El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt. 5, 1-12):
“En aquel tiempo, viendo Jesús a las turbas, subióse a un monte, y sentándose allí, se le acercaron sus discípulos. Abriendo entonces su boca, les enseñaba diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando los hombres por mi causa os maldijeren, y os persiguieren y, mintiendo, dijeren toda suerte de mal contra vosotros. Alegraos entonces y saltad de gozo, porque es grande vuestra recompensa en los cielos”.
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Tanto San Mateo como San Lucas comienzan la enumeración de aquellos que el Señor llama bienaventurados con los que tienen espíritu de pobres (San Lucas, para que no parezca sospechosamente fácil tener espíritu de pobreza viviendo en la abundancia, dice escuetamente: “Bienaventurados los pobres -Lc. 6, 20-). En otras palabras, no es una mera coincidencia el que ambos comiencen así su relato de este episodio, sino que, lejos de ello, hay aquí un designio del Espíritu Santo: ambos Evangelistas ponen, como primer aspecto de la bienaventuranza que el Mesías promete, el desapego del mundo. Y como desapego de las cosas de este mundo ha la Iglesia interpretado siempre este pasaje central de la Buena Nueva.
No se nos pide salir del mundo (“No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal”, Jn. 17, 15), aunque en algunas oportunidades de la historia de la Iglesia separarse física, materialmente, del mundo ha sido una prudente opción y, más todavía, una necesidad. De ello dan testimonio, por ejemplo, los monjes de Occidente, los mismos que, “huyendo” del mundo, fundaron posteriormente a Europa.
No se nos pide huir del mundo, sino caminar en él como corderos entre lobos. La idea del “mundo” que tiene Jesús es completamente diferente de la que nos quieren hacer aceptar los modernos “maestros” que han arrasado con la Iglesia, y por eso nos pide, en esta primera bienaventuranza, desapegarnos de él. Puede decirse que, en un sentido, el mundo es de por sí bueno, como creación de Dios, que ha salido perfecto, sin falla, de las manos del Creador. Pero, en el otro sentido, el “mundo” inficionado de mal, que es el mundo real que conocemos a través de la historia, es la “hora del poder de las tinieblas” (Lc. 22, 53) de la cual los cristianos deben protegerse, para los cuales Jesús mismo pide a su Padre que “los guarde”.
La Iglesia se ha entendido a sí misma como la barca de la salvación, el lugar donde uno se salva del naufragio, y también el castillo almenado donde uno encuentra protección, la verdadera Jerusalén, amurallada sobre el monte. Nada habría más contrario al mensaje del Evangelio que, abandonando la barca salvadora, nos echáramos al agua, al mundo gobernado por el poder de las tinieblas. Sí: es cierto que el Señor nos envía al mundo tal como Él ha sido enviado al mundo por su Padre (Jn. 18, 18); pero nos envía bien apertrechados y premunidos de espadas (Lc. 22, 36), no con la boba ingenuidad de quienes no salen a combatir al enemigo sino a hacerse amigos, no a enseñar, sino a aprender.
Una barca con el casco roto no sirve para salvar a nadie. Un castillo que baja el puente levadizo y permite la circulación libre en ambos sentidos, no es protección. Cuando hace unos sesenta años la Iglesia decidió “abrir las ventanas” o, como se ha dicho ahora último, “salir” fuera de sus murallas, no ha logrado más que el “humo de Satanás” penetrara en su interior, y que los católicos fueran devorados por ese león rugiente que gira en torno nuestro, como dice San Pedro, el primer Papa, cuyo sentido de la realidad y cuya prudencia política debiera haber sido imitada siempre. ¡Qué ingenuidad, qué imprudencia de parte de quienes gobiernan esta barca y dirigen este castillo! Es una imprudencia tan increíble que, más que una misión de rescate de quienes están allá afuera, estas “salidas” parecen un solapado designio de ruina para quienes las practican.
En ese mundo moderno, del cual se nos pide desapegarnos, si hay algo que sobreviva de bueno, es lo que todavía queda en él de cristiano. Todo lo demás es canto de sirenas, que ha perdido y seguirá perdiendo a quienes, inocentes palomas, han olvidado que hay que entrar en él con la astucia de las serpientes. No hay que tomar de él más que lo que ha sido acrisolado por siglos de tradición cristiana, de examen, de comprobación, de experiencia medicinal. Ya conocemos todos los peligros y errores. No hay herejías completamente nuevas. “Nada nuevo hay bajo el sol”.
Fuera de este castillo, o teniendo éste su puente levadizo descuidadamente abajo; fuera de esta barca de salvación bien calafateada y asegurada, ese mundo del que tenemos necesariamente que desapegarnos no hará otra cosa que arrebatarnos esa bienaventuranza que el Señor ha venido a anunciarnos.
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