Les ofrecemos hoy la segunda parte de una serie de dos entregas del Dr. Peter Kwasniewski referida a la necesidad de apartar los deseos del activismo para que la vida espiritual fructifique. La primera parte, que publicamos la semana pasada, puede verse en este enlace. El objetivo del autor es mostrar la prioridad que tiene la contemplación, de la cual debe nacer la verdadera fuerza del cristiano. El mensaje recuerda la enseñanza de San Rafael Arnaiz (1911-1938), conocido como el Hermano Rafael, quien dejó escrito: "¿Por qué se extraña el mundo de que unos hombres llenos de buena voluntad se dediquen a hincar sus rodillas y eleven su corazón a Dios? Los creen inútiles, los llaman egoístas, locos, y que están perdiendo su tiempo...; pero no es así, los hombres que se dedican a la oración son los únicos que saben aprovecharlo" (Saber esperar, núm. 719). Para este santo, la oración es lo único que impide a Dios barrer con la humanidad (Saber esperar, núm. 720). Por eso, hay que convertir el tiempo en gracia y plenitud, siguiendo el consejo de "velad y orad" (Mt 26, 41).
El artículo fue publicado por New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes provienen de la versión original.
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Liturgia como trabajo versus liturgia como ocio
(Segunda parte de una serie de dos, “Exorcizar el demonio del activismo”)
Peter Kwasniewski
La semana pasada escribí sobre la
tendencia de los cristianos modernos a priorizar la actividad -buenas obras,
trabajo social, en breve, la dimensión “horizontal”- por sobre la dimensión
“vertical” de la relación individual y colectiva con Dios y su Reino, tal como
la encontramos y cultivamos en la oración personal y litúrgica. Para nadie es
un secreto que lo que domina en nuestro mundo es la actitud pragmática y
utilitaria, que domina también, lamentablemente, en nuestra Iglesia. Es inusual
el pastor de almas que se toma a sí mismo en serio y, a continuación, enseña a
los demás, con su ejemplo y su palabra, que buscar la unión contemplativa con
Dios es, de modo absoluto, la primera prioridad en la vida de todos los hombres
que han existido y que existirán, y que ello significa dar a Dios lo mejor de
nuestro tiempo y de nuestros recursos. A veces pienso que el juicio final ha de
girar inicialmente en torno a la cuestión de por qué dimos a Dios tan poco de
nuestro tiempo, de nuestra atención y de nuestro amor cuando Él estuvo entre
nosotros en símbolos y en la Presencia Real, y que sólo después de que este
defecto fundamental haya sido detenidamente examinado, se llevará a cabo la aterradora
revisión de nuestros particulares pecados, ofensas y negligencias.
El heroico jesuita P. Willie Doyle, s.j. (1873-1917), que gastó su vida al servicio de sus hombres en el campo de batalla, durante la Primera Guerra Mundial, como bienamado y valiente capellán militar (y que, por tanto, no puede ser acusado de piadosas ensoñaciones), dijo una vez: “¿Ha pensado usted alguna vez en que cuando el Señor señaló las “mieses listas para la cosecha” no mandó a sus Apóstoles ir a recogerla, sino rezar?” (recordemos Mt 9, 37-38: “Entonces dijo a sus discípulos: La mies es mucha, y los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”).
La crítica que hizo el papa San Juan Pablo II al empobrecimiento de las relaciones personales en la sociedad materialista sugiere un impactante paralelo con la confusión de lo primario con lo secundario en la vida de la Iglesia: “El criterio de la dignidad de la personal -que exige respeto, generosidad y servicio- es reemplazado por el criterio de la eficiencia, de la funcionalidad y de la utilidad: los demás son considerados no por lo que “son” sino por lo que “tienen, y hacen, y producen” (Evangelium Vitae, núm. 23).
Los reformadores litúrgicos cometieron una torpeza análoga. El criterio de la dignidad litúrgica -que exige un profundo respeto por la tradición (prerrequisito para internalizar su sabiduría), una generosa auto-renuncia ante sus demandas de ascesis y de cumplimiento de las rúbricas, y un sincero servicio a los fieles al ofrecerles una continua formación-, fue reemplazado por los criterios activistas de eficiencia, funcionalidad y utilidad ad extra. Había que juzgar la liturgia no por lo que ella es, en su esencia misma, sino por sus externalidades, su facilidad en relación con nosotros, su satisfacción de nuestras necesidades no educadas, su satisfacción de nuestros deseos y, poniéndonos en el mejor de los casos, su estimulación de nuestras actividades apostólicas. La liturgia se transformó en una sociedad mutualista para el deísmo moralístico y terapéutico, con un toque católico decorativo.
Un ritual contemplativo, como el que la Iglesia ofreció a Dios antes de mediados de la década de 1960, no podrá jamás resistir las incesantes demandas del pragmático de producir resultados instantáneos o de producir “algo” continuamente. Todo esto se debe a un error fundamental: se toma el trabajo, más que el reposo, como el paradigma de lo que está en acto. Conviene que nos detengamos en este punto.
Aristóteles introdujo en la filosofía una de las distinciones más útiles que jamás se ha hecho, la diferencia entre “acto primero” y “acto segundo” (o, según algunas traducciones, actualidad primera y actualidad segunda). Podemos entender esta distinción, que no es lógica sino metafísica, considerando una serie de ejemplos tomados de la experiencia común e intuyendo qué es lo que tienen en común: por ejemplo, ser capaz de ver versus ver efectivamente; estar vivo pero dormido versus estar despierto; ser capaz de conocimiento intelectual o habitual versus entender efectivamente una esencia, algo que ocurre cuando el conocedor y lo conocido, sujeto y objeto, son uno y lo mismo. Esta última situación es “estar en pleno quehacer” (en el lenguaje de Joe Sachs, influido por Heidegger), pero, paradojalmente, no se trata de estar trabajando laboriosamente en algo, sino de permanecer activamente en posesión de una forma o de una perfección. La capacidad de trabajar está ordenada hacia el trabajar (lograr actualidad), pero el trabajo está ordenado hacia un cierto “descanso” (actualidad plenamente lograda). Lo que Abraham Maslow llama “un estado de flujo” es precisamente -a esto se refiere Aristóteles- este segundo acto/actualidad, en su cúspide.
La solemne liturgia pública de la Iglesia, aunque supone los esfuerzos conjuntos de diversas personas, es esencialmente esta última clase de trabajo: es estar “en situación de pleno trabajo” en la actualidad de Cristo, que Él comparte con nosotros como un desbordamiento, como una redundantia, del cielo, al que nos unimos como ramas u hojas que van flotando curso abajo más que como camiones que acarrean gravilla o aplanadoras que aplanan asfalto. No estamos haciendo un mundo mejor por el trabajo de nuestras manos, sino que estamos siendo rehechos a la imagen de Dios, que es acto puro.
El libro más conocido de Joseph Pieper se titula El ocio y la vida intelectual. Por “ocio” Pieper entiende lo que hacemos por razón de sí mismo, una vez que todas nuestras demás necesidades prácticas están satisfechas. El ocio no es relajo, que es un intervalo de inacción antes de reanudar nuestras acciones. Ni es tampoco exactamente lo mismo que recreación, que es entretenemos a nosotros mismos, o mutuamente unos con otros, de una manera más o menos dignificada. El ocio es la actividad refleja y contemplativa de gozarse en lo que es real, con toda la mente y el corazón, sin ningún otro negocio que nos urja o nos distraiga; es descansar con admiración y gratitud en la bondad de la creación y de su Creador; es aquello a que el hombre virtuoso se esfuerza por dar cabida, porque es la mejor de las actividades humanas y, de hecho, algo que es más que humano.
Ver la “liturgia como trabajo” y ver la “liturgia como ocio” son, pues, dos formas básicas de ver esta realidad. La primera es activista, la segunda, contemplativa; una está basada en el paradigma del compromiso y la producción, la otra en el paradigma de la receptividad, del abandono, del descanso. Los partidarios de la primera concepción se imaginan a sí mismos haciendo lo correcto, construyendo en la realidad un correcto estado de cosas, y piensan por ello que sus oponentes son “pasivos”, “observadores mudos”. Los partidarios de la segunda concepción se ven a sí mismos primariamente como contemplando y amando lo que es bello o noble de por sí, y consideran, por tanto, que un cierto tipo de pasividad es una virtud, y que la observación reposada es una forma de abrir el alma al poder de alguien que actúa para conformarla a Sí mismo. Como dice Andrew Louth, “participar contemplando le parece un defecto sólo a la atareada mente occidental” (The Study of Spirituality, p. 187).
El P. Ray Blake se pregunta “¿por qué los contemplativos con problemáticos?”, y responde:
“Parece que es debido a algo relacionado con la 'otreidad' de sus vidas […] sus valores no son los del mundo contemporáneo: tienden a permanecer quietos más que a salir a las periferias del pensamiento contemporáneo, stat crux dum volvitur orbis, lo que significa que no coinciden 'con el programa'. Hay algo relacionado con la trascendencia y otreidad de sus vidas que dice cosas importantes sobre Dios; que Él está por sobre nosotros y más allá de nosotros, que es incognoscible, inefable, lo cual quiere decir que está fuera del control de los Reyes y de los gobiernos, e incluso de los eclesiásticos. La guerra contra la liturgia que habla de lo trascendente del período post-conciliar usa los mismos argumentos (o la misma falta de ellos) que usan quienes tienen problemas con la vida contemplativa. La liturgia que es sólo culto, que no pretende enseñar, o construir la comunidad o “celebrar”, en el sentido contemporáneo del término, es igualmente incomprensible: está más acerca del esse [ser] que del agere [obrar]”.
En su hermosa obra Love and Truth: The Christian Path of Charity (pp. 225-226), Jean Borella analiza brillantemente la mentalidad que hay detrás de la supresión de la oración y de la liturgia por razón de “necesidades sociales”:
“Ser universal, este mandamiento [del amor] es, por definición, una premisa aplicada a todo hombre; pero su cumplimiento no requiere, para que sea perfecto y para que nosotros seamos perfectos, que lo apliquemos sucesivamente a cada uno de los hombres. Esta interpretación es la que está implicada, sin embargo, en el modo cómo nuestros contemporáneos se han intoxicado con una caridad cuantitativamente ilimitada. Además, ¿por qué limitar el alcance de este mandamiento a la humanidad? ¿Acaso el orden cósmico no incluye a toda la creación, y no ha mandado Cristo que se enseñe el Evangelio a toda creatura, no sólo al hombre? Por otra parte, siendo inagotables, por definición, la imperfección, la miseria y la injusticia, el trabajo de la justicia exige la totalidad de mi tiempo y, por tanto, la totalidad de mi vida.
Por consiguiente, todo lo que no es derechamente un trabajo individual o colectivo de justicia [es considerado] un pecado mortal. La oración y la liturgia, que requieren momentáneamente la totalidad del hombre y la cesación de toda otra actividad en beneficio de la colectividad, se convierten ellas mismas en pecados mortales. Porque para orar, necesitamos retirarnos del mundo. No somos nosotros lo que lo decimos, sino Cristo, y todo lo que necesitamos es señalar que el mandamiento de la oración viene inmediatamente después de aquel pasaje tan frecuentemente citado, como si el Evangelio hubiera querido adelantarse a los errores modernos de interpretación: 'Tú, cuando ores, entra en tu habitación y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará' (Mt 6, 6).
El hic et nunc [aquí y ahora] de nuestra situación existencial implica unidad de acción. No podemos hacer varias cosas al mismo tiempo. El acto de orar y la liturgia excluyen, concretamente, la acción social y viceversa. Si la caridad activa significa absorber la totalidad de la capacidad caritativa, todo lo que se le opone debiera ser eliminado. Y por eso pensamos que la concepción moderna conduce directa y lógicamente a la eliminación del culto litúrgico y de la vida espiritual, es decir, a la eliminación de la Iglesia y, en último término, del teísmo, porque su oposición, in concreto, es estrictamente inevitable”.
Ahora bien, lo que describe Borella puede estimarse como un “caso límite” que jamás se alcanzará en este mundo, a pesar de los efectos sumados del activismo, la indiferencia y la maldad en las altas esferas y las bajas. Sin embargo, la lógica que lleva a él deja detrás de sí una estela de destrucción, a cuya vera yacen las vocaciones perdidas o jamás renovadas de decenas de miles de religiosos contemplativos después del Concilio, un enorme vacío en el Cuerpo Místico en la tierra que ninguna campaña de caridad, ni ningún programa pastoral, ni ninguna reforma litúrgica podría jamás llenar. Habrá una restauración del dinamismo misionero de la Iglesia y de su trabajo, antes incomparable, de caridad en el mundo, el día y lugar en que se redescubra y se vuelva a abrazar la primacía de la contemplación y del auténtico ocio de la liturgia. De un modo maravilloso, ocurre que el camino para alcanzar esa meta tan deseada es la meta misma: oración y culto. Los medios y el fin coinciden, porque nuestro “pan de cada día” es, por excelencia, el Hacedor del pan y de la Vida que El mismo imparte.
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