El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt. 13, 31-35):
“En aquel tiempo, dijo Jesús a las turbas esta parábola: Semejante es el reino de los cielos a un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo sembró en su campo: ésta, en verdad, es la menor de todas las semillas; pero, cuando crece, es mayor que todas las legumbres, y se hace árbol, de modo que las aves del cielo vienen a anidar en sus ramas. Díjoles otra parábola: Semejante es el reino de los cielos a la levadura que tomó la mujer, y la mezcló en tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada. Todas estas cosas dijo Jesús al pueblo en parábolas, y no le hablaba sin parábolas, para que se cumpliese lo dicho por el Profeta: “Abriré mi boca para hablar con parábolas, publicaré cosas ocultas desde la creación del mundo””.
Suele comentarse este pasaje del
Evangelio interpretando que el hombre que sembró la semilla de mostaza es Dios,
que hace crecer ésta, la menor de todas, mucho más que todas las demás hierbas,
hasta que se convierte casi en un árbol, donde vienen a anidar las aves.
Pero San Veda el Venerable, santo inglés de la Alta Edad Media, nos dice, en las lecturas del Tercer Nocturno de los Maitines de este domingo, que se puede entender también que el sembrador de la semilla es el propio hombre, que la siembra en su propia alma.
Si se entiende de este modo, la parábola está también cargada de enseñanzas. Porque del hombre depende poner manos a la obra en el cultivo de su propia alma. Del querer del hombre depende su salvación, así como su perdición eterna depende también de su querer. Alguien preguntó una vez a Santo Tomás de Aquino, a quien sus discípulos apodaban “el buey mudo” por lo extremadamente parco que era en el hablar, qué hacía falta para ser santo. Y Santo Tomás respondió, con su parquedad: “Querer”.
Es cierto que el comienzo de toda obra buena del hombre -absolutamente toda obra buena- es la gracia de Dios: sin Él, no hay ni siquiera querer en el orden espiritual. Lo dice claramente San Pablo: “Pues Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito” (Filip. 2, 13). Y, luego de que, por gracia de Dios, queremos, es Él quien lleva a cabo la buena obra y la perfecciona. En el mismo tono de esta parábola, dice San Pablo en otra parte: “Yo planté, Apolo regó; pero quien dio el crecimiento fue Dios. Ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento […] Porque nosotros sólo somos cooperadores de Dios” (1 Cor. 3, 6-9). Y la Iglesia, cuyas antiquísimas oraciones rezuman la más ortodoxa teología, ora del siguiente modo en las Letanías de los Santos (Vigilia del Sábado Santo): “Actiones nostras, quaesumus, Domine, aspirando praeveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat et per te coepta finiatur” (“Te rogamos, Señor, que inspires nuestras acciones y con tu ayuda las encamines, para que toda oración y obra nuestra tenga siempre en Ti su principio y lo que por Ti ha comenzado, llegue a su fin”). Uno recuerda aquí a San Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
Si miramos las cosas desde una perspectiva puramente humana, el hombre puede plantar en su alma semillas tan espléndidas como la filosofía de Platón o de Aristóteles, y cultivar en sí su espíritu, refinándolo. Al lado de esas grandes semillas humanas, la palabra de Dios es “la menor de todas”, y tanto, que causó risa en los filósofos griegos a quienes San Pablo se la dio a conocer en el ágora. Y, por eso, dirigiéndose a los Corintios escribe el mismo Apóstol: “los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles” (1 Cor. 1, 22-24).
Pero es a esa mínima entre todas las semillas (“escandalosa”, “necia”) a la que Dios da crecimiento en el alma del hombre, si éste quiere ahí sembrarla, y la transforma en algo mucho más maravilloso que toda otra hierba aromática de la cultura y de la vida intelectual o moral, y la convierte en un verdadero árbol (“será como árbol plantado a la vera del arroyo, que a su tiempo da su fruto, cuyas hojas no se marchitan”; Sal. 1, 3).
Y para adquirir en su interior esta riqueza superabundante, rebozante, y eterna, que es como un agua incontenible que se desborda (dice Jesús “Al que cree en Mí, según dice la Escritura, ríos de agua viva le manarán de las entrañas”, Jn., 7, 38), el hombre no tiene más que prestar su colaboración a la obra de Dios en él. O sea, no tiene más que querer. Y aún para este mero querer, Dios lo ayuda con su gracia: lo ayuda incluso a querer, como nos enseña San Pablo.
Por la infinita bondad de un Dios que ayuda a querer la buena obra y luego a realizarla, el hombre puede hacer de su alma un jardín interior de preciosos árboles, plantados junto a unos arroyos de agua viva. Y por esa misma infinita bondad, puede el hombre sembrar no sólo la mínima semilla de la palabra de Dios, sino también las demás con que el Señor se ha dignado hermosear maravillosamente la tierra, como la filosofía de Platón y Aristóteles, que nos enseñan a pensar rectamente.
De nuevo, en la oración de doy, la Iglesia exhibe, en apretadísima síntesis, la espléndida riqueza de contenido de su liturgia: “ Te rogamos, oh Dios omnipotente, que pensando siempre conforme a la recta razón, hablemos y obremos cual a Ti te agrada”.
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