miércoles, 8 de enero de 2020

A propósito de la inserción de San José en el Canon Romano

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del polifacético Dr. Peter Kwasniewski, bien conocido de los lectores de esta bitácora, que versa sobre la inserción de San José en el Canon Romano. Es sabido que esa decisión fue adoptada por San Juan XIII en 1962, aunque contaba con una larga historia detrás. Posteriormente, en 2013 el papa Francisco hizo extensiva esa inclusión a todas las demás plegarias eucarísticas del Misal romano reformado (véase aquí el decreto). Para el autor esto tiene consecuencias, porque es un paso más para dar la sensación entre los fieles que la liturgia no es algo que se ha recibido, sino que se puede moldear según los gustos o la piedad de la época. Se trata, por lo demás, de una idea que ya habían expresado antes otros autores (véase, por ejemplo, aquí). 

El Dr. Peter Kwasniewski

A propósito de este artículo, viene al recuerdo la alegría que ese cambio en el Canon Romano produjo en San Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975), y que fue contada por él mismo en una de sus homilías ("En el taller de José") recogidas en Es Cristo que pasa

Cuando en su discurso de clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el pasado 8 de diciembre, el Santo Padre Juan XXIII anunció que en el canon de la Misa se haría mención del nombre de San José, una altísima personalidad eclesiástica me llamó en seguida por teléfono para decirme: Rallegramenti! ¡Felicidades!: al escuchar ese anuncio pensé en seguida en usted, en la alegría que le habría producido. Y así era: porque en la asamblea conciliar, que representa a la Iglesia entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso valor sobrenatural de la vida de San José, el valor de una vida sencilla de trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad.

El artículo que ahora reproducimos fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan el artículo original. 

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Notas sobre la inserción del nombre de San José en el Canon Romano

Peter Kwasniewski

Los católicos tradicionalistas ponen gran énfasis en el Canon Romano como elemento esencial del rito romano, como algo que forma parte de su definición misma. Cuando el Canon Romano aparece como anáfora específica y necesaria, con seguridad estamos en presencia de uno de los ritos occidentales o latinos de la Iglesia. Si lo que tenemos al frente es el rito romano, siempre estaremos frente al Canon Romano. Si este Canon no está presente o si es una mera opción, puede que se tenga una Misa válida (supuesto que se reúnan las demás condiciones), pero ni de lejos tendremos rito romano, como quiera que se lo defina.

Supuesta esta premisa, hay muchos que se preguntan sobre la inserción que, en 1962, Juan XXIII hizo del nombre de San José en el Canon Romano. El trasfondo de la historia está suficientemente explicado por el P. Joseph Komonchak en este artículo de Commonweal, en el que una cita del diario de Yves Congar proporciona una clara pista acerca de la mentalidad de los progresistas. En su bitácora del Concilio, Xavier Rynne da más antecedentes sobre los entretelones de la inesperada y unilateral decisión de Juan XXIII. Se puede encontrar aquí. La inserción en el texto del Canon está en negrita:

“Communicantes, et memoriam venerantes, in primis gloriosae semper Virginis Mariae, Genitricis Dei et Domini nostro Iesu Christi: sed et beati Joseph, eiusdem Virginis Sponsi, et beatorum Apostolorum ac Martyrum tuorum, Petri et Pauli, Andreæ, Iacobi, Ioannis, Thomæ, Iacobi, Philippi, Bartholomæi, Matthæi, Simonis et Thaddæi: Lini, Cleti, Clementis, Xysti, Cornelii, Cypriani, Laurentii, Chrysogoni, Ioannis et Pauli, Cosmæ et Damiani et omnium Sanctorum tuorum; quorum meritis precibusque concedas, ut in omnibus protectionis tuæ muniamur auxilio. Per eundem Christum Dominum nostrum. Amen”.

Es difícil, a estas alturas, argumentar que el nombre de San José no debiera haberse insertado en el Canon. En su momento, ello fue visto por los progresistas como una importante ruptura en el edificio de la Tradición y como un signo de que “¡tomad nota, cualquier cosa puede cambiarse, con tal de que el Papa lo diga!”. En resumen: contribuyó al creciente hiperpapismo que permitió a Pío X, Pío XII y Pablo VI hacer profundos y radicales cambios en formas litúrgicas heredadas que habían durado 500, 1000 e incluso 1500 años, y alentó a los futuros miembros del Consilium a perder el miedo a la magnitud y detallismo de sus proyectos de reforma[1].



Que nadie interprete mal lo que estoy diciendo. Amo a San José y le rezo todos los días. No sólo no es en absoluto un error la veneración pública que se le da, sino que sería un error no venerarlo públicamente. El problema es, sin embargo, el de tratar de conformar el Canon a los entusiasmos del momento. San José, en 1400 años, no fue nunca mencionado en ésta, la más solemne de las oraciones, y no se puede decir que el Espíritu Santo, por querer o, al menos, permitir esta “lacuna”, haya tenido la intención de faltarle al respeto o de restarle honor al padre putativo de Jesús. Lo que sí se puede sugerir es que, más de acuerdo con la santidad oculta de San José, quiso que fuera una luz que va apareciendo gradualmente desde de las constelaciones de santos más famosos. Cuando lo lanzamos en paracaídas al Canon no hacemos otra cosa que permitir que nuestras preferencias devotas moldeen las oraciones centrales de nuestra herencia litúrgica (Juan XXIII fue conocido por su gran devoción personal a San José, cuyo nombre llevaba también; nombre que todavía está entre los más populares de Italia)[2].

Considérese estas agudas reflexiones del liturgista Bernard Botte en la década de 1950:

“Debiéramos agradecer a quienes vivieron en la Edad Media el haber preservado el Canon en toda su pureza y el haber impedido que sus efusiones personales o sus ideas teológicas entraran en él. Imagínese la absoluta confusión que tendríamos hoy si cada generación se hubiera permitido rehacer el Canon de acuerdo con sus controversias teológicas o con sus noveles formas de piedad. Sólo nos queda esperar que se prolongue la imitación del buen sentido de aquella gente, que poseía sus ideas teológicas propias, pero que comprendió que el Canon no era un campo de juego de su propiedad. A sus ojos, el Canon era la expresión de una venerable tradición y consideró que no podía tocárselo sin abrir con ello la puerta a todo tipo de abusos[3].

Para quienes deseen leer más sobre este tema, recomiendo (aunque no lo suscriba a ojos cerrados) el artículo de Carol Byrne intitulado “St Joseph in the Canon: An Innovation to Break Tradition” (“San José en el Canon: una innovación que rompe la Tradición”)[4]. El ya fallecido P. Carota observaba

“Aunque se añadió al Misal romano diversas lecturas y fiestas de santos, no se cambió jamás las palabras exactas del Canon romano desde la ligera modificación hecha por San Gregorio Magno en el año 600 d.C., cuando éste le añadió unas pocas palabras. El Canon romano permaneció inalterado durante 1362 años, y no se cambió en él absolutamente nada hasta 1962, cuando Juan XXIII permitió que se le añadiera el nombre de San José. Aunque San José es un santo tan maravillosamente poderoso para la Iglesia Católica, ésta preservó cuidadosamente la integridad del Canon de toda innovación. En 1815 se reunió cientos de miles de firmas de clero y laicos pidiendo que se insertara su nombre en el Canon, pero la Iglesia no se atrevió a cambiarlo”.

El P. Carota va aquí más allá de lo que, en rigor, es históricamente verdadero. No sabemos con certeza si la redacción final del Canon fue obra de San Gregorio, aunque es muy posible que haya sido así; sabemos que se introdujo algunas variantes menores en algunas partes después de su muerte, por ejemplo, los Hanc igitur variables, y algunos santos locales fueron a veces agregados a las listas de santos[5]. Pero una cosa es una práctica devota local y, otra, una imposición universal hecha por el Papa.  

Además, desde un punto de vista estrictamente litúrgico, cabe preguntarse en qué parte del Canon queda mejor ubicado el nombre de San José, si ha de incluírselo en él. El Communicantes no es el lugar ideal para ponerlo, dado que los 24 nombres (12 apóstoles y 12 mártires) fueran claramente elegidos para evocar a los 24 ancianos del capítulo 4 del Apocalipsis. Por otra parte, el Nobis quoque tiene 15 nombres (8 varones y 7 mujeres), número que no tiene ningún claro valor simbólico. Si se hubiera añadido el nombre de San José después del de San Juan el Bautista, no se hubiera causado ninguna perturbación importante, y el último Patriarca del Antiguo Testamento figuraría al lado del último Profeta, lo cual es una solución muy sensata.

Cuando el P. Carota dice “la Iglesia no se atrevió a cambiar [el Canon]”, hace alusión a una leyenda popular, cuya fuente no he logrado todavía identificar (no me sorprendería que, como sucede frecuentemente con los casos legendarios, tuviera como base una historia real). Cuando se le hizo presente a Pío IX el apoyo en favor de insertar el nombre de José, se dice que respondió: “No puedo hacerlo; yo sólo soy el Papa”. ¡Ojalá que todos los sucesores de San Gregorio Magno, incluyendo los de nuestro tiempo, hubieran mantenido esta actitud de sobria humildad y religioso respeto!

Actualmente, con la reevaluación que se está haciendo de tantos cambios insensatos hechos en el siglo XX, hay quienes se preguntan si valdría o no la pena procurar la omisión del nombre de San José, de modo que el Canon fuera restituido a su forma perfecta, puesto que, como se dijo hace un momento, la introducción de un nombre adicional arruina el cuidadoso diseño del Canon. Supuesta la magnitud de las otras decisiones con que se enfrenta el movimiento tradicionalista, como la restauración de la Semana Santa a su estado pre-1955, y dado el clima eclesiástico actual, pareciera que no es éste el momento para retomar este problema. La adición del nombre de San José es un fait accompli que se puede lamentar, pero no es necesario atribuirle el siniestro significado que le dieron los progresistas de la década de 1960 y le dan algunos tradicionalistas radicales de hoy día: lo que se puede hacer es, simplemente, aceptarlo como una de esas cosas que, por el momento, no se puede cambiar. Pero sería un candidato ideal para ser añadido a la lista de cambios restauradores que hay que hacer en un pontificado futuro, con el propósito de purificar el rito romano de los daños causados por el entrometimiento post-Segunda Guerra Mundial.



En este sentido podemos aprender la lección de los vaivenes de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei en relación con el Confiteor antes de la comunión. Dicha Comisión primero dijo: “No, esto no está en las rúbricas del Misal de 1962, por lo que no debería rezárselo”. Posteriormente hizo un guiño y declaró: “Bueno, dondequiera que sea una costumbre, puede conservárselo”. Pero cundió rápidamente el argumento, algo jesuítico: “Este Confiteor fue una costumbre universal en todas partes, y ahora que estamos retomando la Misa en latín en continuidad con el modo de celebrarse anterior a la necia temporada de la década de 1960, hay que retener también esta antigua costumbre. Por otra parte, en este aspecto sólo los legalistas puntillosos se preocupan de si hay o no un segundo Confiteor. En general, ya hemos dejado atrás esa etapa”. 

Y así estamos. Desearía que la intercesión de San José, milagroso carpintero, tuviera alguna intervención en este saludable espíritu restaurador.



[1] El Salterio romano reemplazado por Pío X tenía 1500 años de edad; algunos aspectos de la Semana Santa modificada por Pío XII tenían 1000 años; las oraciones al pie del altar habían estado en el Misal romano por alrededor de 500 años cuando Pablo VI las eliminó. Por cierto, se podría dar muchos otros ejemplos.

[2] Se cuenta la historia, posiblemente apócrifa, de que Roncalli quiso llamarse papa José, pero fue disuadido por los cardenales, ya que ese nombre no es tradicional. Pareciera que no hubo a la mano cardenales de ese temple en marzo de 2013.

[3] Botte, B., “Histoire des prières de l’ordinaire de la messe”, en Botte, B./Mohtmann, C. (eds.), L’ordinaire de la messe. Texte critique, traduction et études (París/Lovaina, CERF/Editions de l’Abbaye du Mont Cesar, 1953), p. 27.

[4] En cambio, el P. David Friel adopta una actitud relajada, irenista, en su artículo “Adding Joseph to the Eucharistic Prayers”.

[5] He aquí, por ejemplo, el folio 144r del Sacramentario de Gellone, que es del tipo gelasiano, y uno de los más antiguos que existen (fines del siglo VIII). Los nombres de los santos Hilario, Martín, Agustín, Gregorio, Jerónimo y Benito se han añadido al Communicantes. Se puede ver también que las palabras pro quibus tibi offerimus, que son una adición posterior, faltan en el Memento. El papa Benedicto XIV notó, ya en el siglo XVIII, que estas palabras faltaban en todos los manuscritos más antiguos del Canon de que se disponía en aquel tiempo.


2 comentarios:

  1. El análisis históricos del autor referido a la reforma del Breviario Romano por parte de San Pío X, es una repetición de lugares comunes sin fundamento real, como podrá comprobarse de la lectura, sencilla y rápida, de la Regla de San Benito (cap. XVIII), en la cual se autoriza a rezar los salmos inclusive en cualquier orden, siempre y cuando se haga en el curso de una semana, que es lo importante, lo determinante. Cuando san Pio X inició su reforma, había muchos Breviarios y muchos Psalterios (inclusive uno para cada Orden) y con muy distinta distribución y carga diaria. Si bien existía un "breviario romano", lejos estaba de ser universal y común a toda la Iglesia. Inclusive había varias versiones de los Salmos -algo que empeoró durante Pío XII, cuando se eligió la versión "masorética", judaizante, que se sigue usando hasta hoy en día, dejándose de lado la posibilidad de regresar a la versión más coincidente con los textos de los Evangelios, que es la de la Septuaginta. San Pío X no suprimió, modificó o inventó ningún salmo (como se hizo en la Reforma Litúrgica de Paulo VI, donde se inventaron "plegarias eucarísticas" y se suprimieron oraciones enteras de la Misa, como el Ofertorio), ni cambió los himnos tradicionales ni las inmemoriales antífonas, ni tampoco tocó la estructura interna de cada hora, ni los cánticos y las oraciones antiquísimas. Redistribuyó los salmos, eso sí, y punto, para evitar las repeticiones y permitir que se rezaran los 150 salmos en cada semana. Eso no es una "reforma litúrgica" revolucionaria sino seguramente lo contrario; pero sin embargo se ha vuelto un lugar común, tal cual he dicho, acusar al santo papa antimodernista de ser el precursor de estas prácticas. Quería dejarlo aclarado.

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    1. Muchas gracias por leernos y por su comentario, que ayuda a la debida contextualización de las reformas hechas a la liturgia romana.

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