El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 19, 41-47):
“En aquel tiempo, al llegar Jesús cerca de Jerusalén, mirando a la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Ah! ¡Si conocieses también tú, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede atraerte la paz! Mas ¡ahora está todo oculto a tus ojos! Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te circunvalarán, y te rodearán, y te estrecharán por todas partes, y te arrasarán con tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por no haber conocido el tiempo en que Dios te ha visitado. Y habiendo entrado en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y a los que compraban en él, diciéndoles: Escrito está: ¡Mi casa es casa de oración, y vosotros la tenéis convertida en cueva de ladrones! Y enseñaba todos los días en el Templo”.
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Al leer este texto es fácil acordarse de la situación actual de la Iglesia, que ignora qué es lo que puede atraerle, finalmente y después del Concilio Vaticano II, la paz; un Papa a cuyos ojos el verdadero bien de la Iglesia está oculto, por la propia mirada ideológica y la de quienes lo rodean; el templo transformado en una cueva de ladrones de la más alta jerarquía cardenalicia (esta semana que comienza va a ser sometido a juicio a un cardenal por gravísimos delitos económicos, y los prelados de todo el orbe que han cometido delitos sexuales son multitud); una turbamulta de feroces enemigos, capitaneados por la masonería, que no sólo la circunvalan y rodean y estrechan por todas partes, sino que ya han logrado traspasar los muros y atrincherarse en su interior, desde donde la carcomen con astucia. Si Jesús, que no lloraba con frecuencia, según los Evangelios, lloró sobre aquella Jerusalén de la que no había de quedar piedra sobre piedra, ¡cómo llorará sobre esta Ciudad suya, salida de su costado abierto por la lanza, viéndola en una situación tan atroz, enfrentada -según lo decía, paradojalmente, el Papa que fue uno de los demoledores- a un proceso de auto demolición (discurso de Pablo VI de 7 de diciembre de 1968; discurso de 29 de junio de 1972) en que no va quedando piedra sobre piedra!
Pero esta es una lectura, por decirlo así, exterior: aunque somos parte de Ella, la Iglesia está ahí, afuera de nosotros mismos, y si bien está también en nuestras manos, vela sobre Ella, finalmente, la decisiva y paternal Providencia de Dios que, al final, impedirá que la derrote el enemigo. Debemos, con todo, leer este texto como profético también de nuestra vida personal: tal como las profecías describen una situación que remite a otra, más grave y de carácter espiritual, así esta profecía sobre Jerusalén y, luego sobre la Iglesia, nos remite a nuestro interior.
Porque nosotros somos, como dice la Escritura, templos vivos de Dios (1 Cor 6, 19), en cuyo sagrado recinto hemos permitido que se instale el pecado y la corrupción. Si por ventura luchamos y limpiamos este templo, nos descuidamos luego de modo catastrófico por la “concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida” (1 Jn 2, 16); y los demonios, que habíamos expulsado por nuestro efímero arrepentimiento, se dan cuenta de que su antigua morada está ahora limpia y ordenada, y vuelven a ella, a nuestra alma, con más número y fuerza que antes, y quedamos en un estado peor que el primero (Mt 12, 45).
Estos son demonios que, según dice Jesús, sólo se expulsa mediante la oración y la penitencia (Mt 17, 21). Cosas ambas que escasean en nuestras vidas: la necesidad de orar “sin cesar” (1 Ts 5, 17) es algo que ha desaparecido de nuestra mente, engañada por una supuesta necesidad de actuar continuamente y de ser eficientes en ello. Y hacer penitencia (negarse a sí mismo en las sensualidades y otros pecados, mortificarse, que no es otra cosa que lograr matar a nuestro enemigo interior y tomar control de nosotros mismos) es, contra lo que dice Jesús (Lc 13, 3: “si no hacéis penitencia, todos por igual pereceréis”), considerado patológico, antinatural. Tanto se oculta la realidad a nuestros ojos, igual que sucedió con Jerusalén, que no vemos lo que ha de traernos la paz, ni vemos tampoco cuál es el tiempo que se nos ha dado. Vivimos esta vida como si hubiera de durar para siempre, como los necios mientras Noé construía el arca, o como los escribas y sacerdotes de Jerusalén a apenas unas cuantas décadas de la destrucción de la ciudad. ¿Cuántos católicos que hoy andan en los 30 ó 40 años se han dado cuenta (indicios al respecto les sobran) de que no ha de quedar de ellos piedra sobre piedra?
Fijémonos un poco más en eso que dice el Señor: “¡Si conocieses […] lo que ha de atraerte la paz!”. La paz es consecuencia de la justicia, y la justicia es producto del orden. Y el orden es el reinado de la ley de Dios: de esa ley que Él, el Creador, ha benignamente impuesto a toda la realidad, la visible y la invisible, para que sea armoniosa y produzca, como una orquesta cósmica, una espléndida música, una música perfecta porque está siempre sometida a orden y medida, que son la esencia misma de la música. Está a nuestra vista y a nuestro alcance el goce de la paz, sin el cual ningún otro goce es cabal, completo. Pero sólo si la buscamos. En la Creación, el mayor experto en goces es Dios, que la ha creado y ha creado los goces, para cuya preservación ha impuesta en ella la ley del orden y de la medida.
¡Qué menoscabado es el goce sin paz, sin sujeción a la ley del Creador, que sabe cuál es el goce perfecto que Él mismo ha concebido para cada una de sus creaturas! ¡Qué menoscabado, qué mezquino es el goce en el desorden del pecado, goce sin paz porque viola la ley musical de Dios Bondadoso! El animal goza en paz consigo mismo. Pero a nosotros, que somos libres, la paz no se nos da automáticamente, y se nos dice “Busca la paz y ve tras ella” (Sal 34, Vulg. 33, 15). Jerusalén no se dio cuenta del momento en que la visitaba Dios, del tiempo que se le había dado, y no supo atraerse la paz sometiéndose al orden querido por Dios. Y terminó destruida hasta el punto de que, al cabo de pocos años (tan pocos como el de una vida normal) no quedó de ella piedra sobre piedra.
La oración de hoy expresa magníficamente estas verdades: “Ábranse, Señor, los oídos de tu misericordia a las súplicas de los que te imploran, y para que les concedas lo que desean, haz que te pidan lo que te es grato conceder”.
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