Les ofrecemos hoy la primera parte de un estudio preparado por el Profesor Augusto Merino Medina sobre la Plegaria eucarística II. Ella, así como las otras dos plegarias eucarísticas más comunes (III y IV), fue introducida por un decreto de la Congregación de Ritos el 23 de mayo de 1968, el que también determinó que las nuevas anáforas del rito romano podían utilizarse a partir del 15 de agosto de ese mismo año junto con el Canon Romano (desde entonces Plegaria eucarística I), único hasta entonces. El mismo día fue publicado el documento “Normas sobre el uso de Plegarias eucarísticas I-IV”, donde se preveía que, debido a sus características distintivas, la Plegaria eucarística II se adapta mejor a los días de semana o a ocasiones especiales (cfr. OGMR 365). De igual forma, la Congregación de Ritos publicó una carta sobre la catequesis de las nuevas plegarias para la instrucción de los fieles (véase su texto aquí).
Sacerdote español celebrando su primera Misa (1968)
Así viene descrita la Plegaría eucarística II por la Comisión Nacional de Liturgia (CONALI) dependiente de la Conferencia Episcopal de Chile: "Asume como su fuente directa la anáfora de la “Tradición Apostólica” [de San] Hipólito (S. III). Comenzó a utilizarse en el año 1968. Son sus características la brevedad y la sencillez, tanto en su estilo como en sus conceptos. Resume muy sintéticamente la teología de la Eucaristía: su celebración es memoria de la Pascua, centro recapitulador del acontecimiento Cristo. Tiene prefacio propio que forma parte de su estructura, pero puede ser sustituido por un prefacio análogo que exprese de una manera concisa el misterio de la salvación" (véase la fuente aquí).
***
La Plegaria eucarística II (primera parte)
Augusto Merino Medina
El
fiel corriente, que asiste a las Misas Novus Ordo en Chile, probablemente
crea que la Plegaria eucarística II es el único texto invariable del
Ordinario de la Misa, pues así de exclusiva ha llegado a ser su recitación. Probablemente,
también, se lo haya aprendido de memoria. Es posible, con todo, que, en alguna
ocasión, haya oído la recitación de la Plegaria eucarística III o de la Plegaria eucarística IV, pero quizá crea que debe atribuir a la idiosincrasia
del celebrante específico que le ha tocado ese día semejante alejamiento de
aquello a que está acostumbrado. El Canon Romano, por su parte, no es
recitado prácticamente jamás, salvo en raras ocasiones, como alguna especial solemnidad
del calendario, en ciertas parroquias de cura o feligresía “elitistas”.
Personalmente, en la parroquia de ciudad pequeña adonde suelo ir a Misa, el
cura que, a juzgar por su edad, ha de haberlo leído cotidianamente en su juventud
y en latín, recita de vez en cuando el Canon Romano –en castellano,
naturalmente-, pero tomando de él lo que ese día le parece interesante,
abreviando por aquí, “resumiendo” por allá, saltándose, a veces, hasta la mitad
de las oraciones.
En
algunas oportunidades he preguntado a los sacerdotes por qué esta preferencia
por la Plegaria eucarística II, y la respuesta, por lo general, ha sido “porque
es más breve”. Ello les permite acortar la Misa a fin de retener a los fieles,
nunca muy dispuestos a invertir en ella más de 45 minutos de su día domingo. No
siempre, en cambio, se abrevia la prédica, con el resultado entonces de que el
sermón es más largo que la parte sacrificial de la Misa, cosa que no incomoda
ni a celebrante ni a fieles, ignorantes todos por igual de que la Misa es, en
su esencia misma, un sacrificio.
El Cardenal Raúl Silva Henríquez, Arzobispo de Santiago de Chile, celebra Misa en la Capilla del Colegio de La Salle
Sin
embargo, la pobreza de contenido de la Plegaria eucarística II y su omisión
de toda referencia a esta idea de “sacrificio” o a otras que han sido
esenciales en el ritual de la Misa desde hace no menos de 1600 años, la
constituyen en una piedra de toque de todo lo que se puede decir sobre la
devastación litúrgica llevada a cabo desde 1969 en adelante, no por obra
principalmente del Concilio Vaticano II (aunque éste, por cierto, no escapa
indemne de toda responsabilidad) sino de quienes lo traicionaron al poner en
práctica sus directivas, y de quienes se han abandonado a toda clase de
corruptelas y abusos en la liturgia católica, tanto sacerdotes como obispos.
Un
análisis teológico de esta Plegaria eucarística II, aun somero, revelaría cuán
profunda ha sido la corrupción de la liturgia católica por los factores recién
señalados. Pero nuestro propósito aquí es, solamente, referir algo de su
historia, que es de por sí suficientemente impactante.
I.
La supuesta antigüedad de la Plegaria eucarística II.
Se
suele oír que, aun siendo muy breve, lo que recomienda a esta plegaria es su
venerabilísima antigüedad. Esto trae a la imaginación a los primeros cristianos
y sus celebraciones, tan cercanas en el tiempo a los mismos Apóstoles. Y su
brevedad ilustra, supuestamente, dicha antigüedad, puesto que se suele tener la
impresión de que siempre todas las cosas, en sus inicios, son más simples y
pequeñas que lo que llegan a ser posteriormente. Lo que resulta paradojal es
que los reformadores del siglo XX, es decir, los miembros del Consilium[1], aduzcan,
como mérito de esta plegaria, su supuesta antigüedad, luego de haber rechazado,
precisamente por su antigüedad y su consiguiente pérdida de significado para
los hombres modernos, riquísimos y aun fundamentales elementos del rito de la
Misa. En verdad, lo que ocurre es que los reformadores se dejaron infectar por
el “arqueologismo”, que condena con tanta razón el Siervo de Dios Pío XII en el
núm. 60 de su magnífica encíclica Mediator Dei (1947).
1. La figura de San Hipólito.
Esta
“plegaria eucarística” ha sido asociada al nombre de San Hipólito ya desde
antes del Concilio Vaticano II.
San Hipólito es un personaje del cual se sabe
poco, y el cual resulta confuso por las contradictorias noticias históricas -y
además solamente fragmentarias- que de él nos han llegado. Por ejemplo, el
historiador Eusebio de Cesarea (c. 263-339) y San Jerónimo (347-420) nos
transmiten unas listas de obras (que no coinciden entre sí) de un Hipólito,
“obispo” de una Iglesia cuyo nombre desconocen. San Jerónimo agrega que la
homilía de Hipólito “sobre la alabanza del Salvador” fue pronunciada en
presencia de Orígenes, durante la visita de éste a Roma, que se puede datar
hacia 222. Algunos autores griegos posteriores, como Eustratos de
Constantinopla y el autor de De Sectis,
afirman que Hipólito fue un “obispo de Roma” y mártir. El Catálogo Liberiano (354) de los obispos de Roma informa que un
presbítero de nombre Hipólito fue deportado en 235 a Cerdeña, junto con el Papa
Ponciano (230-235). La Depositio Martyrum,
anexa a dicho Catálogo, menciona los
idus de Agosto como la fecha de la depositio
de Hipólito en la vía Tiburtina y de la de Ponciano en el cementerio de
Calixto. Dos inscripciones de Dámaso, en el cementerio llamado de Hipólito
(cerca de la basílica de San Lorenzo, en la vía Tiburtina) y un poema de Prudencio (348-413) cuentan
que el presbítero Hipólito, que había adherido inicialmente al cisma de
Novaciano (+258), volvió posteriormente a la Iglesia durante una persecución.
En fin, la obra impropiamente denominada Philosophoumena
(ca. 220), atribuida a un Hipólito, es, en una parte, una violenta polémica del
autor contra el Papa Ceferino (199-217) y después contra el Papa Calixto
(217-222).
San Hipólito Mártir
La
combinación de estos fragmentos ha permitido llegar a la siguiente
reconstitución hipotética. Hipólito fue un presbítero romano, erudito exégeta y
teólogo. Debido a posiciones doctrinales contrarias y a rencores personales, se
enfrentó al Papa Ceferino y luego al Papa Calixto. Cuando Calixto fue elevado
al Papado, Hipólito, decepcionado por no haber sido él nombrado obispo de Roma,
encabezó un cisma, convirtiéndose en el primer antipapa. Luego, durante la
persecución de Maximino el Tracio (que reinó de 235 a 238), fue exiliado a
Cerdeña, la “isla de la muerte” (insula
nociva), junto con el Papa Ponciano (230-235), con quien se reconcilió
antes de que éste muriera en el exilio (235). El Papa Fabián (236-250) hizo
traer los restos de Hipólito a Roma un 13 de Agosto, fecha que coincide con lo
que dice la Depositio Martyrum.
Esta
reconstrucción es una mera hipótesis, que ha sido atacada por diversos autores,
como el P. Nautin (Hyppolite et Jossipe,
Paris, 1947). Si se compara las obras de Hipólito, listadas por Eusebio y San
Jerónimo, con las que se consignan en una estatua que representaría
supuestamente a Hipólito, descubierta en el cementerio Tiburtino en 1551, y que
parece datar del emperador Alejandro (222-235), se advierte que todas ellas
coinciden en parte; pero el P. Nautin afirma que se trata de dos Hipólitos
diferentes. Uno, llamado propiamente Hipólito, sería un escritor oriental del
siglo III, confundido posteriormente con un mártir romano del mismo nombre, y el
otro, al cual el P. Nautin llama Josipo, sería un presbítero romano que habría
vivido durante los pontificados de Ceferino y Calixto, y sería el autor de un
“Canon pascual”, de un tratado contra las herejías (aparentemente el Philosophoumena mencionado
anteriormente) y de otras obras más. Esta hipótesis del P. Nautin ha sido, a su
vez, atacada por varios autores, entre ellos Dom Botte, a quien nos referiremos
a continuación. La cuestión, hasta el día de hoy, está lejos de apaciguarse.
Este es,
pues, el oscuro autor de un texto, incluido en lo que Dom Botte denominó
“Tradición Apostólica”, que sería el directo antecesor de la “Plegaria
eucarística II”. Veamos ahora qué se sabe de dicha “Tradición Apostólica” y del
texto en cuestión.
2. La
“Tradición Apostólica”.
A fines del
siglo XIX “Tradición Apostólica” no era más que una expresión inscrita en el
zócalo de la estatua del cementerio tiburtino, antes mencionada.
Uno de los
primeros autores que postularon la idea de que existe una “Tradición
apostólica” y que ella proviene de Hipólito (o San Hipólito), es el benedictino
Dom Bernard Botte (1893-1980), de la abadía de Mont-César en Lovaina, especialista
en filología y en textos orientales, quien fue experto en el Consilium dirigido
por Mons. Anníbale Bugnini.
Ahora bien, no
es que Dom Botte haya descubierto un texto con el nombre de “Tradición
apostólica” derivada de Hipólito. Lo que este benedictino hizo fue realizar una
síntesis de textos litúrgicos y teológicos de origen egipcio, etíope y sirio,
escritos, algunos de ellos, en griego, otros en latín, otros en árabe y otras
lenguas y dialectos, provenientes algunos del siglo IV y otros del siglo V y de
otras épocas. A partir de una verdadera maraña de textos y fragmentos, Dom
Botte creyó poder identificar una “Tradición apostólica”, que contiene el
“Canon de Hipólito”, y que publicó con el título La tradition apostolique (Paris, Editions du Cerf, 1946, collection “Sources chrétiennes”). La supuesta
anáfora de Hipólito, mencionada en esa publicación, coincide con una usada por
la liturgia etíope hasta hoy. Posteriormente, en 1963, se publicó nuevamente el
estudio de Dom Botte, ahora con el título, más circunspecto y menos asertivo, de La tradition apostolique de Saint Hyppolite. Essai de reconstitution (Liturgiewissenchaftliche Quellen und Forschungen, Heft 39, Münster, Westfalen,
Aschendorffsche Verlagsbuchhandlung). Desde 1963 hasta
comienzos del siglo XXI, las cuestiones planteadas por Dom Botte han seguido
siendo vivamente discutidas por los peritos, tanto en lo que se refiere al contenido
de los textos como a su traducción e interpretación.
3. La
“anáfora de San Hipólito” y la actual “plegaria eucarística II”.
Después de
expuestos, muy resumidamente, los controvertidos argumentos, en un sentido y en
otro, acerca de la hipotética “Tradición apostólica”, vale la pena reproducir
la anáfora atribuida a Hipólito (o San Hipólito) [a] que, según opinión común en la
actualidad, sirve de inspiración a la actual Plegaria eucarística II [b].
(a) El texto
de la “anáfora de San Hipólito”.
Según su reconstrucción habitual, la anáfora de San Hipólito tiene la siguiente redacción:
Según su reconstrucción habitual, la anáfora de San Hipólito tiene la siguiente redacción:
El Señor esté con vosotros.
Y contigo.
Levantemos los corazones.
Los tenemos en el Señor.
Demos gracias al Señor, Dios nuestro.
Es cosa digna y justa.
Gracias te damos, ¡oh Dios! Por medio de
vuestro amado Hijo Jesucristo, a quien nos enviasteis en estos últimos tiempos
como Salvador, Redentor y Nuncio de vuestra voluntad, el cual es vuestro Verbo
inseparable, por quien Vos hicisteis todas las cosas, y en quien pusisteis
vuestras complacencias. Lo enviasteis del Cielo al seno de una Virgen, donde
tomó carne por obra del Espíritu Santo, nació de la Virgen y se reveló como
vuestro Hijo. Él cumplió vuestra voluntad y os conquistó un pueblo santo; y
para librar del castigo a los que en Vos creyeron, extendió los brazos al
padecer. El cual, al salir espontáneamente al encuentro de su Pasión, a fin de
desatar los lazos de la muerte y de romper las cadenas del diablo, de aplastar
al infierno, de llevar luz a los justos, de dar el último complemento a la
creación y de revelar el misterio de la Resurrección, tomando el pan y dándoos
gracias dijo:
Tomad y comed: ESTO ES MI CUERPO, QUE POR
VOSOTROS SERÁ QUEBRANTADO.
Del mismo modo, tomó el cáliz diciendo:
ESTA ES MI SANGRE, QUE POR VOSOTROS ES
DERRAMADA.
Cuando esto hiciereis, hacedlo en memoria mía.
Cuando esto hiciereis, hacedlo en memoria mía.
Acordándonos, pues, de su muerte y resurrección,
os ofrecemos el pan y el cáliz, dándoos gracias por habernos hecho dignos de
estar en vuestra presencia y de servir. Os rogamos, pues, que enviéis vuestro
Espíritu Santo sobre la oblación de la Santa Iglesia. Reuniéndolos como en un
solo cuerpo, conceded a todos vuestros santos que sean confirmados en la fe
verdadera, a fin de que os alabemos y glorifiquemos por medio de vuestro Hijo
Jesucristo, por el cual es dada gloria a Vos, Padre, Hijo con el Espíritu
Santo, en vuestra Santa Iglesia ahora y por los siglos de los siglos. Amén.
(b) El texto de la actual “plegaria eucarística II:
Ahora bien, es interesante tener presente aquí el texto de la “plegaria eucarística II”, de uso predominante, como contraposición (se usa la traducción española, que conserva la segunda persona del plural y no la redacción aprobada por la Conferencia Episcopal Chilena):
El Señor esté con vosotros.
Y con tu espíritu.
Levantemos el corazón.
Lo tenemos levantado hacia el Señor.
Demos gracias al Señor, nuestro Dios.
Es justo y necesario.
En verdad es justo y necesario, es nuestro
deber y salvación darte gracias, Padre santo,
siempre y en todo lugar, por Jesucristo,
tu Hijo amado. Por él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo
enviaste para que, hecho hombre por obra del Espíritu Santo
y nacido de María, la Virgen, fuera
nuestro Salvador y Redentor. Él, en cumplimiento de tu voluntad, para destruir
la muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos en la cruz, y así
adquirió para ti un pueblo santo. Por eso, con los ángeles y los santos, proclamamos
tu gloria, diciendo:
Santo, Santo, Santo es el Señor,
Dios del Universo.
Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.
Hosanna en el cielo.
Bendito el que viene en nombre del Señor.
Hosanna en el cielo.
Santo eres en verdad, Señor, fuente de
toda santidad; por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de
tu Espíritu, de manera que sean para nosotros el Cuerpo y la Sangre de
Jesucristo, nuestro Señor. Él mismo, cuando iba a ser entregado a su Pasión,
voluntariamente aceptada, tomó pan,
dándote gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:
"TOMAD Y COMED TODOS DE ÉL, PORQUE
ESTO ES MI CUERPO, QUE SERÁ ENTREGADO POR VOSOTROS".
Del mismo modo, acabada la cena, tomó el
cáliz, y, dándote gracias de nuevo, lo pasó a sus discípulos diciendo:
"TOMAD Y BEBED TODOS DE ÉL, PORQUE
ÉSTE ES EL CÁLIZ DE MI SANGRE,
SANGRE DE LA ALIANZA NUEVA Y ETERNA, QUE
SERÁ DERRAMADA POR VOSOTROS Y POR TODOS LOS HOMBRES[2] PARA
EL PERDÓN DE LOS PECADOS.
HACED ESTO EN CONMEMORACIÓN MÍA".
Éste es el Sacramento de nuestra fe.
Anunciamos tu muerte, proclamamos tu
resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!
Así, Padre, al celebrar ahora el memorial de
la muerte y resurrección de tu Hijo,
te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de
salvación, y te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu
presencia. Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad
a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo.
Acuérdate, Señor, de tu Iglesia extendida
por toda la tierra; y con el Papa N., con
nuestro Obispo N. y todos los pastores que cuidan de tu pueblo, llévala
a su perfección por la caridad.
Acuérdate también de nuestros hermanos que
se durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto
en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro. Ten piedad de
todos nosotros para que merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida
eterna y cantar tus alabanzas, en comunión con María, la Virgen Madre de Dios, los
apóstoles, y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos.
Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios
Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria por los siglos de
los siglos.
Amén”.
No
es el momento de entrar en un análisis detallado y comparado de ambas
plegarias, pues nuestro objetivo es solamente referirnos a cuestiones
históricas, pero vale la pena destacar que, en la actual Plegaria eucarística
II, se ha suprimido toda referencia a las “cadenas del diablo” y al “infierno”,
realidades que han sido notoriamente desenfatizadas en la liturgia posterior al
Concilio Vaticano II, para no decir nada de lo que ocurre, en este aspecto, en
la catequesis que hoy predomina en la Iglesia.
[1] El Consilium ad Exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia fue
creado por Pablo VI mediante el motu proprio Sacram Liturgiam, de 25 de enero
de 1964, con la finalidad de materializar las reformas que habían aprobado los
Padres Conciliares en la Constitución Sacrosanctum Concilium, de 4 de diciembre de 1963.
[2] La frase “y por todos los hombres” ha sido sustituida
posteriormente por “y por muchos” a través del decreto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos dado el 17 de octubre de 2006, que daba dos años a las conferencias episcopales para adecuar las traducciones del ordinario de la Misa a las respectivas lenguas vernáculas.
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