El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 2, 42-52):
“Cuando Jesús tuvo doce años, subieron sus padres a Jerusalén, según la costumbre del día de la fiesta; y acabados aquellos días, cuando volvían quedóse el niño Jesús en Jerusalén sin que sus padres lo advirtiesen. Y creyendo que estaba con los de la comitiva, hicieron una jornada de camino y lo buscaban entre los parientes y conocidos. Mas al no hallarlo, regresaron a Jerusalén en busca suya; hasta que al cabo de tres días, lo hallaron en el templo, sentado en medio de los Doctores, oyéndolos y preguntándoles. Todos cuantos lo oían, se pasmaban de su sabiduría y de sus respuestas. Y al verlo, se admiraron. Y su madre le dijo: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira cómo tu padre y yo te buscábamos angustiados. Y les respondió: ¿Para qué me buscabais? ¿No sabíais que en las cosas que son de mi Padre me conviene estar? Mas ellos no entendieron esto que les habló. Y descendió con ellos y vino a Nazaret; y les estaba sujeto. Y su Madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres”.
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Lo primero que Dios da a conocer al mundo de su plan salvífico, es la imagen de una familia y de su vida cotidiana, con todas sus vicisitudes y altibajos. Con ello nos dice claramente que la santificación que el hombre tiene obligación de alcanzar -no es una opción más; es un ineludible deber: “vosotros os santificaréis y seréis santos, porque Yo soy santo” (Lev 11, 44)-, sin la cual no es posible de modo alguno salvarse, ha de ser y alcanzada y vivida, antes que en ninguna otra parte, en el seno de la familia.
No son muchos los llamados a alcanzar la salvación en el gran teatro de las batallas teológicas, o en la confesión de la fe hasta el derramamiento de la sangre, o luchando, en el campo de los enfrenamientos políticos, por poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas, como verdadero Rey que es.
En cambio, la mayor parte de los seres humanos tienen como escenario de sus heroísmos secretos, pero fecundos, y de sus victorias, sin brillos pero colmadas de méritos, la vida familiar de todos los días; una vida oculta, donde germinan las semillas de salvación que el bautismo ha depositado en nuestra alma. Es en lo oculto del seno materno donde Dios ha decretado que se forme el hombre; es en lo oculto donde el hombre se encuentra verdaderamente con su Padre (“Tú, cuando ores, entra en lo oculto de tu habitación y, cerrada la puerta, ora a tu Padre; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”, Mt 6, 6 y ss.). Es en lo sencillo e inaparente donde se manifiesta Dios.
No se dan en la familia soberbios triunfos, que el Enemigo ensalza ruidosamente para engañarnos, ni altísimas proezas que deslumbran y nos deslumbran a nosotros mismos, como lo busca el Enemigo para enceguecernos. La familia es la arena de las pequeñas cosas, de las pequeñas batallas, de los mínimos, pero auténticos, triunfos: el Señor Jesús no sólo nos lo ha mostrado al pasar en esta intimidad familiar 30 de sus 33 años de vida terrenal, sino que nos lo ha dicho mil veces y de muchas formas: “Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho” (Mt 25, 21, ss).
Una de las últimas grandes santas de la Iglesia, que la ha proclamado Doctora -una de las pocas de la Iglesia latina-, es Santa Teresa de Lisieux, muerta a fines del siglo XIX, quien con su doctrina de la “pequeña vía” o de la “infancia espiritual”, ha hecho revivir el valor de lo pequeño y de lo oculto en la vida católica y apunta a la vida de la Sagrada Familia de Nazaret como el gran ejemplo de santidad que se propone a los hombres contemporáneos.
Pero este siglo XX, donde muere la cultura de la modernidad y donde procura desesperadamente sobrevivir en el interior de la Iglesia, está terminado su atroz carrera de destrucción y de muerte dirigiendo todos sus últimos y letales golpes a la familia. ¡Y cómo la ha herido! Detrás de todos los movimientos llamados “antisistema” que, furiosos, han asaltado lo que queda de cultura cristiana, está el espíritu de insubordinación frente a todas las jerarquías, comenzando por la existe en la familia: ya no hay respeto por padre y madre, ni sujeción al orden familiar, que es la matriz de todo orden más amplio en la sociedad. El Evangelio nos dice hoy que Jesús “estaba sujeto” a sus padres. Esa idea, esa imagen de la sujeción es, precisamente lo que la moribunda modernidad procura destruir con un envenenado coletazo final, enarbolando engañosas banderas de dignidad femenina, de libertad. Esta modernidad agónica sigue, con las fuerzas que le quedan, gritando el “¡Non serviam!” de su infernal mentor, el Diablo; el grito de rebeldía de éste frente a Dios: “¡No te serviré!”. Gritan hoy los hijos: “¡No te obedeceré!”.
Tienen razón quienes han dicho que en la última conflagración, antes de los tiempos finales, se verá al Diablo arremeter contra la familia. Es éste el punto que, en la línea de defensa de la obra de Dios, hay que reforzar, fortalecer, apertrechar, defender. La decisiva importancia de la familia no le pasa desapercibida a la astucia diabólica, que para destruirla, simula “ampliarla”, sugerir “alternativas”, “diversificarla” en modalidades que no hacen más que arruinar su esencia misma. Quiera Dios que los católicos no se equivoquen en este punto decisivo, final, del ataque enemigo.
“San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestra fortaleza contra las insidias y perfidias del Diablo y, con el poder de Dios, lanza al infierno a los espíritus malignos que vagan por el mundo, tratando de perder las almas”.
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