El texto del Evangelio de hoy es el
siguiente (Mt. 6, 24-33):
“En aquel tiempo: Dijo Jesús a sus
discípulos: Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá al uno y amará
al otro, o al uno sufrirá y al otro despreciará. No podéis servir a Dios y a
las riquezas. Por tanto os digo: No os inquietéis por hallar qué comer para
sustentar vuestra vida, o por los vestidos para vuestro cuerpo. ¿No es más el
alma que la comida, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo
cómo no siembran, ni siegan, ni tienen graneros; y vuestro Padre celestial las
alimenta. Pues, ¿no valéis vosotros mucho más que ellas? Y, ¿quién de vosotros, a
fuerza de discurrir, puede añadir un codo a su estatura? Y,¿por qué andáis
solícitos por el vestido? Considerad cómo crecen los lirios del campo; ellos no
trabajan, ni hilan. Y, sin embargo, yo os digo que ni Salomón, en el apogeo de
su gloria, llegó a vestirse como uno de estos lirios. Pues si al heno del
campo, que hoy es y mañana es echado al horno, Dios así viste, ¿cuánto más a
vosotros, hombres de poca fe? No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos,
o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Porque los gentiles se afanan por
estas cosas. Ya sabe vuestro Padre que habéis menester de todas ellas. Buscad,
pues, primeramente, el reino de Dios y su justicia; y todas las demás cosas se os
darán por añadidura”.
***
El Señor no nos induce con estas
palabras a ser irresponsables en la procura de las cosas que son necesarias
para nuestra vida, echando la carga de todo ello en hombros ajenos (aquellos
que nos rodean, o el “Estado”), ni a enfrentar la economía y el gobierno de
nuestra casa con un criterio pueril, irreflexivo e ingenuo. Somos más que un
ave del cielo o un lirio del campo, como dice el Señor, porque, a diferencia de
ellos, tenemos uso de razón, mediante la cual Dios ha querido que, con
seriedad, nos hagamos cargo de nosotros mismos.
Lo que el Señor nos enseña aquí, por
el contrario, es a priorizar o jerarquizar en nuestra vida: lo primero es
nuestro objetivo supremo, para el cual hemos sido creados, es decir, alcanzar
el reino de Dios y su justicia, su santidad, a fin de gozar eternamente de Él,
viéndolo, contemplándolo sin estorbos, amándolo sin límites. Todo lo demás
tiene que subordinarse a esto. La comida y el vestido, la economía, la actividad
productiva, el trabajo, el comercio, la actividad financiera, todo, todo eso
constituye un conjunto de medios para llegar a esa meta final y debe someterse
a las exigencias de ésta.
Sería absurdo, sería ridícula la
necedad de permitir que las riquezas, o sea, aquello que nos permite sustentar
nuestra vida con dignidad para llegar a nuestro destino final, sustituyan a ese
destino y se transformen en un obstáculo para alcanzarlo. No podemos poner a
las riquezas por sobre el reino de Dios: ello sería no sólo un pecado, sería una
estupidez.
El Señor nos habla de todo esto
porque sabe que una de las mayores tentaciones de la vida es dedicarnos a
juntar riquezas, es decir, medios, perdiendo de vista el fin para el que las
necesitamos. Y la historia humana nos dice que, una vez reunidas las riquezas,
éstas se transforman en un tirano que nos esclaviza, que exigen ser protegidas
y acrecentarse, para lo cual requieren toda nuestra atención, y cada vez de
modo más exclusivo, hasta que terminamos viviendo para ellas, para su cuidado, para
su guarda.
San Agustín dice, comentando este
pasaje, que el que sirve a las riquezas, ciertamente sirve a aquel que, puesto
en castigo de su perversidad a la cabeza de estas cosas terrenas, es calificado
por el Señor “príncipe de este siglo”. Es decir, quien sirve a las riquezas se
somete a un señor duro y funesto, el diablo; “en efecto, amarrado por la propia
pasión, está sometido al diablo, aunque no lo ama, porque ¿quién puede amar al
diablo?”. Sin embargo, le soporta por las riquezas: por ellas, acepta
esclavizarse a ese horrible príncipe.
Ilustración de la novela El señor del mundo, de Robert Hugh Benson
La experiencia de la modernidad,
atrapada por el culto a las riquezas y el imaginario “progreso indefinido” que
ellas prometen, no es otra que ésta, muy amarga: transformarse en una prisión,
en una “jaula dorada”. Así lo anunciaba ya Max Weber a comienzos del siglo XX. Aldous
Huxley, escribiendo poco después, en 1932, sobre ese “mundo perfecto” que veía
venir, dice: “sería una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera
soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud en el que,
gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre”.
Dios nos libre de semejante horror. En
la oración colecta de hoy, la Iglesia le pide: “puesto que sin Ti no puede
sostenerse la humana naturaleza, haz que tus auxilios nos preserven siempre de
lo nocivo, y nos dirijan a lo saludable”.
Les ofrecemos hoy un artículo de Gregory Di Pippo, que aborda un problema cotidiana de la forma ordinaria. Se trata de la improvisación que el propio rito permite al celebrante, promoviendo su creatividad a veces hasta límites inusitados. A tanto llega el apartamiento de las normas litúrgicas que no suele ser extraño que exista un cambio en las propias fórmulas sacramentales, que hacen que el sacramento sea inválido. Es lo que le ocurrió a un sacerdote estadounidense, quien por causalidad descubrió que el bautismo recibido de niño era inválido. De aquí el llamado sea a cortar el problema de raíz: hay que eliminar de una vez por todas la fuente de la improvisación, señalando cuáles son las opciones que tiene el celebrante.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. El video es el que acompaña la versión original del texto. La otra imagen ha sido agregada.
***
Debe ponerse término a la improvisación litúrgica
Gregory Di Pippo
Estoy seguro de que, a estas
alturas, todos nuestros lectores deben estar enterados del espantoso asunto que
salió recientemente a la luz en la Arquidiócesis de Detroit. Un joven
sacerdote, ordenado hace apenas tres años, vio por casualidad el video de su
propio bautizo y descubrió que el diácono que lo bautizó dijo “Nosotros te bautizamos en el nombre del
Padre, etc.”, en lugar de “Yo te
bautizo…”. A comienzos de mes, la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió
una nota (publicada en el Bolletino Vaticano) en torno, precisamente, a esta
deformación de la fórmula bautismal, declarando que es absolutamente inválida
y, además, que cualquier persona cuyo bautismo se haya realizado con esta
fórmula debe ser bautizada “in forma
absoluta”. Esto quiere decir que la invalidez de las palabras “Nosotros te
bautizamos” no es dudosa, porque si lo fuera, se requeriría un bautismo
condicional “(“Si no estás bautizado, yo te bautizo…”). Por el contrario, dicha
fórmula es categóricamente inválida, y la persona en cuestión simplemente tiene
que ser bautizada con la fórmula normal, no con la fórmula condicional.
Antes que nada, quiero animar a que,
quien quiera lea esto, ore por el Rvdo. Matthew Hood, quien, luego de esta terrible
revelación, fue rápida y debidamente bautizado, y luego confirmado y ordenado,
ya que, por cierto, una persona que no está bautizada no puede recibir
válidamente los demás sacramentos. Sus palabras en el video que incluyo más abajo,
son muy edificantes y caritativas, pero se trata de algo que seguramente debe
ser muy difícil de sobrellevar. Igualmente debiéramos rezar por todos quienes
se han visto afectados por este caso: los que han asistido a Misas celebradas
por él, aquéllos a quienes ha casado, o cuyas confesiones ha oído, etcétera. Es
verdad que cualquier persona, incluso si no está bautizada, puede válidamente
bautizar a otra si usa la fórmula correcta y tiene la intención de hacer lo que
la Iglesia hace. Por lo tanto, los bautismos que el P. Hood ha administrado
luego de su primera “ordenación” son, indudablemente, válidos.
En una declaración pública dirigida
a sus fieles sobre este tema, el Arzobispo de Detroit, S.E.R. Alan Vigneron,
escribe que “Dios se ha comprometido con los sacramentos, pero no está atado
por ellos”. Esto es un importante recordatorio de que, cuando los sacramentos
son administrados inválidamente, sin que los fieles lo sepan (y, en este caso,
sin que el ministro mismo lo sepa), deben confiar, no obstante, en que Dios no
los ha privado de su gracia. Esto no debiera ir en desmedro de la importancia
de los sacramentos, que Cristo instituyó como los medios ordinarios, eficaces y
necesarios para nuestra
santificación. Por ello, la arquidiócesis de Detroit debe ahora proceder a
rectificar la situación hasta donde sea posible, y no se puede negar que ello
va a ser ciertamente un proceso largo y difícil. Parece que puede haber una
gran cantidad de otras personas inválidamente bautizadas en las parroquias
donde ofició aquel diácono, cuya acción ha sido como la de un sujeto que lanza
una piedra muy grande y pesada a una pequeña poza, cuyo efecto devastador causa
olas que la desbordan.
Dicho lo anterior, me atrevo a urgir
de nuevo a nuestros lectores a que recen para que este episodio mueva a la
Iglesia a poner definitivamente fin a la cultura de abusos litúrgicos y a la
improvisación que fomenta esos abusos y conduce, al cabo, a este tipo de situaciones.
En su carta a la arquidiócesis, Mons.
Vigneron cita las palabras de la Constitución Sacrosanctum
Concilium (22.3) en el sentido de que nadie, “aunque sea sacerdote, puede
añadir, quitar o cambiar nada en la liturgia por propia autoridad”. Pero la
realidad es que esta declaración ha sido letra muerta desde hace décadas,
constituyendo un estado de cosas inaceptable que, de iure y de facto, ha
sido fomentado por la actual disciplina litúrgica de la Iglesia.
De
iure, la reforma litúrgica post-conciliar dio al clero un grado de libertad,
como jamás se había dado en la Iglesia antes de 1969, para decidir qué ha de
decirse o cantarse en la liturgia, cómo ha de decirse o cantarse, si ha de
decirse o cantarse, o acompañando a qué ritos. Un sencillo ejemplo: antes de la
reforma, cada Misa cantada del rito romano en el primer domingo de Adviento
comenzaba, como había sido el caso durante siglos, con el Introito, cantado en
gregoriano, Ad te levavi, y toda Misa
rezada comenzaba con las oraciones al pie del altar, después de las cuales el
sacerdote leía el Ad te levavi. Desde
1969, la fatal y ubicua rúbrica “u otro canto adecuado” le ha dado autorización
al celebrante (a él o a las personas en quien él ha delegado esta
responsabilidad) para cantar casi cualquier cosa, ya que, inevitablemente, cada
cual tiene sus propias ideas acerca de qué tipo de canto es en realidad
adecuado. Existen también muchos lugares en que se permite al sacerdote
improvisar lo que ha de decir, como las supuestamente “brevísimas” (brevissimis) palabras con las que él, o
el diácono, o cualquier ministro laico (las opciones aquí se multiplican) puede
introducir a los fieles enla Misa
diaria. Y lo mismo ocurre con las exhortaciones con que se da comienzo a ritos
tales como las profecías de la Vigilia pascual o las procesiones de la
Candelaria y del Domingo de Ramos. Una de las fórmulas de esta autorización, “vel similibus verbis”, “o con palabras
similares”, ocurre ocho veces en las rúbricas de la edición latina de 2002 del
Misal Romano.
Aun sin tomar en cuenta estas autorizaciones,
es imposible para el sacerdote celebrar el rito moderno sin tener que escoger
continuamente entre varias opciones. Las Oraciones de los Fieles tienen una
forma fija, pero no un contenido fijo, y el sacerdote no tiene otra opción que
optar: o las escribe él mismo, o hace que alguien mas las escriba por él, o usa
un libro escrito por un tercero, o las omite cuando está permitido. Los
ejemplos se pueden multiplicar al infinito, pero estoy seguro de que son bien
conocidos por nuestros lectores. Baste decir que la multiplicación de las
opciones se aplica incluso al corazón del rito, la Plegaria Eucarística. Aquí,
el celebrante se ve compelido, lo quiera o no, a escoger entre al menos cuatro
opciones, y a menudo entre muchas más, sin guía alguna para hacerlo. Las
rúbricas del Misal no contienen más que sugerencias acerca de cuándo puede una
de ellas ser “adecuadamente” escogida, pero no se pide jamás al sacerdote
escoger una determinada Plegaria Eucarística específica, ni siquiera el
venerable Canon romano.
Ahora bien, existe, naturalmente,
una significativa diferencia, en teoría,
entre escoger entre opciones legítimas o improvisar lo que se debe decir cuando
ello está permitido, y el realizar improvisaciones del tipo de las que
invalidan un bautismo. Estas últimas están oficialmente prohibidas y siempre lo
han estado. Pero, en la práctica, una vez que se dio al clero tan amplio grado
de libertad para hacer y deshacer en la liturgia todo lo que le pareciera bien,
fue absolutamente poco realista imaginarse que NO iba a usar esa libertad con todo
el resto de ella. La experiencia básica de lo que es la naturaleza humana
debiera haber dejado claro que era obvio que, en prácticamente toda situación,
pero especialmente en la atmósfera revolucionaria que prevalecía en la Iglesia
a fines de la década de 1960, los límites puestos por las normas litúrgicas
iban a ser, efectivamente, ignorados.
Esto nos conduce a la parte de facto. Los abusos de esta nueva
libertad fueron durante mucho tiempo alimentados por una casi total ausencia de
voluntad, por parte de la Iglesia, para restringirlos. En muchas partes del
mundo, ello es todavía así. Es ciertamente un hecho que en los Estados Unidos
el problema ha disminuido mucho, especialmente en el clero más joven, pero
“disminuido” no es lo mismo que “desaparecido”, y no es un sustituto aceptable
de “desaparecido”. Hace apenas unos pocos años, tuve en los Estados Unidos la
desagradable experiencia de oír que mi confesión concluía con una fórmula
inválida de absolución, pronunciada por un sacerdote de más o menos la misma
edad del diácono que bautizó al Rvdo. Matthew Hood. Es totalmente ilusorio imaginar que
esos individuos a quienes se alentó positivamente a tratar la liturgia como un
espacio para su propia creatividad personal iban a respetar leyes de ningún
tipo, incluso del que protege la validez de un sacramento, supuesto que la
Iglesia misma no hizo nada para impedir la violación de ellas durante tantos
años. A decir verdad, en los años posteriores al Concilio Vaticano II fueron los propios
obispos que firmaron la Constitución Sacrosanctum Concilium, aprobando así lo que dice la
cita referida más arriba, quienes rehusaron decir a sus sacerdotes “Hasta aquí
llegaréis, pero no más allá, y aquí se detendrán vuestros soberbios oleajes”.
Al escribir, algunos párrafos más
arriba, “fomentado por la actual disciplina litúrgica de la Iglesia”, quisiera
subrayar la palabra “actual”. Tomando como punto de partida la famosa
descripción que hace San Justino de una Eucaristía “improvisada” (Primera
Apología, 67), la experiencia le ha de haber enseñado seguramente a la Iglesia
en la antigüedad lo mismo que le está enseñando hoy, es decir, que conceder a
los hombres una amplia libertad para formular y reformular la liturgia es una
pésima idea. No hay razón alguna para que esta lección no se aplique a la
reforma litúrgica posconciliar. No hay razón alguna para que la Iglesia no le
pueda decir al clero “Pronunciaréis esta Plegaria Eucarística en el día de hoy,
y no otra, y aquélla en ese otro día, y no otra. Este es el único himno en
vernáculo que puede reemplazar el Ad te
levavi del primer domingo de Adviento. Estas son las Oraciones de los
Fieles”, y así con el resto.
Naturalmente, la Iglesia debe estar
también dispuesta a entrenar a los clérigos para que sean hijos obedientes,
para que reconozcan ser servidores de la liturgia y nos sus amos, como hombres
llamados a ser formados por la liturgia y no a formarla. Pero también debe
darle una liturgia que verdaderamente los forme y no necesite ser formada por
ellos; una liturgia que recompense a sus fieles sirvientes y no requiera de
otro amo que ella misma. Mientras esta lección no sea aprendida, la Iglesia
seguirá sembrando vientos, y continuará cosechando tempestades.
El texto del Evangelio de Domingo XIII después de Pentecostés es el
siguiente (Lc. 17, 11-19):
“En aquel tiempo, yendo Jesús a
Jerusalén, pasaba por medio de Samaria y de Galilea. Y al entrar en una aldea,
le salieron diez leprosos, los cuales se pararon lejos y alzaron la voz,
diciendo: Jesús, Maestro, apiádate de nosotros. Él, al verlos, dijo: Id, y
mostraos a los sacerdotes. Y aconteció que, mientras iban, quedaron sanos. Y
uno de ellos, cuando vio que había quedado limpio, volvió glorificando a Dios a
grandes voces, y se postró en tierra a los pies de Jesús, dándole gracias; y
éste era samaritano. Jesús dijo entonces: ¿Pero no son diez los curados? ¿Y los
otros nueve dónde están? No ha habido quien volviese a dar gloria a Dios, sino este
extranjero. Y le dijo: Levántate, vete, porque tu fe te ha salvado”.
***
Muy a menudo el comentario sobre
este fragmento del Evangelio se centra en la ingratitud de nueve de los diez sanados.
Pero San Agustín, escudriñando el contenido de este pasaje, se pregunta también
sobre qué significa aquí la lepra. Y en Cuestiones
sobre los Evangelios, libro II, 40, núm. 2, dice lo siguiente:
“Hay que indagar, pues, el
significado de la lepra misma. Pues de los que la vieron desaparecer de su
cuerpo no se dice que fueran sanados, sino limpiados. En efecto, la lepra es un
problema de color, no de la salud o de la integridad de los sentidos o de los
miembros. Por eso no es absurdo pensar en los leprosos como individuos que, al
no poseer el conocimiento de la fe verdadera, profesan las diversas doctrinas
del error. No son los que, al menos, ocultan su ignorancia, sino los que la
sacan a la luz del día como si fuera una pericia consumada y hacen ostentación
de empaque al hablar. Por supuesto que no hay ninguna doctrina, por falsa que
sea, que no tenga algún retacillo de verdad. Según esto, la mezcla de verdad y
mentira sin orden ni concierto en una disputa o en cualquier conversación
humana, como dejándose ver en el color de un único cuerpo, significa la lepra
que modifica y motea los cuerpos humanos igual que si se tratara de afeites de
color naturales o procurados artificialmente. Estas personas son muy vitandas
para la Iglesia. Tanto que, si es posible, han de interpelar a Cristo a grandes
gritos desde una lejanía mayor, al igual que estos diez se pararon a distancia
y levantaron la voz diciendo: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros. Lo
propio debe ocurrirles a ellos. No me consta que nadie recurriera al Señor en
demanda de la salud corporal dándole el título de maestro. Por ello, me inclino
a pensar que la lepra es signo de toda doctrina falsa que un maestro competente
consigue eliminar”.
Sin tomar en cuenta la noción que,
en su tiempo, se tenía de la lepra, como un problema “no de la salud o de la
integridad de los sentidos o de los miembros” sino como algo que afecta
solamente al color de la piel, fijémonos en que San Agustín la compara con la
mezcla de verdad y error, tal como en la lepra la piel se mezcla con blanco y
otros colores : “Según esto, la mezcla de verdad y mentira sin orden ni
concierto en una disputa o en cualquier conversación humana, como dejándose ver
en el color de un único cuerpo, significa la lepra”.
En los aciagos tiempos que vive la
Iglesia, muchas verdades de la fe son presentadas a los fieles mezcladas con el
error. Y ello se hace de modo muy sugerente y halagüeño, diciéndose aquello
que, sin ser verdad, el pueblo quiere oír, contagiado como está por los
influjos del mundo descristianizado en que vive. La enseñanza de los “doctores”
de la Iglesia es, en este sentido, relativamente fácil de difundir también
porque, como dice San Agustín, “no hay ninguna doctrina, por falsa que sea, que
no tenga algún retacillo de verdad”. Amparados por la capa de este “retazo de
verdad”, se inyecta al espíritu de los fieles los más graves errores.
Esos “maestros” contagiados de lepra
son uno de los mayores peligros a que están expuestos hoy los fieles. Y por
ello es absolutamente necesario que éstos reciban con un espíritu alerta y bien
informado todo lo que se les enseña. Pero, ¡no es fácil informarse para poder
discernir la paja del trigo, la verdad del error! ¡La pereza intelectual, por
otra parte, abunda en una época en que se evita realizar cualquier esfuerzo de
este tipo! Además, ¡cuán escasos son los lugares y oportunidades de adquirir
una formación doctrinal segura para proteger la fe y hacerla crecer, como se
pide en la Oración colecta de este domingo!
Por eso, una de las mayores obras de
caridad que se puede emprender es enseñar y difundir la verdad en materia de
doctrina de fe y costumbres. Y por eso en dicha Oración colecta se pide también
a Dios el aumento de la caridad. Ahora bien, aunque parezca que las cosas son
difíciles, que no hay dónde recurrir, todo comienza por pedir, porque “quien
pide recibe, quien busca halla y a quien llama se le abre” (Mt. 7, 8).
Casi coincidiendo con la reciente Misa solemne celebrada según el rito lionés, el pasado domingo 19 de julio se celebró una Misa solemne conforme al rito carmelita en el Santuario Nacional de Nuestra Señora del Monte Carmelo, donde funciona la casa madre de la orden en Estados Unidos. La Misa fue el resultado de más de un año de
investigación y colaboración, realizada con el permiso del R. P. Mario Esposito,
OCarm, Prior Provincial de los Frailes Carmelitas de la Provincia de San Elías,
como una actividad oficial del Año Vocacional. Para celebrarla adecuadamente,
se consultó una cantidad de textos litúrgicos bajo la dirección del celebrante,
el R.P. Lucian Beltzner, OCarm, quien celebró la Misa en su juventud. La
investigación y el subsidio litúrgico fueron posibles gracias a la comunidad Laudate Omnes de San José, en Troy (Nueva York),
la parroquia en que el R.P. Lucian Beltzner celebra corrientemente el rito tradicional
carmelita. El R.P. Dpnald Kloster, de la diócesis de Bridgeport, ofició de
diácono, y Mr. James Griffin lo hizo de subdiácono, habiendo también diseñado
el folleto para esta Misa, que se puede consultar aquí.
Les ofrecemos a continuación una galería fotográfica de la Misa, donde se evidencia los aspectos en que el rito carmelita presenta diferencias con el rito romano. Sobre esas diferencias tratamos en una entrada anterior. Cumple destacar algunas particularidades rituales notables, que son típicas de los usos medievales de la Santa Misa latina: los acólitos visten albas completas y se paran frente al altar con el clero; cuando el sacerdote lee del Introito, el diácono y el subdiácono se situán a su lado, y no detrás; el subdiácono lleva el cáliz al altar mientras se canta el Gradual; como no hay maestro de ceremonias, en el Ofertorio es el subdiácono quien quita el Misal y lo devuelve a su lugar, y luego lava las manos del sacerdote, mientras el diácono continúa con la incensación. El resto de la Misa es esencialmente muy similar al rito romano tradicional.
Antes de la Misa se realizó una
procesión, que incluyó una reliquia mayor, la mandíbula de San Simón Stock (1165-1265), a quien le fue dado el escapulario de la Virgen del Carmen, con
el fin de llevar las reliquias de santos carmelitas a su lugar en el altar
mayor.
Después de la procesión se cantó la
letanía carmelita de los Santos. La Misa comenzó con el responsorio Veni Sancte Spiritus, seguido por el Asperges.
Oraciones carmelitas al pie del
altar. El Confiteor carmelita invoca
especialmente al profeta Elías, y es similar al dominicano.
Incensación del altar.
El celebrante lee los textos desde
el Misal en la sede, mientras el subdiácono canta la Epístola.
Después de cantada la Epístola, se
prepara el cáliz en la sede, sobre un corporal extendido encima de la falda
del celebrante.
Imposición del incienso antes del
Evangelio.
El diácono canta el Evangelio.
En esta Misa, la homilía fue
pronunciada por el R.P. Nicholas Blackwell, OCarm.
Comienzo del Credo. Esta posición de
los ministros en forma de cruz es la posición normal, a la cual vuelven
constantemente durante la Misa.
Como en la mayoría de los usos
medievales del rito romano, el celebrante extiende sus brazos en forma de cruz
al Unde et memores.
Ecce
Agnus Dei.
Distribución de la comunión.
Antes de la bendición final.
Ultimo Evangelio.
Los ministros litúrgicos y los
carmelitas que asistieron en el coro.
Nota de la Redacción: Las fotografías y las descripciones han sido tomadas de la entrada publicada en New Liturgical Movement, con algunas adaptaciones de la redacción. Dicho sitio había publicado un poco antes una entrada con dos videos de la misma Misa aquí referida, donde se explica las diferencias que presenta el rito carmelita con el rito romano. También en Ceremonia y Rúrbica de la Iglesia española es posible encontrar videos sobre el desarrollo del rito carmelita y otros materiales. Finalmente, remitimos a la entrada publicada en esta bitácora sobre ese tema.
Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, que interviene en una discusión suscitada respecto de la reforma de la liturgia oriental. El texto, inédito hasta el momento, ofrece parte de uno de los capítulos del nuevo libro de este autor, insistiendo en que el latín, la música litúrgica y el silencio sirven en la liturgia romana como un elemento de separación entre el sacerdote y los fieles, de modo semejante al iconostasio de la lityrgia oriental.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan dicho artículo.
***
El iconostasio acústico de la liturgia occidental: latín, canto llano y silencio
Peter Kwasniewski
La semana pasada, mi estimado colega
en New Liturgical Movement, David
Clayton, publicó un artículo en que se preguntaba si la reforma de la liturgia
oriental, de acuerdo con las ideas de Schmemannian, podría contribuir con algo al
rescate de la liturgia occidental de su situación actual. El artículo dio
origen a una animada discusión. Quisiera hacer aquí una contribución algo más
extensa a ella en forma de un extracto de mi último libro, Reclaiming Our Roman Catholic Birthright: The Genius and Timelessness
of the Traditional Latin Mass(Angelico Press, 2020). Este extracto está
tomado del capítulo 2 y no ha sido publicado hasta ahora en línea. Cualquiera sea la gran variedad de enfoques litúrgicos que
existen en los ritos orientales actualmente, sostengo que, en lo que se refiere
al rito romano en el período del Concilio Vaticano II, lo que actuó como común
denominador del uso del vernáculo, de la introducción del estilo popular en la
música, de la supresión del silencio y de la imposición del versus populum, fue una concepción
racionalista y fantasiosamente arqueológica sobre la “accesibilidad”. Aquí
presento argumentos en contra de los tres primeros elementos, ya que el ad orientem es un tema que ha sido
tratado extensamente en otros lugares de New Liturgical Movement, y sobre el cual no hay
desacuerdos importantes entre los liturgistas dignos de fe.
***
Si se visita una iglesia ortodoxa
griega o católica bizantina, se encuentra uno con el iconostasio, o muro de
íconos, situado entre la nave y el presbiterio, separando el “santo de los
santos” del resto del espacio. El presbiterio representa la divina liturgia en
la Jerusalén celestial, de la cual participamos “a distancia” mientras estamos
todavía peregrinando en esta vida. En cambio, el clero puede entrar a través
del iconostasio, e incluso ir hasta el altar, debido a que actúa in persona Christi, en la persona de
Cristo, en cuanto Su representante: el clero es el mediador que ora por
nosotros, llevando a Dios nuestras ofrendas y trayéndonos Sus dones.
Durante cerca de 1500 años, la
Iglesia de Occidente usó también separaciones simbólicas, que se dieron en una
variedad de formas: se colgó cortinas de un baldaquino o frente al presbiterio;
se pusieron gradas que subían hasta la plataforma elevada del altar, y se cantó
los textos desde grandes estructuras de piedra; más tarde, se erigió en muchas
iglesias góticas unas delicadas rejas de madera, coronadas por un Calvario
(Jesús, María y Juan). Incluso si se podía ver a través de ellas a los
ministros y seguir sus movimientos, se nos recordaba de este modo muchas
verdades importantes: primero, que no nos encontramos ahora en el lugar donde estamos
llamados a estar algún día; que estamos separados de Dios por la caída y por
nuestros pecados; que tenemos gracias a Cristo (por medio del obrar de sus
ministros visibles) la oportunidad de reconciliarnos y de comulgar; que Dios
está igualmente “con nosotros” como Emmanuel, y más allá de nosotros como
nuestro Santísimo y Trascendente Señor. Aunque es creador de todas las
creaturas y aunque hay muchas señales que apuntan hacia Él, por su propia
naturaleza Dios no es accesible a los sentidos humanos. Haciendo una referencia
a las palabras de San Pablo en la Segunda Epístola a los Corintios, “miramos no a las cosas que se ven
sino a las que no se ven; porque las cosas que se ven son transitorias, pero
las que no se ven son eternas”, un monje benedictino escribe lo siguiente:
“Durante siglos no fue posible ver
de cerca los misterios del altar. En algunos períodos, se cerraba las cortinas
en los momentos más importantes de la Misa. Todavía hoy, en el transcurso del
drama litúrgico, se dice la solemne oración de la consagración en el más bajo
de los tonos -un susurro-. El ocultamiento, intrínseco de la Misa (mediante un
iconostasio en el rito bizantino), fue común a todas las liturgias, de algún u
otro modo, por muchos centenares de años, creando una atmósfera de misterio. En
nuestra época, que exige ve para creer, Dios nos ofrece una oportunidad de
redescubrir el misterio, el misterio de la invisible eficacia de la Misa (2 Cor
4, 18). Tenemos que confiar en un medicina invisible para nuestra salvación
final”[1].
En la época de la autodenominada
reforma, los protestantes objetaron que el laicado fuera excluido del culto por
una casta clerical, que era la que cumplía realmente la tarea de la liturgia,
mientras los fieles permanecían de pie, entregados a sus devociones privadas o
a ociosas distracciones. Esto constituye una acusación injusta, como lo han
demostrado los historiadores[2];
pero, en parte como respuesta al desafío protestante, y en parte debido a los
nuevos ideales estéticos del barroco, la Iglesia de la Contrarreforma suprimió
del presbiterio, en general, las barreras físicas mencionadas, de modo que el
laicado pudiera tener una vista “sin obstáculos” de la liturgia.
Sin embargo, permaneció en pie un
conjunto de separaciones más sutiles y, en mi opinión, igualmente saludables, a
las que me agrada denominar “iconostasio acústico”, es decir, una separación
que no vemos pero que oímos. Este iconostasio está compuesto
de tres elementos: el latín, el canto gregoriano, y el silencio.
La orden que dio Poncio Pilato de
que se pusiera en la cruz el título “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos” en
hebreo, griego y latín (Jn. 19, 19-20) sugirió a muchos Padres de la Iglesia
que estas tres lenguas tenían un papel especial, como lo han tenido,
incuestionablemente, en la historia de la salvación. Santo Tomás de Aquino
observó que es apropiado que el rito romano de la Misa, que contiene la
re-presentación de la Pasión de Cristo, emplee estas tres lenguas: el hebreo en
palabras tales como allelulia, Sabaoth,
hosanna y amen; griego en el Kyrie
eleison, y latín en todo lo demás[3].
El latín cristiano de la Iglesia no
es una lengua vernácula vulgar, sino un registro altamente estilizado y
poético, incluso para la época en que mucha gente hablaba latín[4].
Y a medida que fueron pasando los siglos, ese latín adquirió el estatus de
lengua sagrada, vale decir, una lengua reservada para el culto divino, en la que
dejamos atrás lo cotidiano y ordinario, y entramos en la esfera del misterio[5].
Mediante el uso de una lengua hoy arcaica e inmutable, se nos saca fuera de
nosotros mismos, de nuestro propio lugar, tiempo, cultura, sociedad, y se nos
pone a los pies de la Cruz donde se realizó en lo esencial la salvación de la
humanidad. Al contrario de nuestros cambiantes vernáculos, el latín es
universal, no nos pertenece, sino que pertenece a todos y a nadie, es el mismo
en todas partes y, sin embargo, sigue siendo extranjero, como Dios mismo, que
está en todas partes pero que trasciende a toda la creación. En la medida en
que hay algo de la Misa que se nos escapa, se nos recuerda con ello que jamás
podremos comprender enteramente a Dios, porque ello significaría reducirlo a
nuestro propio nivel. Como decía San Agustín: Si comprehendis, non est Deus, si puedes atraparlo con tu mente, no
es Dios[6].
El canto gregoriano es el “ropaje”
musical que reviste a los textos litúrgicos latinos o, mejor todavía, el cuerpo
musical que el alma del rito se formó para sí misma durante su lenta gestación
de muchos siglos. Con su insuperable variedad de melodías modales en su ritmo
libre de metro, este canto -inmediatamente reconocible como música sagrada-
indica que estamos en la presencia de Dios a fin de ofrecerle el incienso de
nuestros labios y corazones. El papa León XIII dice: “En verdad, las melodías
gregorianas fueron compuestas con mucha prudencia y sabiduría, a fin de dilucidar
el significado de las palabras. Hay en ellas una gran fuerza y una maravillosa
dulzura mezclada con la gravedad, todo lo cual estimula los sentimientos
religiosos en el alma, y alimenta con benéficos pensamientos justo cuando se
los necesita”[7]. No
existe ningún otro tipo de música que se acerque, siquiera, al gregoriano en la
“ultramundanidad” que exige la Misa[8].
El silencio: ¡cuánto podríamos decir
de él sin encontrar las palabras adecuadas! “Sólo en Dios se aquieta mi alma,
pues de Él viene mi salvación” (Ps. 62 [61], 1). Los profundos y prolongados
silencios de la Misa tradicional son como oasis en que podemos encontrar refrigerio
para nuestras almas: nos abren el tiempo y el espacio donde encontrar a Dios,
que “es más interior a mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo más alto
que hay en mí” (San Agustín)[9].
El silencio alienta una mirada, una escucha y una ponderación atentas, permite
que las ceremonias más complejas del usus
antiquior causen impresión en nosotros y encuadra nuestras palabras y
cantos de modo que resuenen en la bóveda de nuestra alma. Una parte del porqué
es tan agudo el silencio de la antigua Misa es que, en vez de serle impuesto
por una extraña detención de la acción, resulta del desarrollo mismo de la
acción litúrgica: el silencio no es un arbitrario “hagamos una pausa por un
momento”, sino que es un ambiente saturado en que la oración ha asumido su debida
prioridad. El silencio es una especie de postración espiritual de los sentidos
y facultades humanos en los momentos más álgidos del Santo Sacrificio. Sin
mirar en menos las acciones, cantos y demás cosas hermosas que podemos y
debemos llevar a cabo en la liturgia, debemos reconocer que hay momentos en
que, simplemente, quedamos mudos. Respetando esos momentos de mudez realzamos
nuestra captación del inefable milagro que tiene lugar en el presbiterio, lo
cual es precisamente el propósito del iconostasio acústico.
El
resto del capítulo 2, intitulado “The Genius of Christianity’s Oldest Rite”, analiza la orientación al oriente; densidad,
complejidad y simultaneidad; textos fijos y acotados; el calendario litúrgico;
el respeto eucarístico; la atmósfera solemne, y la trágica trayectoria del
Movimiento Litúrgico, que está siendo actualmente borrada por la restauración
del rito romano en su forma tridentina típica. El libro puede ordenarse a
Amazon aquí.
[1]Norcia Newsletter, 30 de marzo de 2020. La medicina invisible, la gracia, se nos da verdaderamente
mediante signos sensibles; pero el uso fructífero de estos signos depende de la
fe en aquello que no puede ser visto.
[2] La obra de Eamon Duffy ha descartado, al menos para la Inglaterra
pre-reforma, la manida visión de que la liturgia medieval era distante y remota
y de que el laicado tenía muy poca idea de lo que estaba teniendo lugar. Véase The Stripping of the Altars: Traditional Religion
in England 1400–1580 (New Haven/Londres, Yale University Press, 2a ed., 2005); The Voices of
Morebath: Reformation and Rebellion in an English Village (New
Haven/Londres, Yale University Press, ed. rev., 2003). Cfr. Monti, J., A Sense of
the Sacred: Roman Catholic Worship in the Middle Ages (San Francisco:
Ignatius Press, 2012).
[3]Véase In IV Sent., dist. 8, exp.
textus (traducción completa aquí).
[4]Por lo que sabemos, la liturgia en Roma cambió del griego al latín en el
siglo IV con el papa San Dámaso I (366-384). Henry Sire comenta: “Debemos
advertir también que el espíritu del nuevo vernáculo fue todo lo contrario del empleado
por los vulgarizadores de la década de 1960. Dámaso mismo fue un gran
latinista, y se preocupó de escribir las oraciones de la liturgia en un estilo
que cumpliera con los estándares de la tradición retórica romana. El Canon
romano, cuyo texto, tal como lo tenemos, se formó en aquel período, se puede
suponer compuesto por él. Lo mismo se puede decir de las Colectas que, como
el Canon mismo, reflejan las finas cadencias de la prosa de estilo clásico.
Algunas convenciones de las oraciones paganas, que datan de Virgilio y Homero,
tienen su eco en las oraciones cristianas y, en su cuidado por dignificar la
lengua del culto, Dámaso sustituye, a veces, un término cristiano conocido por
una vieja palabra pagana. Su liturgia en latín es, pues, un alto vernáculo, que
usa deliberadamente arcaísmos para expresar la santidad del culto. El resultado
de su pericia artística hace sido proporcionarnos, en el rito tradicional de la
Misa, una expresión distinguida de la última época de la cultura antigua” (Phoenix from the Ashes[Kettering,
OH, Angelico Press, 2015], p. 266).
[6] Cf. Sermón 117, núm. 5: “Es de Dios que hablamos. ¿Por qué te
maravillas si no comprendes? Porque si comprendes, no es Dios. Que haya una
piadosa confesión de ignorancia más que una apresurada proclamación de
conocimiento. Alcanzar a Dios por la mente, en cualquier grado, es una gran
bendición; pero comprenderlo es totalmente imposible” (Schaff, P. [ed.], A Select Library of the Nicene and
Post-Nicene Fathers, Series I, vol. 6: Saint Augustin [Nueva York, The Christian Literature
Company, 1888, con varias reimpresiones], p. 459).
[7] Citado por Hourlier, J., Reflections on the Spirituality of
Gregorian Chant (Brewster, MA, Paraclete Press, 1995), p. 27. Cfr.
Fiedrowicz, The Traditional Mass, cit., pp. 78–89.
[9]O, como lo dice otra traducción, “Tú eras más íntimo a mí que lo más íntimo de mi corazón y más alto en mí que lo más alto de él”: Confessions (trad. de Frank Sheed, Indianapolis, Hackett, 2a ed., 2011), III, 6, 11, 44.
Les ofrecemos hoy un interesante artículo del Dr. Peter Kwasniewski referido a la opinión de dos de los autores que mayor influencia tuvieron en el Movimiento Litúrgico respecto de la reforma acometida tras el Concilio Vaticano II. Se trata de Puis Parsch y Romano Guardini. El primero de ellos murió una década antes de la finalización del Concilio, por lo que no pudo ver los cambios impuestos por la Sante Sede. Sin embargo, sus enseñanzas iban en una dirección completamente opuesta a la que tomaron las innovaciones. Guardini murió algunos años después, pero antes de que se promulgase el Misal reformado. Un cercano relata que, en sus conversaciones al respecto, calificaba la reforma litúrgica como una chapuza.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan el artículo original.
***
“¡Trabajo de gásfiter!”: Romano Guardini y Petrus Tschinkel sobre la reforma litúrgica
Peter Kwasniewski
El canónigo agustino Pius Parsch (1884-1954), de la Abadía de Losterneuburg, en las afueras de Viena, estuvo entre las luminarias más importantes y los partidarios más influyentes del Movimiento Litúrgico a mediados del siglo XX. Su obra clásica, The Church’s Year of Grace [Das Jahr des Heiles], tuvo muchas ediciones en Europa y dos ediciones en inglés en los Estados Unidos de Norteamérica. Aunque menudean en ella ejemplos de mala investigación y excesivo anticuarismo, propios del Movimiento Litúrgico original, este conjunto de varios volúmenes es considerado, en general, como un digno sucesor del Año Litúrgico de Dom Guéranger y de El Sacramentario del Cardenal Schuster, así como una fuente esencial para quien esté interesado seriamente en el rito romano tradicional. Romano Guardini (1885-1968), de la misma generación, contribuyó también con valiosos libros dirigidos a ayudar a los católicos a comprender mejor y a asimilar las riquezas de la tradición litúrgica, de los cuales uno es breve pero robusto, Sacred Signs [Von heiligen Zeichen].
Puis Parsch
Tanto Parsch como Guardini se permitieron experimentos no autorizados que parecen, retrospectivamente, anticipaciones del Novus Ordo, como la celebración versus populum y el uso del vernáculo. Algunos liturgistas posteriores se deleitan proclamando a ambos como predecesores de la nueva liturgia que surgió a fines de la década de 1960. Es, pues, importante, desde el punto de vista histórico, constatar que uno de los más cercanos y devotos estudiantes de Parsch, Petrus Tschinkel (1906-1995), no sintió entusiasmo alguno con los resultados finales de la reforma litúrgica, y narra, desde una experiencia de primera mano, cómo Guardini hablaba de ella de un modo sumamente peyorativo.
Afortunadamente tenemos acceso a esta información gracias a una entrevista que realizó el Dr. Rupert Klötzl, de Una Voce Austria, al P. Tschinkel el 15 de abril de 1992, en Stift Klosterneuburg bei Wien. La entrevista fue grabada y transcrita (quienes estén interesados en alguna de estas modalidades pueden contactarme directamente).
Petrus Tschinkel (fotografía de 1958)
En cierto momento, el P. Tschinkel dice al Dr. Klötzl:
“Pius Parsch, das kann ich sagen, wäre mit den Veränderungen der nachkonzilaren Ära in keiner Weise einverstanden gewesen. Das ist nicht das, was er gewollt hat. Jawohl—in der Muttersprache. Das ist aber alles. Aber nicht die Messe als Mysterium—als eine Wirklichkeit hic et nunc, jetzt und hier. Und die wundervollen Perikopen so gewählt, daß sie Mysterienbilder sind für das, was sich jetzt ereignet. Das war sein Anliegen”.
“Pius Parsch, puedo asegurarlo, no habría aprobado en modo alguno los cambios de la época posconciliar. No era eso lo que él había querido. Sí a la [liturgia] en vernáculo. Pero eso sería todo. Pero no [cambiar] la Misa en cuanto misterio, como una realidad hic et nunc, aquí y ahora. Y no hubiera cambiado, por lo que hay ahora, las maravillosas perícopas elegidas de manera que fueran 'imágenes del misterio'. Esa había sido su intención”.
Santa Gertrudis, la parroquia del P. Parsch
Un poco más adelante, el P. Tschinkel expresa su propio punto de vista, que concuerda, aparentemente, con Guardini:
“Und diese liturgischen Formen, nach dem Zweiten Vaticanum, ist ein reiner Leerlauf: nur Texte, Texte. Von einer inneren Haltung keine Spur, vom Mysterium auch nicht. Guardini, wenn Ihnen der Name etwas sagt, den ich sehr verehre. Ich habe, das ist viele Jahre her, da hat Guardini noch gelebt, einen Priester aus München auf Besuch gehabt in St. Gertrud, der wollte St. Gertrud studieren, und da habe ich ihm gesagt - das war gleich nach dem Konzil - ja, ich habe ihm gesagt, wissen Sie, wie Romano Guardini zu den neuen Texten steht? Da sagt er, ja, das kann ich Ihnen sagen. Ich komme sehr oft mit ihm zusammen, und wie er die neuen Texte bekommen hat, hat er sie lange angesehen, ... und dann hat er zu mir gesagt: Klempnerarbeit!”.
“Y esas formas litúrgicas, después el Concilio Vaticano II, no son sino un girar en banda: sólo textos y más textos. Ni rastro de disposición interior, ni rastro de misterio, tampoco. Guardini, si el nombre le dice a usted algo -yo lo adoro-, hace muchos años, cuando todavía estaba vivo, vino un sacerdote de Munich a visitar Santa Gertrudis, porque quería estudiar a Santa Gertrudis, y le dije -era justo después del Concilio-, sí, le dije: ¿sabe lo que Romano Guardini piensa de los nuevos textos [litúrgicos]? Me dijo: 'sí, se le aseguro. Muy a menudo me reúno con él, y cuando recibió los nuevos textos, se quedó mirándolos largo rato… y luego me dijo: ¡obra de gasfíteres!'”.
La palabra alemana Klempnerarbeit quiere decir trabajo realizado a la carrera, mal hecho, sin suficiente esmero, que termina en una chapuza. La referencia a un gásfiter falso que hace un trabajo mecánicamente sugiere que la reforma litúrgica fue enfocada como un arreglar, cortar, adaptar o soldar piezas de cañería más que como un trabajo sutil que hay que realizar en una realidad viva, lo cual requeriría santidad, discreción y conocimientos. Klempnerarbeit podría significar también, en este caso, falta de valor estético de las mal llamadas “reformas”.
A continuación, el P. Tschinkel traduce la palabra alemana de Guardini al vienés coloquial:
“Ja, ich würde als Wiener sagen: Pfuscherarbeit. So ist das. Die Texte sind gewählt ohne irgend einen Zusammenhang mit dem Mysterium. Es war Pius Parsch sein Anliegen, dem Volk das Mysterium nahezubringen—jetzt und hier sich das ereignet durch die Realpräsenz Christi in der Eucharistie. Das ist Religionsunterricht. Ja, und dann muß ich sagen: In dem Punkt ist Lefebvre sicher ein Retter. Er wird eine Zukunft haben. Wäre nicht das erste Mal. Jeanne d’Arc wurde als Hexe verbrannt, später heilig gesprochen. Athanasius exkommuniziert—der große Kirchenlehrer”.
“Sí, como vienés, yo diría trabajo chapucero. Así es como es. Se ha elegido los textos sin ninguna relación con el misterio. La preocupación de Pius Parsch era hacer el misterio accesible al pueblo – lo que, aquí y ahora, está ocurriendo por la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía-. Eso es educación religiosa. Y sí, debo decirlo a continuación: en este aspecto Lefebvre es ciertamente un salvador, que tiene mucho futuro. No sería la primera vez que pasa. Juana de Arco fue quemada como bruja, y luego se la canonizó. Atanasio fue excomulgado, el gran maestro de la Iglesia”.
Según un amigo mío de Viena, Pfuscherarbeit significa no sólo un trabajo descuidado, sino también un trabajo ilegal. El P. Guardini, en la medida que vio lo que estaba ocurriendo antes de su muerte en 1968, lo descalificó como Klempnerarbeit; el P. Tschinkel, heredero del P. Parsch, coincide en que la reforma de Bugnini es Pfuscherarbeit.
En aquella entrevista, el Dr. Klötzl menciona también al Dr. Erwin Hesse, quien desde 1946 a 1979 fue párroco de la (actual) iglesia Oratoriana de Viena, San Rochus. El P. Tschinkel habla de su afecto por el P. Hesse y de cómo coincide con él en apreciar la acción de Lefebvre en la preservación la liturgia tradicional y la doctrina. El P. Hesse, de hecho, dictó algunas clases para la FSSPX. Es importante darse cuenta de que estamos aquí en presencia de personas que estudiaron a Pius Parsch y lo siguieron y que, por decirlo de algún modo, son sus herederos.
Pienso que éste es el medio intelectual y espiritual desde el cual debiéramos entender que surgió Joseph Ratzinger, como se advierte en las elegíacas notas de su Prefacio al libro de Alcuin Reid intitulado The Organic Development of the Liturgy:
“El Movimiento Litúrgico había procurado, efectivamente,… enseñarnos a comprender la Liturgia como un tejido de la Tradicion que tomó una forma concreta, que no puede ser hecha pedazos, sino que tiene que ser vista y experimentada como un todo viviente. Quien quiera que, como yo, haya sido movido por esta percepción del Movimiento Litúrgico en la víspera del Concilio Vaticano II no puede sino contemplar, con profunda pena, las ruinas de aquellas mismas cosas que lo preocupaban”.
Quisiera agradecer al Mag. Theol. y Dr. Med. Rupert Klötzl, que realizó la entrevista con el P. Tschinkel y me envió su transcripción, por permitirme usar el material que he citado y las fotos. La entrevista completa, de 5.000 palabras, merece ser traducida (¿algún voluntario?).
Un artículo de periódioc de 1962, en que se ve al P. Tschinkel (con su nombre mal escrito) celebrando la Misa versus populum, pasatiempo favorito de los pseudo-anticuarios. Con la sabiduría del paso del tiempo, el P. Tschinkel lamentó, posteriormente, el apresuramiento con que algunas discutibles teorías se transformaron en premisas de los grandes cambios litúrgicos