jueves, 30 de abril de 2015

El roquete y la sobrepelliz

En la última entrada sobre los ornamentos con que se reviste el sacerdote hacíamos referencia al amito, el alba y el cíngulo. Corresponde enseguida tratar de dos vestiduras litúrgicas interiores que presentan una apariencia muy similar, al punto que a veces llegan a confundirse, como es el caso de la sobrepelliz y el roquete, pese a que poseen connotaciones y funciones diversas. 

Sobrepelliz (El Greco, El entierro del Conde de Orgaz, detalle)


La sobrepelliz es una vestidura litúrgica blanca de lienzo fino, con mangas anchas y cortas, que llevan sin ceñir sobre la sotana o el hábito los eclesiásticos, y aun los legos que sirven en las funciones de iglesia, y que llega desde el hombro hasta la cintura poco más o menos. En el rito romano tiene una pequeña abertura en la parte delantera, a veces unida con una cinta o un broche. Su origen se remonta a los países nórdicos, donde los clérigos y monjes utilizaban una especie de capa de piel (pelliza) para protegerse del frío cuando acudían varias veces al día al oficio coral. De ahí su nombre latino: superpelliceum (literalmente, vestimenta de piel superpuesta). Sobre esa capa se ponían el alba, que necesariamente debía ser muy holgada y de mangas anchas. A partir del siglo XIII su uso comienza a difundirse como ornamento litúrgico propio de los clérigos menores y de los sacerdotes cuando no celebran la Santa Misa. Con el tiempo se acortó bastante y, por último, se adornó con encajes. En la actualidad, la sobrepelliz es un ornamento litúrgico empleado en la administración de sacramentos y, en general, en aquellas funciones sacras en las que no se usa alba (Instrucción General del Misal Romano, núm. 114 y 336). En la forma extraordinaria, en cambio, es la vestidura común prescrita sobre la sotana tanto para los sacramentos como sacramentales. Los laicos la utilizan cuando participan en el coro, sirven en la Misa o desempeñan la función de acólitos. Simboliza la inocencia, la justicia y la santidad.



El roquete, por su parte, no es propiamente un ornamento litúrgico, sino una vestidura que representa dignidad y es símbolo de jurisdicción. Derivación del alba que en la Edad media llevaban los eclesiástico como el hábito cotidiano, y sobre la que vestían aquélla para el servicio litúrgico propiamente dicho, consiste en un vestido blanco con mangas estrechas y largas, elaborada en lino o en un material similar, adornada con encajes y de menor extensión que la sobrepelliz. Es un signo que representa la dignidad y jurisdicción de quien la viste. Por esa razón, desde el siglo XIV es parte de la vestimenta propia de obispos y otros prelados menores, quienes deben usarla sin ceñir bajo la muceta o el mantelete como parte del hábito coral (véase la instrucción Ut sive sollicite, de 1969). Excepcionalmente, los obispos pueden ponerse la estola directamente sobre el roquete (por ejemplo, en una confirmación privada o en una consagración de cálices); y desde luego no usan sobrepelliz si se revisten con pluvial.


El Cardenal Montini, luego Pablo VI, con roquete descubierto bajo la muceta

 Roquete cubierto por el mantelete 
(El Greco, Retrato del Cardenal Fernando Niño de Guevara)

Remotamente, al igual que sucede con la dalmática y con la cogulla de los monjes, el roquete proviene del colobio (colobium). Este vestido era una especie de túnica de lino que se prolongaba hasta los pies, estrecha y sin mangas, o cuando las tenía, de una extensión que no superaba el codo. Solía estar adornado con unas bandas de púrpura, llamadas clavi (de donde deriva el actual gorjal o collarín de la dalmática), y en la parte inferior —y algunas veces también sobre los hombros— llevaba unos adornos llamados calliculoe, consistentes en pequeños discos metálicos o de tela de diversos colores. Los Apóstoles usaban colobio en su actividad pastoral. Prueba de ello es que en la Basílica romana de los Santos Apóstoles se conserva todavía el que la tradición atribuye a Santo Tomás (Dídimo). Posteriormente, pasó a ser la vestimenta de los monjes y de los diáconos, desde donde evolucionó hasta convertirse respectivamente en las actuales cogulla y dalmática. Su origen es romano, donde era vestido primero por cualquier hombre libre y luego sólo por los senadores. Aunque relacionado con una dignidad, su sentido es precisamente el inverso: significa mostrar antes los demás el abandono de toda vanidad, para presentarse ante Dios tal como se es, libre de cualquier atadura mundana. Tal sentido todavía se conserva en el Reino Unido, donde se emplea esta prenda en la ceremonia de coronación del nuevo rey.


 Crucifixión con Cristo revestido con el colobio, 
motivo habitual en el arte cristiano de los primeros siglos 
(Evangeliario de Rábula, 586 d.C.)

martes, 28 de abril de 2015

El Cardenal Zen con la Misa Tradicional

El sitio Paix Liturgique publicó recientemente una notable entrevista a Su Emcia. Revma. el cardenal Joseph Zen Ze-Kiun, S.D.B., concedida a fines de 2014 en la Universidad Urbaniana de Roma, la que reproducimos a continuación para nuestros lectores. 



Según lo informara dicho medio en abril de 2009 (la nota puede verse aquí en francés), el Cardenal Zen, a la sazón obispo de Hong-Kong, decidió celebrar su última Misa pontifical conforme al misal de San Pío V. En dicha ocasión, el cardenal declaró que deseaba consagrar parte de su tiempo como prelado emérito a los fieles vinculados a la liturgia tradicional de la Iglesia.

Según lo consigna Paix Liturgique, transcurridos seis años desde dicha expresión de voluntad, el cardenal Zen ha cumplido su palabra y acompaña la vida espiritual y sacramental de la comunidad tradicional de la ex colonia británica, celebrando en diversas oportunidades según el rito tradicional, administrando el sacramento de la confirmación, dando conferencias, asistiendo a la ordenación diaconal de uno de sus miembros, etcétera.


Con sus palabras y, en especial, con sus acciones, el Cardenal Zen se ha mostrado como un buen pastor, preocupado de todos los fieles sin excepción, acogiendo de buena fe y con filial obediencia el llamado de S.S. Benedicto XVI al promulgar el Motu Proprio a aplicar sus disposiciones generosamente, todo según el espíritu de reconciliación en la Iglesia que informó la mens pontificia.  

El compromiso del Cardenal Zen con la comunidad de Hong-Kong constituida en torno a la liturgia tradicional ha quedado demostrado recientemente una vez más al celebrar Su Eminencia una Misa Pontifical el pasado 12 de abril, II Domingo de Pascua, consagrado a la Divina Misericordia. La fecha era especialmente simbólica, pues coincidió con el 14° aniversario de la comunidad pro Misa tradicional. A la Misa Pontifical asistieron alrededor de 600 personas, según lo consigna la bitácora Father Z.'s Blog. Una nota sobre la Pontifical, con fotografías, puede verse aquí.

La Redacción ha conservado las notas intercaladas en la entrevista por Paix Liturgique, añadiendo algunos destacados propios (en rojo).


Entrevista con el Cardenal JOSEPH ZEN ZE-KIUN: "Quienes aman la Misa tradicional deben poder participar en ella, tienen todo el derecho".

1) ¿Qué lugar ocupa la liturgia en su vida, Eminencia? 

Es el momento más importante de cada día. Soy religioso [salesiano, NDLR] y, como tal, aprecio mucho nuestra oración en comunidad. Nuestra comunidad cuenta con hermosas disposiciones en la liturgia.

2) Usted ha sido uno de los primeros sacerdotes chinos en celebrar el Novus Ordo como signo de unidad con Roma. Cuando Benedicto XVI permitió nuevamente la celebración de la misa tradicional, usted lo ha hecho, sobre todo, en Hong-Kong… 


Personalmente, he acogido de modo favorable la indicación dada por el Papa, ahora emérito, Benedicto XVI. Tenía toda la razón al decir que la Misa tradicional nunca había sido abolida. Y si los fieles la encuentran más propicia para alimentar su devoción, hay que darles la posibilidad de tener acceso a ella. Tuve la oportunidad de introducir la Misa del post concilio entre los seminaristas de China [de 1989 a 1996, el cardenal Zen enseñó en los seminarios chinos, cerrados hasta entonces a los sacerdotes romanos, NDLR] y lo hice con mucho gusto. Pero ya en esa época, les recordaba que no había nada malo en celebrar la liturgia antigua. Nuestra fe, nuestra vocación, nuestros santos, todo viene de esa liturgia, de esa oración.



3) ¿Le gusta el latín? 

Sí, mucho. Me gustan los cantos gregorianos y conozco muchos de memoria. Los recito en mis oraciones personales y me parecen admirables. Me gustaría ver celebrada la forma ordinaria en latín más a menudo, como lo quería el concilio.

4) En Europa, quienes se oponen a la Misa tradicional dicen que sólo interesa a un pequeño número de personas, ¿qué piensa de esto?


No veo cuál es el problema. En Hong-Kong también hay un grupo pequeño. Quienes aman la forma extraordinaria deben poder participar en ella, tienen todo el derecho. No es necesario obligar a los fieles a reagruparse artificialmente, un número reducido basta.

5) ¿La forma extraordinaria no amenaza la unidad de la Iglesia? 

No, para nada. ¿Por qué la amenazaría? Hay muchas liturgias en la Iglesia, en particular, las de las iglesias orientales. La diversidad de ritos no es un problema.



6) ¿Tiene usted un mensaje para los fieles vinculados a la forma extraordinaria? 

Sí, es evidente que la Misa tradicional seguirá siendo importante en el futuro. Las personas que lo deseen deben poder asistir, siempre y cuando, desde luego, no se levanten contra la Misa nueva. En Hong-Kong, las personas que participan en la Misa tradicional van también a la Misa moderna y no tienen nada en contra de ella. Como todos los fieles en del mundo entero, los chinos sacan mucho provecho de la tradición de la Iglesia.


Nota: Las fotos pertenecen al sitio Paix Liturgique.

Actualización [30 de enero de 2016]: Entre el 24 y el 31 de enero de este año se celebra en la cuidad de Cebú, Filipinas, el LI Congreso Eucarístico Internacional. Durante esos días, la Santa Misa fue celebrada en tres ocasiones según la forma extraordinaria del rito romano (también ocurrió lo mismo en 2008 y 2012, como viene recordado en esta nota). Una de ellas fue la Misa prelaticia del Cardenal Zen, quien en su sermón recalcó la idea de que la forma extraordinaria alimenta nuestra fe y nos mueve a la adoración, pues todo el rito muestra solemnidad y majestad, conservando un halo de misterio que resguardo el sentido del sacramento de la Eucaristía. Las palabras pronunciadas por el cardenal Zen pueden ser consultadas aquí. En este enlace encontrarán algunas fotografías de la celebración.

Actualización [18 de abril de 2016]: El grupo estable dedicado a la promoción y celebración de la Santa Misa según la forma extraordinaria en la ciudad de Hong Kong ha cumplido 15 años de existencia. Desde la distancia les deseamos la enhorabuena por este aniversario y compartimos con nuestros lectores la noticia (acompañada de un video) publicada por el sitio New Liturgical Movement

Actualización [12 de enero de 2017]: El sitio Catholicvs ha publicado un reportaje fotográfico de la Misa pontifical celebrada conforme a la forma extraordinaria el día de la Natividad del Señor por S.Em.R. Joseph  Card. Zen Ze-kiun, Arzobispo emérito de Hong Kong (China), en la parroquia María Auxiliadora de dicha ciudad. 

Actualización [20 de enero de 2017]: El sitio The New Liturgical Movement ha publicado un artículo dedicado al latín y la Misa tradicional en Singapur. La población de este país asiático, unos cinco millones y medio de habitantes, es muy diversa. De hecho, alrededor de dos millones son de origen extranjero y, entre los nativos, el 75% son chinos y el resto proviene de minorías de malayos, indios o euroasiáticos. Esta diversidad se ve reflejada en los cuatro idiomas oficiales del país, que son el inglés, el chino, el malayo y el tamil, así como en las políticas gubernamentales que promueven el multiculturalismo. En una ambiente de estas características, la Misa tradicional cumple una función primordial y que resalta una de las propiedades de la Iglesia: ella muestra la universalidad de la liturgia y el hecho de que el latín borra las diferencias culturales y une a todo el mundo en un ambiente con pluralidad lingüística.

domingo, 26 de abril de 2015

La reforma litúrgica: notas de lectura (III y final)

Para acabar esta serie, les ofrecemos el segundo texto prometido, que corresponde al apartado dedicado a los desórdenes litúrgicos y disciplinares posteriores al Concilio Vaticano II y contenido en Orlandis Rovira, J., La Iglesia católica en la segunda mitad del siglo XX, Madrid, Palabra, 1998, pp. 94-96:


La crisis posconciliar tuvo una serie de manifestaciones externas que se extendieron a diversos campos, desde el teológico al litúrgico, sin perdonar tampoco el del asociacionismo católico. Es preciso señalar algunas de esas manifestaciones, que hirieron especialmente a la sensibilidad religiosa de los fieles. La reforma de una Liturgia de la Iglesia, que permanecía prácticamente inalterada desde la época tridentina, abrió el camino a no pocas extravagancias, que desbordaron ampliamente los principios rectores de la legislación conciliar. El mayor margen dejado a la espontaneidad individual degeneró no pocas veces en «anarquía litúrgica». La imagen del sacerdote como «presidente» de la asamblea de los fieles, reunidos para celebrar la Cena del Señor, dio lugar a una proliferación de variantes, fruto de la creatividad personal y reflejo del escaso respeto con el que se aplicó en ocasiones la nueva normativa. La depreciación del culto eucarístico constituyó un abuso que hirió los sentimientos religiosos de muchos fieles. En no pocos templos, el sagrario, que ocupaba un lugar honroso y principal, fue desplazado a otro secundario y marginal, como si se tratara de sustraer el Santísimo Sacramento a la adoración del pueblo cristiano. Causaba grima por aquellos años, al visitar las grandes catedrales románicas o góticas de la vieja Europa, ver en algunas de ellas el sagrario sustituido por una caja metálica empotrada en la pared, oculta en un oscuro rincón, como si su función no fuera ya otra que la de servir de depósito o reserva de formas consagradas. 

    
El sacramento de la Penitencia sufrió de modo particular como consecuencia de la crisis del posconcilio, hasta el punto de que todavía hoy existen Iglesias particulares donde ha desaparecido casi por completo la práctica de la confesión auricular. El fenómeno se inició las más de las veces por el recurso abusivo de las absoluciones colectivas. Previstas éstas para situaciones excepcionales, se hizo de ellas un uso indiscriminado, hasta el punto de que muchos fieles se habituaron rápidamente a considerarlas como el procedimiento ordinario de absolución sacramental. La falta de facilidades para la confesión individual contribuyó a su decadencia: muchos confesionarios fueron retirados de los templos y otros permanecieron habitualmente vacíos. Estos hechos contribuyeron a crear un estado de confusión en las conciencias, el abandono por muchos fieles de la práctica de la confesión e incluso el oscurecimiento del sentido de pecado.   

El asociacionismo católico seglar sufrió también las consecuencias del impacto conciliar. Se hizo ya alusión al desplome que experimentó en España la Acción Católica, aunque ha de tenerse en cuenta que allí el fenómeno obedeció en buena medida a especiales circunstancias de orden político. En Italia, la Acción Católica, muy próxima durante años a la Democracia Cristiana, asumió, con el favor de Pablo VI y bajo la dirección de Vittorio Bachelet, una orientación más religiosa y políticamente neutral, orientada hacia la preparación de los laicos para las funciones que les había confiado el Concilio Vaticano II. En todo caso, la Acción Católica estaba lejos  de conservar la pujanza que había tenido en tiempos de Pío XI y Pío XII; y esa falta de empuje y dinamismo apostólico entristecía a Pablo VI, según escribe en sus memorias Mons. Jacques Martin, entonces Prefecto de la Casa Pontificia. 

Caricatura: Chappatte (©)

viernes, 24 de abril de 2015

La reforma litúrgica: notas de lectura (II)

Ofrecemos ahora el primer texto de los dos prometidos en la entrada anterior. Se trata del apartado dedicado a la reforma litúrgica y contenido en Orlandis Rovira, J., La Iglesia católica en la segunda mitad del siglo XX, Madrid, Palabra, 1998, pp. 72-74:  

Don José Orlandis Rovira
(Foto: El País)

Una innovación de particular resonancia, por las repercusiones que estaba destinada a tener en la vida religiosa del pueblo cristiano, fue la reforma litúrgica. Su finalidad era la puesta en práctica de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium. Uno de los objetivos fundamentales de la reforma era impulsar la participación de los fieles en la celebración eucarística. Signo bien visible de este propósito fue la instalación del altar cara al pueblo, un cambio no realizado siempre con la deseable prudencia y en ocasiones a costa del deterioro o supresión de valioso retablos, sagrarios y obras de arte. La finalidad catequética aparece en la introducción en la Misa de la lectura continuada de la Sagrada Escritura y la homilía. La reforma litúrgica tuvo claramente aspectos positivos, como ha sido, en primer lugar, la mayor participación de los laicos en la Misa.

El uso del latín o de la lengua vulgar en la Misa fue tal vez el aspecto más debatido de la reforma litúrgica. La constitución Sacrosanctum Concilium se había expresado sobre esta cuestión en términos muy prudentes [véase el núm. 36]. El principio general establecido era éste: «Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular». Pero a la vez se abrió la puerta al uso de las lenguas vulgares: «Sin embargo —proseguía el texto— el uso de la lengua materna puede ser muy útil para el pueblo. Por eso, tanto en la Misa como en la administración de los sacramentos y en otras partes de la liturgia, podrá dársele mayor cabida, sobre todo en las lecturas y moniciones, en algunas oraciones y cantos». La constitución concluía dejando en manos de la autoridad eclesiástico territorial correspondiente «determinar si ha de usarse la lengua materna y en qué medida». 


La aplicación de la Sacrosanctum Concilium fue mucho más lejos de lo previsto en la letra del texto y puede decirse que provocó la práctica desaparición del uso del latín en la liturgia. Del avance realizado en ese sentido puede dar una idea el contraste entre los términos en que se expresaba la constitución conciliar y las palabras que seis años más tarde en una alocución de 26 de noviembre de 1969, pronunciaba Pablo VI, en abierto favor del uso de las lenguas vulgares [el texto original e íntegro en italiano puede consultarse aquí]: «El lenguaje de la Misa —decía— ya no será el latín sino la lengua vernácula. Para quien conozca la belleza, la fuerza, la sacralidad expresiva del latín representa ciertamente un sacrificio su sustitución por la lengua vulgar: ¡perdemos el habla de los pasados siglos cristianos y con ello perderemos gran parte de esa maravillosa e inefable realidad artística que es el canto gregoriano! Pero ¿no hay acaso algo que está por encima de estos altísimos valores de la Iglesia? ¿No vale más la comprensión de la oración que los ropajes sedosos y vetustos con que está regiamente vestida? ¿No tiene un valor superior la participación del pueblo, de este pueblo moderno acostumbrado a las palabras claras e inteligibles, que puede formar parte de su conversación corriente? Si la expresión latina mantuviese apartada de nosotros a la infancia, a la juventud, al mundo del trabajo y de los negocios; si fuera un diafragma opaco en lugar de ser un cristal transparente, nosotros, pescadores de almas, ¿obraríamos cuerdamente si conservásemos un exclusivo dominio de la plegaria religiosa?».

Esta larga cita de Pablo VI —que recoge uno de sus biógrafos— permite apreciar las razones de orden pastoral que le llevaron a promover el uso de la lengua vulgar en la liturgia. Y el hecho es que la reforma —cuyo principal y audaz ejecutor fue Mons. Amadeo [sic] Bugnini— sería ampliamente aceptada y las resistencias y críticas se circunscribieron a círculos ilustrados de intelectuales y humanistas, como los integrados en la asociación Una Voce. En el momento presente, con la perspectiva que ya permite tener el paso de los años, el juicio histórico ha de ser necesariamente matizado. El uso de la lengua vulgar es, sin duda, un hecho irreversible, como lo fue la sustitución del griego por el latín en las iglesias occidentales de los siglos II y III. La reforma —como ha quedado dicho— ha conseguido igualmente una mayor participación de los fieles en la celebración de la Eucaristía. Pero, dicho esto, hay que llamar también la atención sobre la confusión que produce a menudo la multiplicación de las variedades lingüísticas. En efecto, no solamente los grandes idiomas universales, sino también otros de limitado ámbito regional, y hasta dialectos se emplean a veces incluso de modo, sino exclusivo, mayoritario. Y esto ocurre a la hora en que el mundo ha venido a ser la «aldea global», y el turismo, la actividad profesional o las migraciones hacen que millones de personas se desplacen constantemente de unos a otros espacios lingüísticos. El uso del latín en las partes centrales de la Misa —como viene haciéndose ya en algunos lugares [y como fue recomendado en el núm. 62 de la exhortación postsinodal Sacramentum Caritatis de 2007]— facilita a todos su mejor seguimiento y subraya la catolicidad [que es a la vez unidad y universalidad] de la Iglesia. Por lo que hace a la música sagrada, el éxito que registra hoy el canto gregoriano lleva a pensar que ese género sigue diciendo mucho al espíritu del hombre contemporáneo. Y, aunque se comprendan las razones pastorales, no puede dejar de lamentarse que obras que son el fruto del genio de músicos cristianos del pasado —como, por ejemplo, la secuencia del Dies irae, fiel expresión de la sensibilidad religiosa de los católicos de la Baja Edad Media— haya desaparecido del rito de las exequias, para sobrevivir —secularizada— en los programas de conciertos de los grandes coros y orquestas.

miércoles, 22 de abril de 2015

La reforma litúrgica: notas de lectura (I)

La reforma litúrgica obrada en aplicación de las directrices del Concilio Vaticano II, contenidas en su constitución Sacrosanctum Concilium (1963), en ocasiones parece que constituyese el único punto que interesa al sector denominado «tradicionalista». O así al menos lo presentan desde la vereda opuesta, con un deseo de reducir una cosmovisión de Fe a cuestiones estéticas o incluso nostálgicas. Pero ocurre que detrás hay algo mucho más importante, como es la fidelidad a la Tradición de la Iglesia, que no es otra cosa que la conservación de ese patrimonio de Fe que es propio del pueblo de Dios y que, por consiguiente, se enriquece con los siglos. La Tradición no representa una mera conservación estática, sino que preserva y desarrolla aquello que se considera útil. Por eso, el Catecismo de la Iglesia Católica se refiere a ella como la transmisión viva de la Revelación llevada a cabo por acción del Espíritu Santo (núm. 78).

El propio concepto de Tradición es, por tanto, opuesto a ruptura y supone continuidad y fidelidad en el depósito de la fe. No sorprende, entonces, que ya en 1966 la Congregación para la Doctrina de la Fe dirigiese una «Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales sobre los abusos en la interpretación de los decretos del Concilio Vaticano II».

El Cardenal Ratzinger durante su visita a Chile (1988)
(Foto: iglesia.cl)

Años después, y con ocasión de la consagración de cuatro obispos por parte de Monseñor Marcel Lefebvre en calidad de auxiliares de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X (FSSPX), el cardenal Ratzinger se refería a esta tensión entre continuidad y ruptura durante su visita a Chile de 1988 (una cobertura completa de ella puede ser consultada aquí; la cita está tomada de la p. 38):

Sin embargo, existe una actitud de miras estrechas que aísla el Vaticano II y que ha provocado la oposición. Muchas exposiciones dan la impresión de que, después del Vaticano II, todo haya cambiado y lo anterior ya no puede tener validez, o, en el mejor de los casos, sólo la tendrá a la luz del Vaticano II. El Concilio Vaticano II no se trata como parte de la totalidad de la Tradición viva de la Iglesia, sino directamente como el fin de la Tradición y como un recomenzar enteramente de cero. La verdad es que el mismo Concilio no ha definido ningún dogma y ha querido de modo consciente expresarse en un rango más modesto, meramente como Concilio pastoral; sin embargo, mu­chos lo interpretan como si fuera casi el superdogma que quita importancia a todo lo demás.

Esta impresión se refuerza especialmente por hechos que ocurren en la vida corriente. Lo que antes era considerado lo más santo –la forma transmitida por la liturgia–, de repente aparece como lo más prohibido y lo único que con seguridad debe rechazarse. No se tolera la crítica a las medidas del tiempo postconciliar; pero donde están en juego las antiguas reglas, o las grandes verdades de la fe –por ejemplo, la virginidad corporal de María, la resurrección corporal de Jesús, la inmortalidad del alma, etcétera–, o bien no se reacciona en absoluto, o bien se hace sólo de forma extremadamente atenuada. Yo mismo he podido ver, cuando era profesor, cómo el mismo obispo que antes del Concilio había rechazado a un profesor irreprochable por su modo de hablar un poco tosco, no se veía capaz, después del Concilio, de rechazar a otro profesor que negaba abiertamente algunas verdades fundamentales de la fe. Todo esto lleva a muchas personas a preguntarse si la Iglesia de hoy es realmente todavía la misma de ayer, o si no será que se la han cambiado por otra sin avisarles. La única manera para hacer creíble el Vaticano II es presentarlo claramente como lo que es: una parte de la entera y única Tradición de la Iglesia y de su fe.

Concilio Vaticano II

Insistía todavía Joseph Ratzinger, ahora desde la sede de Pedro que ocupó con el nombre de Benedicto XVI, sobre la «hermenéutica de la continuidad» en su célebre discurso a la Curia Romana de 22 de diciembre de 2005:

A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron primero el Papa  Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera citar solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el Concilio “quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones”, y prosigue: “Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época [...]. Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado” (Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid, 1993, pp. 1094-1095).

San Juan XXIII

Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra realizada por el Concilio.

Ciertamente, fruto de un desarrollo orgánico, los ritos en la Iglesia debían incorporar algunos cambios con el paso de los siglos y favorecer así ese deseo profundo que animó al Movimiento litúrgico: la actuosa participatio de los fieles en los misterios sagrados. A ese propósito responden las reformas de San Pío X, del Venerable Pío XII y de San Juan XXIII. Pero ella no podía descuidar que la Santa Misa es uno de los más grandes misterios de nuestra Fe y revive el sacrificio redentor de Cristo. A ese fin se ordenan los cambios de voz del preste, el silencio, las genuflexiones y la orientación del altar en la liturgia tradicional. Es esa sacralidad, muchas veces perdida, la que atrae a tantos católicos a descubrir el tesoro de la Forma Extraordinaria como un medio de vivir con mayor intensidad su Fe.  


En una lectura reciente hemos descubierto una ponderada síntesis de lo que fue la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II y los desórdenes que a ella siguieron, y queremos compartirla con nuestros lectores en dos entradas futuras. Se trata una obra de divulgación sobre la historia de la Iglesia en el siglo XX escrita por el Rvdo. José Orlandis Rovira (1918-2010) y publicada por Ediciones Palabra en 1988. 

Este sacerdote de la Prelatura del Opus Dei fue un conocido historiador y jurista español que destacó por sus investigaciones sobre la cultura y las instituciones visigóticas. Catedrático de Historia del Derecho desde 1942, ejerció su docencia principalmente en las Universidades de Zaragoza y Navarra. Ocupó la presidencia de la Academia Aragonesa de Ciencias Sociales y fue Vicedecano de la Facultad de Derecho de Zaragoza y, posteriormente, primer decano de la Facultad de Derecho Canónico y primer director del Instituto de Historia de la Iglesia de la Universidad de Navarra. Fue asimismo presidente del Consejo Asesor Internacional de la revista Anuario de Historia de la Iglesia. Es autor de un sinnúmero de obras, entre ellas una Breve historia del cristianismo (1983) publicada en Chile por Editorial Universitaria. 

domingo, 19 de abril de 2015

Aviso importante

El próximo domingo 26 de abril, después de la Santa Misa en Nuestra Señora de la Victoria (12:00 hrs.), el capellán de la Asociación ofrecerá una pequeña clase práctica para todos los que deseen aprender a usar sus nuevos misales de los fieles.


sábado, 18 de abril de 2015

Congreso Summorum Pontificum en Santiago de Chile

En Santiago de Chile, entre los días 21 al 23 de julio del año en curso, tendrá lugar en la Casa Nuestra Señora de la Dehesa, comuna de lo Barnechea, un congreso dedicado al Motu Proprio Summorum Pontificum (2007), dado por S.S. Benedicto XVI, relativo a la aplicación de la forma tradicional del rito romano.  

El congreso está abierto a la participación tanto de clérigos como de seglares, y contará como invitado de honor con la distinguida presencia de Su Emcia. Revma. el Cardenal Jorge Medina Estévez, quien dictará la conferencia inaugural. El programa cubrirá, mediante la participación de diversos conferencistas, cuestiones históricas, litúrgicas, jurídicas y de espiritualidad, así como relativas a la música sacra y consideraciones prácticas de aplicación del Motu Proprio. Se ofrecerán asimismo para los sacerdotes participantes talleres prácticos para la celebración de la Santa Misa en la Forma Extraordinaria. 

Información e inscripciones:

Correo electrónico: SummorumPontificumChile@gmail.com
Facebook: Summorum Pontificum en Chile 
Twitter: @SummorumPontificumCL 

La ficha de inscripción se encuentra aquí.

Mayores detalles relativos al costo e inscripciones, y sobre el programa y los expositores, se encuentran en el afiche y el programa imprimible anexos. El programa puede descargarse en formato PDF también aquí.






jueves, 16 de abril de 2015

II Domínica de Pascua: el tradicional "Domingo de Cuasimodo"

El II Domingo de Pascua, que celebramos hace unos días, se llama tradicionalmente Dominica in albis por la costumbre de los neófitos de depositar en la iglesia en este día las vestiduras blancas con las que fueron bautizados el Sábado Santo. En la liturgia de este día, la Iglesia compara a sus hijos con los niños recién nacidos y esa leche que les da de beber (Introito) es la fe en Jesús, que les hará triunfar por sobre el mundo. Esa fe tiene por fundamento el testimonio del Padre, que en el bautismo de Cristo (agua) le había proclamado ya Hijo suyo; del Hijo, que en la cruz (sangre) se mostró verdaderamente hijo del Padre; y del Espíritu Santo (fuego), el cual atestigua por la Resurrección de Jesús la Divinidad del Salvador (Epístola). Por eso, en el Evangelio alaba la fe de los que, sin haber visto, creen. 

A partir de este domingo era habitual que catedrales y parroquias españolas celebraran la Procesión de Impedidos, en la que el Santísimo Sacramento se llevaba de forma solemne a los enfermos y que, a pesar de la lamentable pérdida de tantas prácticas litúrgicas tras el Concilio Vaticano II, se ha conservado en algunas ciudades. La idea detrás de la instauración de la Procesión de Impedidos era garantizar que enfermos y ancianos tuvieran la oportunidad de dar cumplimiento al mandamiento de la Iglesia de comulgar al menos una vez al año por Pascua.

Procesión de Impedidos en Sevilla

En Chile, esta procesión se ha mantenido e incorporado al folclore con el nombre de la "Fiesta de Cuasimodo". De hecho, San Juan Pablo II, durante su visita al país en 1987, calificó esta fiesta como un verdadero tesoro del pueblo de Dios. Ella se celebra el II Domingo de Pascua (de ahí su nombre, al castellanizar el Introito de ese día: "Quasi modo geniti infantes..."), principalmente en la zona central del país. La fiesta consiste en una procesión a caballo que escolta las Formas Eucarísticas con que se dará la comunión a enfermos y ancianos, portadas por el sacerdote que es transportado en un carruaje engalanado para la ocasión. Los escoltas, llamados "cuasimodistas", se organizan en cofradías y se atavían de manera especial: sobre el traje de huaso visten una capa corta y cubren su cabeza con un pañuelo generalmente blanco en señal de respeto a Jesús Sacramentado, al no poder llevar un sombrero en su Presencia. Mientras dura el recorrido se entonan cantos litúrgicos. En la actualidad, especialmente en zonas urbanas, se realizan también procesiones en bicicleta o incluso en vehículos motorizados.


Celebración de la fiesta de Cuasimodo organizada por la Parroquia San Luis Beltrán de Barrancas, hoy Pudahuel
 (Foto: Memorias del siglo XX)

El sacerdote Francisco Salgado en la celebración de la fiesta de Cuasimodo en la comuna de Pudahuel (1963)
El Cardenal Bertone preside una procesión 
de Cuasimodo durante una visita a Chile (foto: Emol)

 Cuasimodistas a caballo escoltan al Santísimo (foto: blog Errantries)


Carruaje que transporta al sacerdote con las Sagradas Formas

Carroza engalanada con cuasimodistas
 (foto: sitio Quiero puro viajar)

Mujer enferma recibe la Comunión 
(Foto: sitio Amigos católicos

Asimismo, el domingo siguiente a Pascua de Resurrección se celebra la Fiesta de la Divina Misericordia. Jesús prometió a santa María Faustina Kowalska (1905-1938) su misericordia, vale decir, el perdón total de los pecados y penas a quien se confiese y comulgue ese día . Esto significa que la persona habrá ido al Cielo inmediatamente después de la muerte, sin pasar previamente por el purgatorio. Esta fiesta fue declarada oficialmente por el papa Juan Pablo II el 30 de abril de 2000, segundo domingo de Pascua, el canonizar a la nueva santa polaca

 Cristo de la Divina Misericordia
(Eugeniusz Kazimirowski, 1934)

El Santo Padre, por su parte, ha convocado un Jubileo de la Misericordia que comenzará el 8 de diciembre 2015 y concluirá el 20 de noviembre de 2016, y que quiere recordarnos esta dimensión del Amor de Dios. La bula Misericordiae vultus puede ser consultada aquí.


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Actualización [10 de enero de 2019]: Hemos añadido dos fotos antiguas de la procesión de Cuasimodo, que muestra la continuidad de esta tradición chilena. 

lunes, 13 de abril de 2015

La importancia de Dios en Eduardo Anguita

Eduardo Anguita (1914-1992) fue un poeta metafísico adscrito a la Generación de 1938, que se desempeñó también como periodista y cronista literario, y realizó un importante aporte a la promoción de las nuevas tendencias literarias de su tiempo. Estudió Derecho en la Pontificia Universidad Católica de Chile, pero se retiró después de tres años para trabajar en agencias de publicidad y en editoriales. Fue el creador y único miembro del grupo literario «David», y cumplió funciones como agregado cultural de Chile en México. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1988. 


Su faceta de ensayista tiene su más lograda expresión en La belleza de pensar (1988), recopilación de crónicas aparecidas en el diario El Mercurio entre 1976 y 1983, reeditada por la Editorial de la Universidad de Valparaíso en 2013 con prólogo de Cristián Warnken. De esta última obra extraemos el fragmento que a continuación les ofrecemos y con el que se inicia el ensayo intitulado «El mito náhuatl de la redención», donde Anguita nos habla de la importancia de Dios:

Cada vez que nos hemos referido a los mitos, fuimos cuidadosos para no rebajar este vocablo asimilándolo a «superstición» o a «mentira»; a la vez que siempre establecimos su validez relativa, aproximativa, como patrones genuinamente religiosos.  En una época excesivamente racionalista como es la nuestra y, paradójicamente de increíble irracionalidad, solamente nuestra cosmovisión cristiana y su cuerpo de doctrinas de que la iglesia está investida para impartir la verdad del Evangelio, la Revelación divina directa y personalmente encarnada en Jesucristo, así como la filosofía que entraña, son capaces de iluminar y dar orden a la humanidad moderna, que, tal vez, ha sido la más desorientada y confusa de toda la historia.

Esta aclaración previa es necesaria, para evitar que se me entienda mal; entender mal, actualmente, es el inmenso equívoco de la sociedad de nuestros días. Hablar de los mitos, en su buena acepción, es útil, siempre y cuando no se crea que, por atrayentes que sean, reemplazan a la verdadera religión.  Y es que, en medio de toda la confusión contemporánea —época crítica, con todos los alcances de esta última expresión—, el hombre está buscando a Dios. Y lo busca hasta en las formas más desatentadas. ¿Quién fue el que vaticinó que en este siglo era cuando más se iba a hablar de Dios? «Dios ha muerto», sentenció Nietzsche. Novalis escribió: «Cuando mueren los dioses, aparecen los fantasmas». Como quiera que sea, los fantasmas cumplen una función. Dicen: «Aquí estuvo Dios», o «Aquí estaría Dios». 


Nota de la Redacción: La cita está tomada de Anguita, E., La belleza de pensar, Valparaíso, Universidad de Valparaíso, 2013, p. 101. Para mayor información del autor, puede consultarse la página que el sitio Memoria chilena le dedica

sábado, 11 de abril de 2015

El amito, el alba y el cíngulo

En una entrada anterior anunciamos una serie sobre los ornamentos litúrgicos. Comenzamos, pues, con ella de acuerdo al orden con que el sacerdote se reviste para celebrar la Santa Misa, después de haberse preparado interiormente para ello

El primer ornamento con que se ciñe el sacerdote es el amito (de amicere, que significa cubrir), que es un trozo de tela blanca rectangular y lo suficientemente ancha para que cubra el cuello y los hombros. En la Forma Ordinaria, este ornamento puede omitirse si el alba cubre el vestido común alrededor del cuello (Instrucción General del Misal Romano, núm. 336). En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas y mendicantes— se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así el yelmo que protege al soldado de Cristo contra las acometidas del diablo, y que le recuerda la disciplina de los sentidos y del pensamiento que es necesaria para una digna celebración de la Santa Misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de la vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos, sino que han de mirar a Cristo que se hará real, verdadera y sustancialmente presente sobre el altar en el momento de la consagración. También recuerda que el ministro sagrado debe ser parco y comedido en las palabras. Por eso, la oración que acompaña a este ornamento dice: «Pon, Señor, sobre mi cabeza el yelmo de salvación para rechazar los asaltos del enemigo». 

Amito

Después de ponerse el amito, el sacerdote se viste con una túnica que lo cubre de arriba a abajo, y que, por ser siempre blanca, ha recibido el mismo nombre de su adjetivo en latín: alba. Es uno de los más importantes ornamentos litúrgicos, lo que explica que en la Forma Ordinaria sea la vestidura sagrada para todos los ministros ordenados e instituidos (Instrucción General del Misal Romano, núm. 336). Místicamente, nos recuerda la pureza de corazón que ha de poseer el que la lleva y que es necesaria para entrara en los goces de la gloria. De ahí que el sacerdote al ponérsela diga: «Hazme puro, Señor, y limpia mi corazón, para que, santificado por la sangre del cordero, pueda gozar de las delicias eternas». 

Para que el alba se adapte convenientemente al cuerpo, el sacerdote se ciñe sobre ella un grueso cordón, llamado cíngulo (de cingere, que significa ceñir), que puede ser blanco, dorado o del color litúrgico del día. En la Forma Ordinaria, éste puede omitirse si el alba está hecha de tal manera que se adapte al cuerpo aun sin él (Instrucción General del Misal Romano, núm. 336). Espiritualmente nos recuerda, tal y como indica la oración que reza el sacerdote, la castidad que debe vivir el sacerdote y la necesidad de luchar contra las bajas pasiones de la carne: «Cíñeme, Señor, con el cíngulo de la pureza, y apaga en mis carnes el fuego de la concupiscencia, para que more siempre en mí la virtud de la continencia y castidad». 

Alba y cíngulo

Por privilegio, en España se podía utilizar un cíngulo fajinado, esto es, una faja con dos caídas terminadas en borlas, que el celebrante llevaba a modo de cíngulo. La faja era del mismo tejido que los ornamentos o, al menos, estaba ricamente bordada. Para ajustarla según la circunferencia del celebrante, se empleaban unas cintas que se ataban por detrás. Las caídas eran una a la izquierda y otra a la derecha, de manera que quedasen simétricas con el cuerpo.

Pintura en que el sacerdote lleva el cíngulo fajinado

Foto de un cíngulo fajinado

No debe confundirse el cíngulo con el fajín que acompaña la sotana. Este último es un trozo de tela que ciñe la sotana alrededor de la cintura, cayendo verticalmente en dos bordes terminados en flecos. Su color depende de la jerarquía de quien lo usa: el Sumo Pontífice utiliza una faja blanca para ceñir su sotana del mismo color; los cardenales visten faja roja de seda moaré; los nuncios apostólicos emplean faja púrpura de seda moaré; los obispos usan fajas de igual color, pero en seda normal; los prelados de honor tiene reservado el color púrpura; los presbíteros visten faja negra para ceñir su sotana, aunque en el mundo hispano ella no era habitual; en fin, los seminaristas utilizan fajas dependiendo de su orden y de su grado de estudios o diócesis, siendo ella generalmente de color azul.

 Ejemplos de un fajín proprio de un cardenal (el entonces Cardenal Ratzinger, al centro a la izq.) 
y de un obispo (centro a la der.)

Nota de la Redacción: Las fotos 1 y 2 están tomadas del libro Zum Altar Gottes will ich treten, una introducción a la Misa tradicional escrita por el P. Martin Ramm, FSSP.

Actualización [23 de julio de 2015]: Esta entrada ha sido actualizada con esta fecha para incluir la referencia al fajín, prenda perteneciente al hábito eclesiástico como complemento de la sotana.