Continuando con la tarea de poner a disposición de nuestros lectores las actas del III Congreso Summorum Pontificum, el que tuvo lugar a fines de julio pasado, publicamos hoy la primera de dos entradas de la conferencia que allí sostuviera el Prof. Augusto Merino Medina, colaborador estable de esta bitácora.
El Prof. Augusto Merino durante su conferencia en el III Congreso Summorum Pontificum de Santiago (2017)
(Foto: Asociación Litúrgica Magnificat)
***
En torno a la cuestión de
ritos y formas.
Augusto Merino Medina
Augusto Merino Medina
“El medio es el mensaje”
Marshall MacLuhan
“Y cuando estaban juntos a la mesa
tomó el pan, lo bendijo, lo partió
y se los dio. Entonces se les abrieron
los ojos y lo reconocieron”
Lc 24, 30-31.
I. Introducción
La promulgación, hace ya diez años, del motu proprio Summorum Pontificum es uno de los momentos más importantes de la vida de la Iglesia en la época contemporánea. Su importancia puede evaluarse si se considera, primero, que la liturgia es la cumbre y fuente de la vida de la Iglesia[1] y, segundo, que esa liturgia fue sometida a reformas, sin antecedentes en la historia de la Iglesia, con posterioridad al Concilio Vaticano II, con el pretexto de cumplir lo mandado por él; reformas que constituyen el acto más importante y más grave derivado de dicho Concilio, y el que ha tenido más consecuencias para la vida de la Iglesia desde la herejía arriana del siglo IV: cuando se mete mano tan radicalmente en el corazón de la liturgia, que es la Misa, es decir, en el corazón de la Iglesia, ya nada queda en pie. Testigo de esto es la reforma litúrgica de Lutero, la única otra gran reforma masiva de la liturgia que registra la historia de la Iglesia.
El restablecimiento del vínculo con la
Tradición, al declarar el motu proprio que la Misa usus antiquior jamás había sido abrogada o derogada y al alentarse
de nuevo, por consiguiente, su celebración, ya es un logro considerable, por el
cual la Iglesia debe estar agradecida a Benedicto XVI. Pero hay también otro
motivo de gratitud: en ese documento Benedicto XVI empleó una terminología,
hasta entonces inusual, para referirse a la Misa de Pablo VI como “forma
ordinaria” y a la Misa usus antiquior,
como “forma extraordinaria”, declarando que las dos son formas igualmente válidas
del rito romano. Esta terminología permite aclarar los términos del problema
que Pablo VI creó al promulgar la nueva Misa, que puede ahora ser expuesto
mucho más nítidamente.
Lo que aquí intentaremos hacer es lo
siguiente: en primer lugar, examinar en general el concepto de rito, destacando
los dos elementos que lo integran, que denominaremos “contenido” y “forma”; en
segundo lugar, aplicar las ideas así elucidadas al análisis de la situación
actual del rito romano de la Misa.
El entonces Cardenal Ratzinger celebra una Misa Pontifical usus antiquior para la FSSP en el seminario de Wigratzbad (1990)
II. La concepción de rito: contenido y forma.
1. El concepto genérico de rito.
El rito, en general, puede
entenderse en relación con las necesidades expresivas del ser humano y sus
capacidades comunicativas.
En efecto, no todo lo que el hombre es
capaz de concebir o de experimentar en su vida interior (ideas, emociones,
sentimientos, intuiciones) puede ser comunicado o expresado a los demás por el
modo que resulta más inmediato, directo y, al cabo, más distintivo y propio de
la especie humana, es decir, por el lenguaje verbal, ya sea abstracto, ya
concreto –es decir, poético-. Y esto nos pone frente al segundo lenguaje por el
cual se comunica el ser humano: el lenguaje no verbal.
Este sirve para expresar todo aquello
que no cabe en el concepto –el que es siempre una abstracción de la realidad-,
o sea, todo aquello que, por su riqueza, lo desborda y para expresar, además,
todo aquello que la palabra poética no siempre acierta a comunicar. Para
hacerlo, este lenguaje no verbal recurre a una gran variedad de recursos de
otro tipo que están a disposición del hombre: los gestos del rostro o del
cuerpo en general, el uso de ciertas cosas como flores, o aromas o colores, la
disposición de las cosas en el espacio, las vestimentas y adornos corporales,
la música y las demás artes, las inflexiones de la voz (independientemente de
la palabra pronunciada) y otras más, todas las cuales coadyuvan a la expresión
y la comunicación.
Dos elementos, pues, integran el
rito: el contenido (una realidad inefable aprehendida interiormente por el
hombre) y las formas exteriores que usa para expresarlo y comunicarlo.
Pero no toda forma de comunicación
que recurre al lenguaje no verbal es, propiamente, un rito. El amor recurre
también a gestos para comunicarse, pero no todo en la expresión y comunicación
del amor es, en sentido propio, un rito. Restringiremos el término rito, en
esta exposición, sólo a lo que deja atrás el mundo de los contenidos cotidianos,
de lo usual, de lo familiar, para intentar comunicar algo que trasciende la vivencia
humana usual o prosaica.
O sea, el rito expresa algo que,
saliendo de la prosa del día a día, es de importancia
trascendental. Pero hay más: todo rito tiene siempre una dimensión
colectiva porque el hombre es esencialmente un ser social: existe propiamente
un rito cuando éste está referido a lo inefable y trascendental en la vida colectiva: el rito es algo que
se vive y se realiza colectivamente.
Como modo de expresar y comunicar lo
inefable y trascendente en la vida colectiva el rito exige una particular
solemnidad en su realización y la observancia minuciosa de una serie de
actitudes y exterioridades ad hoc, claramente diferenciadas de las reglas de
comportamiento diario y de los usos y costumbres sociales corrientes (como el
saludarse dándose la mano, o las maneras de comer en la mesa, cosas que están
también pautadas, etcétera).
Esta expresión de lo inefable y
trascendental exige alejarse necesariamente de lo cómico o lo familiar o lo
simpático o de otras emociones parecidas que no convienen a la comunicación de
lo trascendental, de lo sublime, y requiere la realización de acciones
inusuales, de comportamientos y gestos reservados exclusivamente para estas
ocasiones y estrictamente pautados hasta en sus menores detalles. Ahora bien,
en el orden de lo inefable hay una amplísima gama de realidades que comunicar y
es posible reconocer en ella, casi intuitivamente, una jerarquía más o menos
clara. Mientras más alta es la jerarquía de la realidad que ha de comunicarse,
más pautado, estricto, regulado y solemne es el rito. Por eso, cuando el rito
se refiere a lo sagrado, exige la observancia de un comportamiento acorde con
el misterio propio de lo sacro, un comportamiento que exprese lo que, en
inglés, se denomina “awe”, concepto imposible de traducir al castellano con un
solo término, y que se puede describir
como “sentimiento de asombro, de admiración y de temor reverencial ante
lo inmenso, lo maravilloso y lo que supera nuestra capacidad de comprensión”. En
la expresión y comunicación de semejante sentimiento no es concebible una
actitud ritual que sea principalmente aleatoria, entregada a la improvisación,
desregulada, “informal”. La falta de apego a una norma objetiva de expresión
(vestimentas, gestos, objetos o instrumentos, etcétera), largamente vigente,
decantada, es indicación de que falta la actitud requerida por el rito o señal
clara de su corrupción.
Por lo trascendente de su contenido,
una colectividad humana no concibe jamás un rito como una simple creación
humana ni, mucho menos, prosaica y burocrática, sino que, igual que el arte, el
rito está siempre vinculado con criterios arcanos de valor; oculta siempre el
artificio que lo ha ido creando, y tiende un velo sobre el acto de su
generación. Además, en relación con esto último, con su origen, el rito
comunica que la colectividad está en conexión vital con su pasado, con la
historia y, quizá más todavía, con el origen de todo, con una cosmogonía: todo
rito es siempre herencia de los antepasados y forma parte esencial de la
tradición. Por ello es que el rito exige, como decíamos, una actitud llena de
reverencial temor que le es inherente. Piénsese, al respecto, en el ejemplo que
nos proporciona la apertura del Parlamento por la Reina de Inglaterra: en esa
impresionante ceremonia, que es un preclaro ejemplo de rito, todo está
estrictamente pautado, regulado, previsto, de modo que no se deja nada al azar
ni se lo entrega a la creatividad o espontaneidad de los actores, hasta el
punto de que sería inconcebible, en el desarrollo de la ceremonia, la intervención del arbitrio innovador,
espontáneo, de nadie, o la alteración de cualquier detalle, por pequeño que
fuere. Y la razón de ello es que esa ceremonia refiere plásticamente el origen
mítico del sistema político inglés, la gloria de que está rodeado, la tradición
venerable que encarna.
Todo esto tiene una particular
importancia en el rito religioso, que se refiere al misterioso mundo de lo
numinoso, de lo “awe-inspiring”. En el rito religioso hay un aspecto que se
destaca mucho más que en los ritos “civiles”: el rito religioso no es jamás
enteramente compresible conceptualmente: lo sagrado oculta su deslumbrante
presencia al ojo prosaico, inquisitivo, de talante científico, analítico,
crítico. Es un contrasentido un rito religioso que se hace o fabrica o modifica
en una especie de laboratorio ad hoc, por un conjunto de “expertos en la
materia” que proceden echando mano a una serie de conocimientos científicos
(historiografía, paleografía, etcétera). Tal rito nace ya destituido de esa esencial
capacidad de religar al hombre con el pasado, con el origen, con lo
trascendente. Un rito religioso que lo explica todo, que es perfectamente
inteligible, que se lee como quien lee una receta de cocina, ha perdido una de
sus cualidades expresivas y comunicativas esenciales[2].
Del mismo modo, la permanencia e
inalterabilidad de todo rito, y en especial del religioso, es también un factor
de máxima importancia: se trata de expresar y de entrar en contacto con un
mundo intemporal, que permanece siempre igual, como fundamento sólido de la
realidad, del sentido de la vida, de la confianza y de la fe colectivas. Esto
significa que jamás un rito “se pone al día”; el rito no se “aggiorna” para
“sintonizar” con los hombres del presente, sino que la realidad inefable y
trascendente que comunica exige que los hombres se pongan a tono con él,
mediante un proceso de iniciación que incluye una explicación, un componente,
podríamos decir, didáctico o pedagógico. Todo rito es siempre, en alguna
medida, iniciático. Por otra parte, por su intemporalidad, el rito sagrado une
también al hombre de hoy con los hombres del futuro, estableciendo una ligazón
que supera los límites de la vida humana en el tiempo y descubriendo una
realidad que la supera infinitamente.
Como puede verse, la tradición y el
largo transcurso del tiempo, son elementos que tienen decisiva importancia en
la configuración del rito. En esta misma línea se entiende que la lentitud en
el desarrollo histórico del rito es esencial, como lo es también la lentitud en
la ejecución del rito en cada ocasión: no es solemne lo que aparece en escena
de un día para otro, lo que nace precipitadamente, como tampoco lo es lo que se
hace a la carrera, lo que transcurre en un santiamén, lo que adquiere el ritmo
de un dibujo animado. Lo que el rito comunica exige paladeo, una contemplación
morosa, un transcurrir reposado y grave tanto a lo largo de los siglos como en
el momento en que se lleva a cabo.
Todas estas exterioridades concretas
o “formas” solemnes que un rito emplea para expresarse o comunicar su
contenido, nos permiten colegir la importancia de la realidad a que se refiere,
su naturaleza, su riqueza, su inefable complejidad. Un rito que no logra
expresar y comunicar todo esto, es un rito frustrado.
En suma, el rito es, en su
acepción más amplia, un conjunto de expresiones externas, tanto verbales como
no verbales (ceremonias, gestos, acciones, usos, elementos visuales, auditivos,
etcétera) que tienen como finalidad comunicar, en parte al menos, un determinado
contenido inefable y trascendental para la colectividad. El rito religioso se
diferencia de los demás ritos por referirse al mundo misterioso de lo numinoso,
y exige que las características generales del rito, que hemos descrito, sean
extremadas.
(Foto: Asociación Litúrgica Magnificat)
2. Las “formas”.
Hemos dicho que el rito comporta
contenido y formas. Las “formas”, en relación con esta idea de “rito” son,
pues, las expresiones materiales, las ceremonias externas, de que se echa mano
para decir lo que, en una determinada realidad, es comunicable pero inefable. Esta realidad inefable es el fondo del
contenido, el verdadero contenido, el mensaje que hay que comunicar. Las formas
son el medio que lo comunica.
Ahora bien, se nos presenta aquí una
cuestión difícil. A menudo las formas comunican más de lo que se querría, o
menos, o cambian el contenido en alguna medida importante, o lo sesgan en
alguna dirección que el emisor del mensaje nunca quiso ni previó y de la cual
ni siquiera tiene conciencia. Cada forma comunicativa produce un “ruido” que
incide sobre el contenido y lo cualifica o distorsiona, de manera que, al cabo,
el receptor puede recibir el contenido de un modo diferente de cómo se emitió.
Quienes entienden de los procesos de reproducción musical en el mundo de hoy
captarán bien esta idea: los diversos procedimientos de reproducción conllevan
más o menos ruido, y se prefiere, obviamente, los que provocan menos ruido. Por
este motivo es que Marshall MacLuhan ha dicho que el medio es el mensaje.
En el caso del rito y debido a que tiene que ver con lo inefable, el medio, es
decir las formas, tienen tal fuerza que tienden a transformarse ellas mismas en
el mensaje, en especial cuando se trata de símbolos
Hay una dialéctica, que calificaríamos
incluso de agonal, entre el mensaje que hay que comunicar (es decir, el
contenido) y el medio de comunicación (las formas, en la situación que
analizamos). Porque, no obstante el poder de las formas (especialmente las
formas simbólicas), el contenido no pierde toda importancia, particularmente
cuando él consiste en un núcleo que es, en parte, conceptualmente inteligible.
Y ello se debe a que ese contenido conceptual ayuda a comprender el sentido o
significado que tienen las formas. Esto se hace más claro cuando un rito religioso,
por ejemplo, está acompañado por una teología, que es una disciplina racional,
conceptual, discursiva, que explica lo que se está haciendo. Imaginemos un rito
de este tipo que consiste en encender una gran fogata y en poner en ella, para
ser quemado, un determinado objeto: el contenido conceptual, teológico del rito
puede explicar que lo que se está haciendo es una purificación, y no una
destrucción de dicho objeto. De este modo, el rito cambia de cariz debido a la
guía de los conceptos y palabras que lo acompañan.
Pero un rito no es una exposición o
explicación de teología: el rito no es jamás una comunicación filosófica de un
contenido conceptual, aun cuando ésta pueda ser posible y necesaria. En
contraste con esto, una lección de lógica formal en la universidad, por
ejemplo, no necesita recurrir ni a ritos ni a simbolismos ni excitar emociones.
Una lección de teología, tampoco. En el caso de un rito, una vez inteligido y
comprendido el contenido conceptual, queda todavía mucho por comprender que los
conceptos no pueden comunicar. Quizá vendría a cuento recordar en este lugar
aquello de Pascal: “el corazón tiene sus razones que la razón no entiende”. Y
recordar también lo que ocurrió a Santo Tomás de Aquino: después de que
mientras celebraba una Misa, a tres meses de su muerte, tuvo una visión
sobrenatural, no siguió escribiendo una sola línea más de teología, dejando
interrumpida la Suma, y sólo escribió un comentario al más poético de los
libros de la Biblia, el Cantar de los Cantares: toda la estupenda teología que
había escrito hasta ese momento le pareció “paja molida” en comparación con lo
que había visto y no podía expresar.
Así pues -y esto es de máxima
importancia- por su gran poder evocativo, sugerente de lo inefable (que es lo
más rico y profundo del contenido a que se refiere el rito), las formas
comunicativas no verbales (ceremonias y exterioridades) tienen un decisivo peso
en el rito: ellas importan máximamente: son tales formas no verbales las que
resultan decisivas en el rito, y ellas son las que más comunican de lo que
hay de comunicable en la inefabilidad del contenido: ellas constituyen,
efectivamente, el núcleo del rito, su nudo más comunicativo y expresivo.
Por mucho que los conceptos puedan decir algo del contenido lo esencial es lo
que se hace, más que lo que se dice. Como lo inefable del contenido es el
“elemento” de mayor peso en el rito –es, al cabo, lo que hace necesario
recurrir él- aquel elemento del rito –la exterioridad material- que comunica, o
procura comunicar no verbalmente esa inefabilidad es lo que, al cabo, decide lo
que el rito expresa. La suerte del contenido comunicable del rito se juega,
normalmente, en las formas simbólicas, no conceptuales.
Esto explica que el rito cambia más
fácilmente por el cambio de las formas (ceremonias y exterioridades del
lenguaje no verbal) que por el conjunto de conceptos que forman parte del
mismo. Se puede decir, así, que un rito depende, de modo inevitable y
decisivo, de las formas. Por eso, cambiadas las formas, cambia el rito.
Por último, hay dos consideraciones
que agregar. Primero, en todo rito hay ciertas exterioridades más esenciales
que otras, que lo rodean y le dan un aire o tono particular. Entre estas
últimas, puede darse un conjunto de variaciones menos importantes que no
afectan a lo que el rito comunica. En el ejemplo de la fogata sagrada que
poníamos antes, una exterioridad de menos importancia podría ser el
procedimiento para encender la fogata. Sin embargo, existe una íntima y
misteriosa vinculación entre las diversas partes de un rito, por lo que es con
frecuencia imposible alterar una, incluso secundaria, sin introducir alguna
alteración, de consecuencias desconocidas, en el resto. El mundo de lo
simbólico, en que vive el rito, es insondable y toda intervención que se haga
en él está cargada de peligros [3] [4].
Segundo: por más solemne y hierático
que sea un rito, él es parte de la realidad humana, y no escapa, por tanto, a
ciertas variaciones o evoluciones, propias de la medida de movilidad que hay en
la existencia del hombre. Pero la vida, y la vida humana, cambia por lenta
evolución, no por saltos, de modo que un rito sólo puede seguir siendo el
mismo, sólo puede seguir vivo, si varía orgánicamente, al modo de las cosas
vivas. Por tanto, una variación o alteración brusca o profunda del rito, no
puede tener sino un resultado: la muerte del mismo, su destrucción, porque se
ha tocado, efectivamente, lo que en él hay de más central y comunicativo: su
estar fuera del tiempo y del espacio, su relación con lo trascendente e
inefable.
Como conclusión de esta I Parte,
podemos resumir lo dicho del siguiente modo:
1) El rito es un modo de expresar y
comunicar lo que, en una colectividad humana tiene los siguientes rasgos:
(a) es inefable, en
cuanto que su riqueza es tal que se hacen insuficientes las posibilidades
comunicativas del lenguaje verbal conceptual, y debe recurrir, por lo tanto, a
otras formas expresivas de que el hombre puede echar mano, como los gestos,
actitudes, uso de colores y otras realidades que impresionan a los sentidos,
entre las cuales tienen un lugar destacado las diversas formas de arte, que son
un lenguaje concreto.
(b) es trascendental, en
cuanto que se refiere a aspectos vitales de la existencia colectiva, que le
sirven de fundamento, que la orientan, que la vinculan con el pasado y con el
futuro.
(c) es “awe-inspiring”,
es decir, inspirador de temor reverencial y de admiración.
2) Lo propio del modo ritual de
expresar y comunicar algo es la regulación estricta de los medios o
instrumentos o formas de la comunicación, sometiéndolos a una pauta detallada,
de la cual quedan excluidas la espontaneidad, la improvisación, la informalidad
y todas aquellas emociones humanas incompatibles con lo tremendo y lo numinoso
(como lo cómico, o lo simpático).
3) De los diversos elementos que
componen el medio por el cual se expresa y comunica el contenido del rito
(determinadas ideas e intuiciones inefables), a saber: el lenguaje verbal
conceptual, el lenguaje verbal concreto o poético, las ceremonias y otras
formas propias del lenguaje no verbal, lo que define y configura al rito es el lenguaje verbal concreto o
poético y el lenguaje no verbal en sus diversas manifestaciones. Y esto es
así porque el núcleo más íntimo del contenido de un rito es inefable. En otros
términos, lo que define y configura a un rito es su forma. Es por esta razón que un rito sólo puede tener una forma si ha de
comunicar una sola cosa.
[1] Concilio Vatican II, Constitución Sacrosanctum Concilium,
núm. 10.
[2] Esto permite comprender por qué, en la historia cultural de
Occidente, la “ilustración” o “iluminismo”, o sea, el racionalismo del “siglo
de las luces”, es el mayor enemigo del rito, con su afán de hacerlo todo
comprensible y de desechar absolutamente lo que no lo es, erigiendo a la razón
discursiva como criterio absoluto de lo verdadero.
[3] Respecto de este punto es útil decir que, a veces, se ha hablado de
la existencia de “usos” dentro de un mismo rito; usos que se refieren a
determinadas formas de importancia secundaria, que introducen cambios evidentes
pero no mayormente significativos en el rito. Así, por ejemplo, se podría decir
que, en el rito romano, existen diversos “usos” como el dominicano, en que se
constata ciertas diferencias respecto del rito “madre”, el rito romano, que son
accidentales, no sustanciales para la identidad del rito. Un ejemplo de esto en
el “uso” dominicano es que, en la Misa, después de la Consagración y durante el resto del Canon, el celebrante
extiende sus brazos en forma de cruz, a diferencia del gesto restringido, lleno
de “noble simplicidad” y mesura, del
rito romano, en que el celebrante mantiene sus brazos pegados al cuerpo aunque
con las manos abiertas. Esta variación en la forma es una particularidad del
“uso” dominicano que no es suficiente como para considerarlo un rito diferente.
Pero todo esto implica una cuestión terminológica que puede llegar a ser
innecesariamente prolija: que sea el dominicano un “uso” del rito romano o un
rito diferente, no tiene mayor importancia porque, en la mayor parte de su
transcurso, las formas son las mismas, y el esquema general del rito se puede reconocer
fácilmente en ambos casos. Lo cual no es posible cuando hay diferencias
formales de mayor importancia, como es el caso entre el rito romano y, por
ejemplo, el mozárabe o, quizá, el ambrosiano. Se puede agregar, finalmente,
para mayor abundamiento, que el
contenido del rito es, obviamente, el mismo en ambos casos.
[4] La dificultad de apreciar la importancia de alguna ceremonia externa –es decir, de determinar si es importante o no- puede tener graves consecuencias si se decide intervenir dicha ceremonia porque, cambiado un elemento esencial, cambia todo el rito. Piénsese, por ejemplo, en el caso del Ofertorio en el rito romano, que ha llegado a formar una sola cosa con el Canon. Como ha dicho Mons. Klaus Gamber: “Chaque rite constitue une unité homogène. Aussi, la modification de quelques-unes de ses composantes essentielles signifie la destruction du rite tout entier. C’est ce qui s’est passé pour la première fois au temps de la Réforme, lorsque Martin Luther fit disparaître le canon de la messe et relia le récit de l’Institution directement à la distribution de la communion”. Cf. Gamber, K., La reforme liturgique en question, p. 12, disponible aquí.
[4] La dificultad de apreciar la importancia de alguna ceremonia externa –es decir, de determinar si es importante o no- puede tener graves consecuencias si se decide intervenir dicha ceremonia porque, cambiado un elemento esencial, cambia todo el rito. Piénsese, por ejemplo, en el caso del Ofertorio en el rito romano, que ha llegado a formar una sola cosa con el Canon. Como ha dicho Mons. Klaus Gamber: “Chaque rite constitue une unité homogène. Aussi, la modification de quelques-unes de ses composantes essentielles signifie la destruction du rite tout entier. C’est ce qui s’est passé pour la première fois au temps de la Réforme, lorsque Martin Luther fit disparaître le canon de la messe et relia le récit de l’Institution directement à la distribution de la communion”. Cf. Gamber, K., La reforme liturgique en question, p. 12, disponible aquí.
Excelente ponencia, espero con ansias la segunda parte. Gracias por publicarla.
ResponderBorrarMuchas gracias por su comentario. Publicaremos en breve la segunda parte.
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