El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 21, 25-33):
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: habrá señales en el sol, en la luna y las estrellas, y en la tierra consternación de las gentes, por la confusión que causará el ruido del mar, y de sus olas; secándose los hombres por el temor y recelo de las cosas que sobrevendrán a todo el universo, porque las virtudes de los cielos se bambolearán. Y entonces verán al Hijo del hombre venir sobre una nube con gran poder y majestad. Cuando comenzaren, pues, a cumplirse estas cosas, mirad y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra redención. Y les dijo este símil: Ved la higuera y todos los árboles: cuando producen ya de sí el fruto, sabéis que está cerca el verano; así también, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. En verdad os digo, que no pasará esta generación, hasta que todo esto se cumpla. El cielo y la tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán”.
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San Bernardo escribe, en el Tercer Sermón del Adviento:
“Conocemos, efectivamente, tres venidas suyas: a los hombres, en los hombres y contra los hombres. Vino para todos los hombres sin condición alguna, pero no así en todos o contra todos. La primera y tercera venidas son conocidas por ser manifiestas. Sobre la segunda, que es espiritual y latente, escucha al Señor lo que dice: El que me ama, cumplirá mi palabra; mi Padre lo amará, vendremos a él y en él haremos una morada. Dichoso aquel en quien haces tu morada, Señor Jesús”.
Vino el Señor a los hombres de un primer modo manifiesto en la Navidad, cuando apareció en el paupérrimo establo de Belén, para atraernos con la figura tierna de un recién nacido.
La segunda venida tiene lugar en el tiempo presente, y es espiritual y escondida, y se produce en lo íntimo del corazón del hombre: “El que me ama, cumplirá mi palabra; mi Padre lo amará, vendremos a él y en él haremos una morada”. Para querer que venga, y para preparar su venida en nuestra alma, tenemos el lapso de toda nuestra vida: Dios a cada uno le da el tiempo suficiente para querer su venida a nuestra alma, y nos da los medios para hacerla posible. Sin embargo, todos tenemos conciencia de aquello que decía Lope de Vega: “¡Cuántas veces el ángel me decía:/ Alma, asómate agora a la ventana,/ verás con cuánto amor llamar porfía!/ Y cuántas, hermosura soberana:/Mañana te abriremos, respondía/ para lo mismo responder mañana”. Pues bien: el Adviento es el tiempo de abrir la puerta, y de “temer a Jesús que pasa, y que quizá no vuelva a pasar”.
La tercera venida es la que está en el futuro, un futuro incierto en cuanto al momento, pero que sí llegará, y sabemos cómo ha de ocurrir: “habrá señales en el sol, en la luna y las estrellas, y en la tierra consternación de las gentes, por la confusión que causará el ruido del mar, y de sus olas; secándose los hombres por el temor y recelo de las cosas que sobrevendrán a todo el universo, porque las virtudes de los cielos se bambolearán. Y entonces verán al Hijo del hombre venir sobre una nube con gran poder y majestad”.
Dice el papa San Gregorio Magno en el tercer nocturno de los Maitines de este primer domingo de Adviento:
“Nuestro Señor y Redentor quiere hallarnos preparados, por lo cual nos anuncia qué males ha de experimentar este siglo que envejece, a fin de reprimirnos con amor. Nos anuncia, en efecto, al aproximarse el fin, cuántas calamidades lo precederán, para que, si no hemos querido aprender el temor de Dios en la tranquilidad, quizá nos mueva a hacerlo el miedo del juicio venidero y de aquellos males”.
¡Cuán carnal y pagana se ha vuelto la Navidad en estos últimos tiempos, cuando no pensamos sino en las frivolidades de lo que ese mundo tenebroso (más tenebroso cuantas más lucecitas cuelga) ha dado en llamar, descristianizándolas, “las fiestas de fin de año”! Por eso, aprovechando la riqueza de la liturgia de este tiempo, citemos también lo que nos dice el papa San León Magno:
“Cuando el Salvador instruye a los Apóstoles y a toda la Iglesia sobre la venida del reino de Dios y el fin del mundo y del tiempo, nos dice: Tened cuidado de no endurecer el corazón en comilonas y ebriedades […] conviene pues a los hombres prepararse para su venida, para que no encuentre a nadie entregado al vientre o a las preocupaciones mundanas. La cotidiana experiencia nos enseña que el exceso de bebida embota el filo de la mente, y la demasiada comida debilita el vigor del corazón, por lo cual el deleite de la comida es contrario a la salud del cuerpo si no se lo modera por la templanza […] Es propio del alma privar de algunas cosas al cuerpo que le está sujeto y apartarse de las cosas exteriores que le son nocivas, para que, libre de las carnales concupiscencias, pueda ella dedicarse en su interior a la meditación de la divina sabiduría y, acallado el tumulto de los cuidados externos, gozarse en la contemplación de las cosas santas y en la posesión de aquellos bienes que han de durar eternamente”.
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