Santo Tomás (Angelicum) de Roma[2]. Comporta éste un documento de contenido más canónico que litúrgico (p. 135), donde la comisión ejerce su competencia específica de «garantizar la correcta interpretación y la recta aplicación del motu proprio “Summorum Pontificum”» (UE 12). De suerte que no se trata de una interpretación auténtica del mentado motu proprio, que sólo compete al legislador universal (canon 16 CIC), sino de una norma de carácter administrativo cuyo imperio se subordina a aquél y cuyo propósito es aclarar sus prescripciones y desarrollar y determinar las formas en que ellas han de ejecutarse (canon 34 CIC).

 El entonces Cardenal Ratzinger celebra una Misa Pontifical en el usus antiquior para el 
capítulo general de la asociación de fieles Pro Missa Tridentina en Weimar (1999) 

De la coordinación de ambos documentos se desprende que los objetivos doctrinales perseguidos por el Benedicto XVI eran tres: (i) favorecer la reconciliación interna de la Iglesia (SC 26); (ii) ofrecer a todos los fieles, y no sólo a quienes la habían conocido, la posibilidad de participar en la forma extraordinaria del rito romano, considerada como un tesoro precioso que no debe perderse (SC 4); y (iii) quizá más importante todavía, establecer que la celebración litúrgica conforme a los libros aprobados por la Sede Apostólica en 1962 comporta un verdadero derecho de los fieles, tanto sacerdotes como laicos (SC 26), que se puede reclamar frente a las autoridades competentes (pp. 138-156). De esto existía ya un antecedente en la Instrucción Sacramentum Redemptionis (2004), donde se establece que «cualquier católico, sea sacerdote, sea diácono, sea fiel laico, tiene derecho a exponer una queja por un abuso litúrgico, ante el Obispo diocesano o el Ordinario competente que se le equipara en derecho, o ante la Sede Apostólica, en virtud del primado del Romano Pontífice» (§ 184).

Mientras la primera parte tenía un carácter histórico, destinado a trazar el derrotero del misal de 1962 una vez promulgado el nuevo misal paulino, la segunda parte presenta un contenido más técnico. En él se abordan los distintos significados de rito (pp. 159-179) y la consecuencia que tiene la distinción entre dos formas o usos dentro de un mismo rito (pp. 181-201), como ocurre con el romano tras el motu proprio Summorum Pontificum (pp. 203-238).   

El Capítulo IV está dedicado a precisar el concepto de rito que utiliza Summorum Pontificum, anunciado desde un comienzo que se trata de una noción equívoca que no se puede explicar por consideraciones estrictamente litúrgicas (p. 159). Señala, entonces, que el término posee una triple dimensión: canónica-eclesiológica, litúrgica y canónica-litúrgica (p. 160).

En el primer sentido, el rito alude a la división de la Iglesia universal en veintitrés iglesias sui iuris o rituales (cánones 111 y 112 CIC), aquella de rito latino (canon 1 CIC) y las veintidós orientales en comunión con la Santa Sede (cánones 1 y 27 CCEO), las que cuentan con veintiún ritos diferentes, todos con iguales derechos y que pertenecen a una de las seis grandes tradicionales apostólicas: alejandrina, antioquena, armenia, caldea, constantinopolitana y latina (canon 28 § 2 CCEO). Cada una de estas iglesias se diferencia de las otras por sus ritos propios, vale decir, por su liturgia, su derecho canónico y su herencia espiritual (OE 3). El concepto de rito alude, entonces, al patrimonio litúrgico, teológico, espiritual y disciplinario que se distingue por la cultura y las circunstancias históricas de los pueblos y que se expresa por la manera propia en que cada Iglesia de derecho propio vive la fe (canon 28 § 1 CCEO). Con todo, el derecho canónico permite a los fieles cumplir el precepto dominical dondequiera que la Santa Misa se celebre según alguno de los ritos católicos reconocidos (canon 1248 § 1 CIC).

 Su Beatitud Sviatoslav Shevchuk, Arzobispo Mayor de Kiev-Galitzia, celebra la Liturgia Divina (2016)
en la Basílica de Santa María la Mayor de Roma (Foto: New Liturgical Movement)

Por su parte, en el ámbito litúrgico, el rito, como contrapuesto a los textos y las oraciones variables según el tiempo, presenta también tres sentidos diversos: (i) unos concretos elementos de acciones; (ii) la celebración como un todo acabado, esto es, un conjunto estructurado y ordenado de concretos elementos de acciones; y (iii) un conjunto de diferentes ritos sacramentales que conforman a su vez una unidad o familia litúrgica (p. 162). En este último sentido, dentro de la Iglesia latina sui iuris existen diversos ritos, además del romano, que coexisten entre sí, sin que quepa una asimilación entre ambos conceptos. Su aplicación puede ser personal, como ocurre con los ritos dominicano o carmelitano, o local, como sucede con los ritos mozárabe, ambrosiano o bracarense. Ninguno de estos ritos, empero, tiene propio el sacramento del Orden, que se confiere siempre según el rito romano (p. 163). Esto se debe a que el rito romano es el único de los ritos latinos que tiene propios todos los ritos del segundo sentido litúrgico y que es el que utilizan los demás ritos latinos cuando les falta el propio. Es este sentido al que alude el Código de Derecho Canónico cuando exige que los ministros sagrados celebren los sacramentos según su propio rito (canon 846 § 2).

Por último, a juicio del autor, existe un sentido canónico-litúrgico de rito, que corresponde a la disciplina jurídica común para uno o más ritos o familias litúrgicas no erigidas como Iglesias sui iuris (p. 165). Todos los ritos latinos, por muy diferentes que sean entre sí, se subsumen en el rito romano porque su estado eclesiológico no difiere de aquél, si bien poseen una reglamentación fragmentaria propia.

No siempre la distinción entre los diversos sentidos es clara, como ocurre en el canon 214 CIC, donde ellos aparecen interrelacionados. Según ese canon, «los fieles tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por los legítimos Pastores de la Iglesia, y a practicar su propia forma de vida espiritual, siempre que sea conforme con la doctrina de la Iglesia». En dicha norma se contienen, por tanto, dos derechos fundamentales complementarios de todo fiel: (i) el derecho a la propia espiritualidad y (ii) el derecho al propio rito[3]. De momento, sólo interesa el segundo de ellos. Para el entonces cardenal Ratzinger, el rito expresa ahí una «forma objetiva de oración común de la Iglesia» (p. 166), la que viene determinada por parámetros que escapan de la libre elección del fiel (p. 167) y responden a situaciones objetivas previstas por el derecho (cánones 111 y 112 CIC). Parece más plausible, empero, entender que el rito alude en el canon 214 CIC a la vinculación jerárquica de un fiel con una determinada Iglesia peculiar que posee su propio patrimonio litúrgico, teológico y espiritual, vale decir, una forma de espiritualidad determinada, así como sus propias normas litúrgicas[4]. Dicho de otra forma, la alusión posee un contenido canónico-eclesiológico antes que litúrgico. Refuerza esta conclusión la regla previamente referida sobre la posibilidad de cumplir el precepto dominical dondequiera que la Santa Misa sea celebrada conforme al rito católico (canon 1248 § 1 CIC), merced a la cual los fieles no tienen la obligación jurídica de asistir a su parroquia cuando en ella observan abusos litúrgicos o carencias doctrinales que dañan su fe, pudiendo elegir cualquier iglesia donde sean debidamente atendidos espiritualmente[5].

Este concepto de rito aboca a la distinción entre doctrina y disciplina, que a veces se pretende mostrar como una dualidad contrapuesta y donde el criterio pastoral debe prevalecer imponiendo variaciones seculares en la segunda. Una mirada más detenida al problema muestra que la cuestión no es tan simple de dilucidar, pues la doctrina tiene distintos grados y admite también un progreso producto del desarrollo teológico, incluso admitiendo ciertos cambios[6]. De igual forma, la disciplina no siempre es una realidad meramente formal, humana y mutable, ya que en ella van envueltos aspectos que comprenden la ley divina y los mandamientos, que no admiten cambio alguno, o todo el vasto campo del derecho divino. Por eso es que a menudo la disciplina comprende todo lo que el cristiano debe considerar como compromiso de su vida para ser un fiel discípulo de Jesucristo[7]. De ahí que ella puede ser definida como «el conjunto de normas y de estructuras que configuran visible y ordenadamente la comunidad cristiana, regulando la vida individual y social de sus miembros para que posea una medida siempre más plena, y en adhesión al camino del Pueblo de Dios en la historia, expresión de la comunión donada por Cristo a su Iglesia. En su sentido más amplio puede comprender también las normas morales, mientras que en su sentido más restringido designa sólo las normas jurídicas y pastorales»[8].   

 Misa celebrada conforme al rito ambrosiano tradicional en Legnano (Italia)

A partir de estos conceptos, el autor delimita el campo de aplicación del motu proprio Summorum Pontificum. Éste queda circunscrito a la Iglesia latina y a los sacerdotes, seculares o incardinados en institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica, que pertenecen a ella, quienes pueden libremente celebrar conforme a los libros litúrgicos vigentes en 1962 (pp. 169-174). Aunque no sea expreso, la citada facultad se extiende asimismo a los ritos ambrosiano (reformado en 1990) y mozárabe (reformado en 1992), que pueden celebrarse según los libros litúrgicos anteriores a los actualmente en uso (pp. 171-172)[9]. La única excepción es el rito bracarense porque, a pesar de las sugerencias efectuadas en el informe preparado para su reforma, la Sagrada Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos descartó acometerla para conservar los rasgos y la índole particular de este venerable rito portugués (p. 173). Con los ritos de las órdenes religiosas el problema no se produce, porque UE 34 se refiere expresamente a ellos y permite a sus miembros celebrar según los libros litúrgicos propios vigentes en 1962, sin autorización de los institutos o superiores, al menos cuando se trata de celebraciones privadas o sin pueblo (p. 175)[10]. Queda abierta todavía la pregunta sobre quién debe adoptar la decisión de celebrar la Misa conventual con el misal propio en los institutos de vida consagrada con obligación coral, como los dominicos, y si ella es también necesaria para la celebración ocasional o sólo para las celebraciones habituales o permanentes (SP 3).

Cabe recordar que tanto carmelitas como dominicos renunciaron a sus ritos propios y adoptaron el misal promulgado por el papa Pablo VI.

Tras las reformas posconciliares al rito romano, la orden carmelitana (antes carmelitas de la antigua observancia) aprobó provisionalmente la posibilidad de adoptarlas en algunas celebraciones y la incorporación al rito propio de algunas variaciones, entre las cuales destaca particularmente el abandono de la preparación de cáliz antes de la Misa. En su sesión 280, celebrada el 19 de junio de 1972, la orden renunció al misal jerosolimitano del Santo Sepulcro y adoptó en su plenitud el misal romano reformado[11]. Esta renuncia, aprobada por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, permitía a los sacerdotes de la orden conservar el misal propio con el consentimiento al menos del superior local y siempre que se tratase de una celebración sin pueblo (p. 177). En el capítulo general de Majadahonda de 1977 se descartó casi por unanimidad la propuesta de volver a utilizar el rito propio. Por su parte, antes de su separación definitiva, los carmelitas descalzos habían adoptado el misal romano de 1570 en el Definitorio de 13 de agosto de 1586 (con ausencia de San Juan de la Cruz y el P. Jerónimo Gracián), de suerte que no parece que puedan utilizar en la actualidad el rito carmelitano (p. 179). 

 Santa Misa celebrada conforme al rito carmelitano antiguo en Brasil

Con la Orden de Predicadores sucedió algo semejante. En 1962 seguía vigente su misal propio fijado en 1256, que había sido editado por última vez en 1933 por el Maestro General Fray Martin Gillet OP (1875-1951), y que tres años después fue reformado siguiendo los principios de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium. Aduciendo razones litúrgicas, pastorales y económicas, el capítulo general de 1968 renunció al Ordinarium iuxta ritum ordinis Fratrum Praedicatorum y la orden comenzó a utilizar el misal romano, aunque conservando algunos elementos de su antiguo rito. No obstante, se permitió seguir celebrando con el misal propio reformado en 1965 con autorización del maestro general o del prior provincial (p. 178). Un esfuerzo de restauración del rito dominicano proviene de la Fraternidad de San Vicente Ferrer, fundada en Francia en 1979 y regularizada por la Pontificia Comisión Ecclesia Dei en 1988 (p. 190).

Hoy en día, entonces, con la disciplina litúrgica establecida por Benedicto XVI, los padres carmelitas pueden celebrar con tres misales distintos: el propio de su orden, el misal romano de 1962 o el misal romano reformado, y los dominicos pueden hacerlo con su misal propio, tanto el de 1933 vigente en 1962 como aquel reformado (sólo con permiso), o bien con cualquiera de los dos misales romanos (pp. 179 y 389).

Nada dice el autor sobre el rito propio de los cartujos, reformado en 1981. Salvo algunos nuevos elementos, este misal se corresponde con el rito de Grenoble del siglo XII más algunas añadiduras provenientes de otras fuentes.  Entre sus diferencias se cuenta que el diácono prepara las ofrendas mientras se canta la Epístola, que el preste lava sus manos dos veces durante el ofertorio, que la plegaria eucarística se recita con los brazos abiertos en forma de cruz salvo cuando es necesario utilizar las manos para alguna acción específica, y que no existe bendición al final de la Misa. Tampoco hay mención del rito premostratense, pero sí una referencia a aquel de la Orden Cisterciense, a la cual la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos confirmó en 1971 el mantenimiento ad libitum de algunas de sus particularidades, por ejemplo, la inclinación profunda en lugar de la genuflexión (pp. 190-191). En 2008, el propio Benedicto XVI concedió a la abadía alemana de Mariawald (diócesis de Aquisgrán) el privilegio del completo retorno al uso de Monte Cistello, aprobado por la Santa Sede entre 1963 y 1964, como un paso intermedio previo a las reformas posconciliares (pp. 191-192).



[1] El 23 de marzo de 2008, el propio Benedicto XVI hizo uso de esta facultad, a través de su vicario para la ciudad de Roma, respecto de la Iglesia de la Santísima Trinidad de los Peregrinos confiada desde entonces a la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro como parroquia personal.

[2] Véase sus actas en Nuara, V. (ed.), Il Motu proprio «Summorum Pontificum» di S.S. Benedetto XVI,  III: Una speranza per tutta la Chiesa, Verona, Fede & Cultura, 2013.

[3] Barreiro Carámbula, I., «Derecho natural y Derecho de la Iglesia», en Ayuso Torres, M. (ed.), Utrumque ius. Derecho, derecho natural y derecho canónico, Madrid, Marcial Pons, 2015, p. 73.

[4] Véase, por ejemplo, del Portillo Díez de Sollano, Á., Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona, EUNSA, 3ª ed., 1991, pp. 151-152.

[5] Barreiro Carámbula, «Derecho natural y Derecho de la Iglesia», cit., p. 73.

[6] La fórmula de fe de la Iglesia distingue tres niveles: (i) las verdades de fe divina y católica contenidas en la Revelación y propuestas por el Magisterio de forma definitiva; (ii) las verdades que la Iglesia propone de modo definitivo como acto magisterial; y (iii) las otras verdades que, pese a pertenecer al patrimonio de la fe, no alcanzan los anteriores grados de convicción (cánones 749, 750 y 752 CIC).

[7] De Paolis, V., «Los divorciados vueltos a casar y los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia», en Dodaro, R. (ed.), Permanecer en la Verdad de Cristo. Matrimonio y comunión en la Iglesia católica, trad. española, Madrid, Cristiandad, 2014, p. 221.

[8] «Communione, comunitá e disciplina. Documento pastorale dell’Episcopato italiano», en Notiziario della Conferenza Episcopale Italiana 1 (1989), núm. 3, p. 4.

[9] Véase una referencia a la formación histórica de ambos ritos en Righetti, Historia de la liturgia, I, cit., núm. 104-105 (pp. 302-315) y 111-115 (pp. 328-343).

[10] Cabe recordar que el Concilio Vaticano II dispuso: «Fieles a la mente de la Iglesia, [los religiosos] celebren la sagrada Liturgia y, principalmente, el sacrosanto Misterio de la Eucaristía no sólo con los labios, sino también con el corazón, y sacien su vida espiritual en esta fuente inagotable» (Decreto Perfectae caritatis, núm. 6). Esto significa que vivir la Santa Misa y los demás sacramentos conforme a los venerables ritos propios, es una forma de profundizar en el carisma de la propia orden.

[11] Desde los inicios de su historia, el Carmelo recibió como propia la liturgia de la Iglesia de Jerusalén. Al pasar a Europa la llevó consigo y la conservó, con bastantes sacrificios, hasta la década de 1970. Ella estaba basada en el Ordinale compuesto por Siberto de Beka (1260-1332), que comportó el ceremonial litúrgico de la orden desde el Capítulo general de Londres de 1312.


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Actualización [14 de marzo de 2017]: El sitio Acción litúrgica ha publicado dos respuestas recientes de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei referidas a la intepretación de la facultad concedida por el motu proprio Summorum Pontificum para que cualquier sacerdote pueda decir la Santa Misa según los libros anteriores a la reforma litúrgica sin necesidad de contar con ningún permiso especial.

Actualización [10 de abril de 2017]: El pasado 5 de abril, la Pontificia Comisión Ecclesia Dei ha publicado un decreto relativo a la posibilidad de celebrar lícita y libremente el próximo 13 de mayo la Misa Votiva del Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María como Misa Votiva de Segunda Clase con ocasión del centenario de la primera aparición de Fátima (véase aquí el texto de este decreto). 

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