Les ofrecemos hoy un interesante ensayo de Augusto Merino Medina, conocido de nuestros lectores, sobre la importancia de la simiente cultural que permite que el catolicismo se asiente. A partir de una carta enviada a un conocido periódico chileno hace algún tiempo por parte de un grupo de estudiantes de la Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde se niega la posibilidad de un Dios castigador, el autor insiste en la enseñanza tradicional respecto de la infinita justicia y misericordia de Dios e indaga en las causas de estas afirmaciones. A su juicio, el problema de fondo es cultural, de suerte que la restauración de la cultura cristiana requiere, previo a la evangelización, un nuevo movimiento que recupere el humanismo. Algo muy similar decía Nicolás Gómez Dávila, cuando en uno de sus escolios señalaba: "Mientras el clero no haya terminado de apostatar, va a ser difícil convertirse". La reforma de la reforma está agotada, y sólo es posible volver a la Tradición perenne si se comienza de nuevo.
(Foto: Universidad San Sebastián)
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La importancia de la retaguardia
Augusto Merino Medina
Una de las maniobras más astutas y
más exitosas del demonio en el mundo moderno ha sido la de privar a los
cristianos de la noción de que la vida sobre la tierra es una de continuas
guerras. Del mismo modo se ha borrado conscientemente de la mente cristiana la
idea de que Dios es Amor que castiga: de hecho, los castigos de Dios son todos amorosos
y remediales, son correctivos para que el pecador se corrija, se arrepienta y
se salve de acuerdo con la voluntad divina (contrariada en esto como en todo,
con excepción del castigo eterno, que es consecuencia de no querer el pecador
salvarse cuando Dios quiere que lo haga). Hace algún tiempo, en un diario de
Santiago, un par de “estudiantes de teología” de la Pontificia Universidad
Católica de Chile (cuán elocuente es este dato) escribió al Director de la
publicación una carta inefable en que, aludiendo a ciertos comentarios sobre el
carácter de “castigo de Dios” que tenía la epidemia de coronavirus, afirmaron
que la idea de que Dios castiga no sólo es falsa, sino que ni siquiera es
cristiana. Bella forma de echarse al bolsillo la mitad de las Sagradas
Escrituras y, en especial, los Evangelios, exhibiendo con ello al mundo el
estilo de su aprendizaje en dicha Pontificia Universidad.
Todo esto, y mucho más, apunta a
hacer del cristianismo una hermosa filosofía social de la solidaridad y la
fraternidad humanas, para no mencionar la igualdad y la libertad, que se
silencian a fin de no hacer demasiado evidente las fuentes desde donde mana esta
estupenda concepción de una religión perfecta y prolijamente emasculada. Y así,
apenas finalizada una de las etapas de mayor brutalidad colectiva en Chile, en
que la población, especialmente la juvenil, se abandonó a la mayor borrachera
destructiva de que haya memoria en este país, sale ese par de teólogos a vocear
la idea demoníaca de que en el cristianismo no hay castigos y, evidentemente,
tampoco guerras ni vencedores ni vencidos ni estrategias ni tácticas ni nada
que tenga ni de lejos un aroma o un parecido con nada castrense ni marcial ni
bélico.
Sin embargo, quienes tienen la
fortuna de rezar todas las noches la hora canónica de Completas, repiten, todos
los días del año, desde hace quince o más siglos, ese pasaje severo de la
primera epístola de san Pedro, incomparable en concisión, fuerza y realismo:
“sed sobrios y velad, porque vuestro enemigo el diablo ronda rugiendo como león
y buscando a quien devorar: resistidle firmes en la fe” (1 Pe 5, 8-9). Sí, la
vida del hombre sobre la tierra es una perenne guerra, sin cuartel, sin
“treguas de Dios”, como era el caso en la caballerosa y mal llamada “edad
media” de la historia europea. Y eso se ha entendido así desde Cristo mismo,
desde sus apóstoles y sus descendientes, desde siempre.
(Foto: La Tercera)
El enemigo de Cristo, de Dios, de la
Iglesia y de nuestras almas, que desde la Resurrección vive sofocado por un
mortal reconcomio, ha redoblado sus esfuerzos por derrotarnos (su lengua es de
mantequilla, pero su garganta es un abismo, como dice el salmo): hace no menos
de 300 años que se dedica, con su malvada paciencia y astucia, a desplegar la
táctica más evidente que se ofrece a quien desea derrotar a un ejército:
aislarlo de todos los ejércitos vecinos y, en especial, de la retaguardia. C. S.
Lewis, en un ensayo notable, “Las categorías del pensamiento moderno”, destaca
cómo esta táctica es típica de la modernidad: a fin de destruir la cristiandad,
hay que aislarla de todo aquello que le pueda servir de apoyo o de base,
entendiendo aquí por tal a ese riquísimo mundo antiguo con el que se encontró
la naciente Iglesia, a la cual ofreció resistencia, en cierta medida; pero que
le proporcionó, por otra parte, todo el material conceptual para expresar teológicamente
su fe (véase a santo Tomás de Aquino, por ejemplo) e innumerables recursos de
belleza y espiritualidad para enriquecer su cultura y ennoblecer su liturgia.
En otras palabras, y prescindiendo
por un momento de la metáfora: para destruir el cristianismo, comience por
aislárselo de esa antigüedad greco-romana que le proporcionó tan magnífico
pedestal sobre el cual erigirse y, a continuación, demuélase todo lo que el
cristianismo tomó de ella para construir su propio edificio (cosa que hizo luego
de examinarlo todo y quedarse sólo con lo bueno, según el consejo del apóstol).
Idea que se puede expresar también de otro modo: destrúyase la Tradición que nos
une con la antigüedad en todos sus aspectos, tanto humanos (la tradición
greco-latina) como sagrados (restrínjase la Revelación Divina solamente a la
Escritura).
Entre los grandes rasgos de la
modernidad “ilustrada” o “Ilustración” (como con soberbia adolescente gustaba
de llamarse a sí misma esa medio muerta), está, pues, el de arremeter contra la
Tradición para ensalzar solamente la razón humana, transformada en cerebral y
quebradiza criba por la que ha de pasar todo lo humano. Ridiculizar la
Tradición y racionalizarlo todo se transformó en la entretención favorita de
los “philosophes”, en una actitud que terminó por transformar, como se quería,
no sólo el escenario religioso de Europa sino, al cabo de un par de siglos,
también su horizonte cultural, cosa que también se quería. Y de esto, el
indicio individual más caracterizado e importante fue la abolición del latín de
la enseñanza y de la filosofía y las ciencias, a las cuales había servido como
lengua propia desde hacía más de mil años. ¡A sólo cincuenta años de Newton,
que escribió sus Principia Mathematica (1687)ven latín, la ciencia descendió hasta
el vernáculo! Y Descartes, gran “amateur”, que no entendió jamás la teoría
hilemórfica de Aristóteles, se dedicó a sus pasatiempos filosóficos en francés,
cosa que le resultaba mucho más fácil y estaba a su corto alcance.
(Imagen: Tradical)
En muchos países de América del Sur,
la masonería triunfante, que se posesionó de la educación pública (en Chile lo
hizo apenas don Andrés Bello dejó la Universidad de Chile, en el último tercio
del siglo XIX), arremetió contra el latín por un prurito anticatólico (el latín
era la lengua de la Iglesia), aunque también movida por la vulgaridad
cortoplacista de querer enseñar “lenguas útiles”, como las modernas en que se
hacía el comercio, sin darse cuenta (o, peor, dándose cuenta) de que con esto
se desmoronaba la estructura espiritual de Occidente, dejando el campo aplanado
y listo para edificar sobre él el caedizo edificio de la “modernidad”, que hoy
se está viniendo abajo por su propio peso (el fin de la modernidad hace
concordar a la izquierda y a la derecha intelectuales). ¡Todavía hacia fines de
ese siglo algunos privilegiados miembros de la élite (los últimos) seguían
entre nosotros aprendiendo las letras latinas y ejercitándose en la traducción
de los clásicos, como Cicerón, Tito Livio, Séneca, Virgilio! Que fue el odio al
catolicismo lo que promovió la erradicación de la enseñanza de las lenguas
clásicas en la América católica parece demostrarlo el hecho de que éstas nunca
han desaparecido de la educación (al menos la más cuidada) en países, como
Inglaterra, donde la religión anglicana es la predominante (por ahora): en esas
partes, el latín no se asociaba con la religión católica, por lo cual no fue
víctima de la furia sectaria ni de masones ni de “philosophes”. Y es en países
donde el catolicismo no tiene la relevancia que en América del Sur, como los
Estados Unidos de Norteamérica, donde el latín y su enseñanza están renaciendo
hoy con inusitado vigor: en la Universidad de Harvard, por ejemplo, se enseña y practica esta
lengua con asiduidad.
Sin latín y sin griego, el ejército de
Occidente ha quedado separado, aislado, de su retaguardia, desde donde recibía
la alimentación cultural y espiritual que lo configuró (algunos dicen, como se
sabe, “se es lo que se come”). Toda la inmensa sabiduría humana y la experiencia
de mil años de cultura greco-latina son hoy, para nosotros, un mundo ajeno, desconocido,
cuya existencia apenas sospechamos. Todo el caudal de la poesía latina (algún
moderno por casualidad descubre a veces el genio de Catulo o de Marcial, como
se ha dicho de Nicanor Parra y otros), toda la ingente masa de la literatura,
todo el teatro, todo ello no es nada para nosotros, que nos vemos obligados a
beber en las sucias charcas de la estética contemporánea, cultora del feísmo,
de la desmesura, de la ridiculez, so capa de “libertad artística”, de “respeto
al derecho a expresarse”, de “autonomía del sujeto” y otra inepcias de cuyo
verdadero significado ni siquiera se sospecha y que la aíslan, del modo más
escandalosamente elitista, del contacto y del diálogo con la polis (que fue uno
de los más gloriosos rasgos de las artes antiguas).
El feroz golpe en la nuca que le ha dado a la Iglesia el modernismo, redivivo después incluso de San Pío X, ha causado la ceguera y la necedad de que padecen sus ministros desde hace no menos de cincuenta años, y quizá más. Por eso nadie en las curias episcopales se percató de la gravedad de la supresión del latín como lengua sagrada de la liturgia, de la cual era el contenedor que, una vez roto, permitió el derrame de los contenidos. Ni tampoco estos “guardianes”, privados de ladrido, se percataron de lo absurdo de la supresión del latín en la comunicación dentro de la Iglesia, precisamente cuando, como nunca antes en la historia, era tan necesario un lenguaje universal para un mundo globalizado, una lingua franca, para que se entendieran los jerarcas entre sí y con el pueblo. Hoy, para algunos (y muy altamente ubicados), ni siquiera el inglés sirve con ese fin, porque no lo conocen ni conocen ninguna otra lengua salvo su lunfardo nativo.
(Foto: Coalición por el Evangelio)
Lo que hemos dicho aquí ha sido
motivado, en primer lugar, por la ruina litúrgica a que la supresión del latín,
aparte de otras causas, precipitó a la Iglesia. Pero, en seguida, por esa
“abolición del hombre” a que aludía también C. S. Lewis, cuyo origen puede
rastrearse tan fácilmente a la falta de conexión con la retaguardia
greco-latina: la vanguardia, privada de alimento y enceguecida, se precipita en
abismos inadvertidos por los “planificadores” de la sociedad moderna, y termina
boqueando por obra de una absurda partícula que la priva de oxígeno, aunque, en
verdad, ya era cadáver desde hace al menos cincuenta años. Recurriendo por
ultima vez en esta oportunidad a Lewis, habrá que reflexionar en que, si se
trata de volver a enrielar la civilización de Occidente, que hoy tiene ribetes
planetarios, habrá que evangelizarla de nuevo a partir, prácticamente, de cero. Pero para poder hacerlo, es imprescindible, una condición sine qua non, que
los “pastores” con su “pastoral” ignorante, cargada de prejuicios e intelectualmente
anémica, son incapaces de concebir: una nueva evangelización requiere una nueva
y previa humanización, es decir, partir de cero, para instilar humanidad en
esas masas incivilizadas, bárbaras, que forman la mayor parte de las actuales multitudes,
habitantes de un super-establo-super-mercado-super-abastecido.
La primera
evangelización, la de los Padres de la Iglesia, se enfrentó a una inocencia
pagana en que las virtudes humanas espontáneas podían florecer gracias al
cultivo de los clásicos y de su rico legado. Y gracias a esa inocencia, a ese
candor, pudieron aquellos hombres ver la luz de la fe, que se revela a quienes
tienen la limpia mirada de los niños. Hoy nos enfrentamos a ex-cristianos, que
perdieron su inocencia corrompidos por la “modernidad” y que son tan diferentes
de aquellos primeros paganos como lo es una virgen de una divorciada -dice
Lewis-. Hay, por tanto, que volver a implantarlos en aquel nutricio humus de
las letras antiguas, de la estética clásica greco-latina. Así como dicen, con
deleite, los actuales “sacerdotes” convertidos en trabajadores sociales, no se
puede predicar a un estómago vacío (y lo dicen porque ello justifica su
desviación profesional), así tampoco se puede predicar a una mente vaciada de
las nociones humanas más primarias, como el sentido de lo bello, de lo justo, de
lo bueno, de lo piadoso, de lo heroico, que se contienen en forma
sobreabundante en el alimento clásico. Es una propedéutica de la fe (y de la
liturgia y de todo lo que sigue) que resulta urgente comenzar a poner por obra.
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