Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, bien conocido de nuestros lectores. Aunque fue escrito en 2019, conserva su vigencia porque aborda el complicado asunto de fijar una fecha para la restauración litúrgica que sea coherente con la Tradición. A juicio del autor, ni el Misal intermedio de 1965 ni el de 1962 son expresión fiel de las oraciones y prescripciones que San Pío V, siguiendo las directrices del Concilio de Trento, ordenó codificar como rito romano. El objetivo era fijar una regla invariable para el culto en los tiempos en que el protestantismo se extendía por Europa. Pero San Pío V dejó a salvo aquellos ritos de más de doscientos años, los podían seguir siendo utilizados. Hay que tener en cuenta que el Código de Derecho Canónico de 1983 todavía señala que la ley no tiene fuerza derogatoria de la costumbre centenaria o inmemorial (canon 28), precisamente porque expresa un sentir del Pueblo de Dios que los dictados humanos no pueden contradecir. En materia litúrgica, esto significa un reflejo del sensum fidei que expresa una regla de fe. Habiendo fracasado el experimento de una "reforma de la reforma", queda preguntarse cómo volver a establecer una Misa que sea reflejo del culto a Dios en espíritu y verdad, guardando el gusto equilibrio entre Tradición e innovación, vale decir, que sea reflejo de un desarrollo orgánico del rito, el que no es ni puede quedar petrificado. El autor intenta responder esta pregunta.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan la versión original.
***
Por qué la plena restauración del rito romano no
es “arqueología tradicionalista”
Peter Kwasniewski
En un reciente discurso, el
arzobispo Thomas Gullickson, nuncio papal en Suiza y Lichtenstein, ha hecho un
arrebatador alegato en favor de “volver a fojas cero” en el caso de la liturgia
romana, abandonando lo que es ya un experimento fallido y reponiendo los ritos
tradicionales de la Iglesia católica. Lo que ha hecho es proporcionarnos un
vigoroso resumen de las materias a que se refiere, muy detalladamente, un libro
recién publicado, The Case for Liturgical Restoration [Las razones para una restauración litúrgica].
Y, a continuación, con admirable
franqueza, el arzobispo Gullickson formula la pregunta del millón de dólares:
“Quiero evitar el tema candente de
proponer una fecha a la cual hacer retroceder todo. Pensé hace algún tiempo que
era suficiente con regresar al Misal de 1962 y a la reforma del Breviario de
San Pío X, pero las maravillas del Triduo pre-Pío XII, tal como las hemos venido
experimentando, me han dejado sin palabras en este punto. Quizá las enseñanzas
de Benedicto XVI sobre el enriquecimiento mutuo de las dos formas puedan
proporcionar el paradigma para resolver la cuestión de qué Misal y qué
Breviario. Mi llamado a regresar a los textos actualmente aprobados de la forma extraordinaria está, entonces, inspirado en cierta urgencia por avanzar, de
hacer progresar el proceso. No me siento cualificado para proponer una opinión
en el punto específico de dónde comenzar la restauración”.
La postura que ha predominado en la
“esfera tradicional” durante mucho tiempo es que debiéramos contentarnos con
1962 como punto de partida para una sana liturgia futura. Después de todo, la
de 1962 es la última editio typica
anterior a las conmociones causadas por el Concilio, se la reconoce todavía
como en continuidad con el rito tridentino, y ha sido impuesta por la autoridad
de la Iglesia en el motu proprio Summorum
Pontificum.
Desde una postura contraria, Dom
Hugh Somerville-Knapman, de Dominus mihi
adjutor, insiste en que debemos tomar en serio la constitución Sacrosanctum Concilium y, si lo hacemos,
el Misal de 1962 no reunirá los requisitos exigidos:
“Todavía advierto cierta validez en
una reforma moderada de la liturgia de acuerdo con el tono modesto que quiso el
Concilio: lecturas en vernáculo, abandono de la duplicación que supone que el
celebrante tenga que decir las oraciones, etcétera, cuando son cantadas por otros
ministros, una preparación del sacerdote menos obstructiva al comienzo de la
Misa, etcétera. Y la orden conciliar de hacer una reforma no puede simplemente ser
olvidada como si nunca hubiera existido: hay que enfrentarla y asumirla, ya sea
reformando la reforma hecha en su nombre, o mediante un acto específico del
magisterio que la abrogue”.
“Es por esto que los ritos interinos me interesan: OM65 [el Ordo Missae de l965] es, claramente, la
Misa del Concilio Vaticano II, y además está en continuidad orgánica con la tradición
litúrgica. Dejó intacto el Canon, así como también conservó el respeto integral
propio de la acción litúrgica. Incluso Lefebvre la aprobó. Lo que distorsiona
nuestra percepción del OM65 es que hemos asistido a 50 años de desarrollos
desde entonces, y no podemos evitar ver el OM65 como contaminado por éstos”.
“Además, el MR62 [Misal Romano de
1962] es un punto más bien arbitrario de
detención de la tradición litúrgica. Para algunos tradicionalistas
comprometidos, dicho Misal es imperfecto, incluso contaminado. ¿Es mejor un
Misal pre-1953? ¿O uno pre-Pío XII? ¿O, quizá, uno pre-Pío X? ¿Por qué no tomar
el toro por las astas y defender el Misal pre-Trento -después de todo, Geoffrey
Hull ve en éste la semilla de la decadencia litúrgica-? De este modo vamos a
terminar en una situación en que cada uno elige sus propios principios
idiosincráticos de un conjunto variable de ellos. Lo cual es eclesiológicamente
imposible. La Iglesia católica tiene una autoridad magisterial que establece la
unidad en la liturgia. Que ella, lastimosamente, haya estado ausente en las
últimas décadas no es un argumento para ignorar totalmente su existencia. Por
ese camino podríamos terminar siendo protestantes”.
Dom Hugh está dispuesto a admitir
que Bugnini & Co. estuvieron atareados detrás de las bambalinas durante las
décadas de 1960 y 1970 complotando y, eventualmente, llevando a cabo la
violación y pillaje de todo lo que quedaba de la tradición litúrgica
occidental. Piensa, sin embargo, que puertas afuera del Politburó, el Misal de
1965 fue visto en general por todos -y todavía puede ser así visto hoy- como la
reforma que cumple con los deseos del Concilio. Este debería, pues, ser el
punto al que nos lleva el “volver a fojas cero”” (para redondear en el tema de
cómo fue el Misal de 1965, léase el informe de monseñor Charles Pope).
Con todo, a mi parecer las
posiciones de 1962 (purista) y de 1965 (reformista) están rápidamente perdiendo
adeptos en todo el mundo, especialmente a medida que Internet sigue extendiendo
la conciencia de las inconsultas y, a veces, catastróficas reformas que se
hicieron, a lo largo del siglo XX, a varios aspectos de la liturgia romana,
entre las cuales destacan las hechas a la Semana Santa. Puesto que yo también
estoy en desacuerdo con las posiciones de 1962 y 1965, quisiera argumentar en
favor del regreso a la última editio
typica anterior a las revolucionarias alteraciones de Pío XII: el Missale Romanum de Benedicto XV,
publicado en 1920[1].
El principal argumento usado para
defender la adhesión a 1962 es que todos debiéramos hacer “lo que la Iglesia
nos pide que hagamos”. Pero ¿quién, o qué, es “la Iglesia” aquí? En esta época
de caos ya no es evidente de por sí que “Iglesia” se refiere a una autoridad
que está dictando leyes para el bien común del pueblo de Dios. Desde al menos
1948 en adelante, “Iglesia” en el ámbito litúrgico ha significado un conjunto
de radicales que luchan por cortar los vínculos con la Tradición y que han
procurado cumplir su agenda de simplificación, abreviación, modernización y
utilitarismo pastoral en la Iglesia, con aprobación papal, es decir, con abuso
del poder papal. No se trata de órdenes jurídicamente correctas que hay que
obedecer, sino de aberraciones que merecen ser resistidas -por cierto, con
paciencia, inteligencia y según modos ajustados a principios, pero igualmente
con la intención firme de restaurar la integridad y plenitud del rito romano al
punto como existía antes de que el Movimiento Litúrgico, en su fase
cancerígena, tomara el control en los niveles superiores y llevara al rito
romano al punto muerto del Novus Ordo-.
Durante un largo período traté,
sinceramente, de comprender, apreciar y adherir a Sacrosanctum Concilium. Pero no me fue posible, después de leer a
Michael Davies y, posteriormente, Phoenix from the Ashes de Henry Sire y la biografía escrita por Yves Chiron de Annibale Bugnini, ver en aquel documento
sino un programa, cuidadosamente urdido, de revolución litúrgica. Dicho
documento se contradice en varios puntos y se refugia frecuentemente en burdas
ambigüedades que fueron deliberadamente implantadas en él -y sabemos esto
último por investigaciones fundadas en documentos; no hacen falta aquí teorías
conspirativas-.
Me convencí de la evaporación de la
validez de Sacrosanctum Concilium
luego de una profunda reflexión y gracias a una conferencia de Wolfram Schrems
sobre el significado de la abolición, realizada por ella, de la hora de Prima
en el Oficio Divino. Un Concilio que osa abolir un antiguo oficio litúrgico,
recibido ininterrumpidamente de modo universal, se vicia a sí mismo desde la
partida. Dado que ninguno de los documentos del Concilio Vaticano II contiene
declaraciones de fide ni anathemas, no queda expresamente
comprometido el carisma de la infalibilidad. Y supuesta su naturaleza misma, un
puñado de recomendaciones pastorales prácticas puede estar equivocado, y
existen pruebas, que aumentan continuamente, de que los fines y los medios del ala
radical del Movimiento Litúrgico erraron gravemente el blanco. Las suposiciones
del Concilio sobre lo que “había que hacer” a la liturgia fueron una errónea
lectura de sociología y de psicología de
la religión. Sus propuestas de reforma se fundaron en suposiciones modernas que
no han resistido el paso del tiempo y, de hecho, fueron ya eficazmente
criticadas antes del Concilio y durante él. Por esto es que me parece insustancial
el que el año 1965 refleje mejor las ideas, mutuamente conflictivas y a veces
problemáticas, del Concilio.
Además, resulta difícil sostener la
idea de que el Ordo Missae de 1965
representa la implementación de Sacrosanctum
Concilium, a la luz de las reiteradas declaraciones de Pablo VI de que lo
que promulgó en 1969 es el cumplimiento cabal de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia (véase aquí y aquí los ejemplos seleccionados por el
selectivo y papólatra sitio Pray Tell;
analizo aquí los desastrosos discursos de 1965 y 1969). Públicamente se
presentó a 1965 (aunque no siempre coherentemente) como un paso intermedio en
el proceso evolucionario que se alejaba de la liturgia medieval-barroca y se
encaminaba a una liturgia moderna relevante.
El “momento de la verdad” llega, me
parece, cuando los estudiantes de liturgia se dan cuenta de que 1962 es
extremadamente parecido a 1965 en el siguiente aspecto: se trató de un Misal
intermedio en cuya preparación Bugnini y los demás liturgistas que trabajaban
en el Vaticano cambiaron todo lo que pensaron que podían hacer pasar
disimuladamente. Incluso atribuyéndoles las mejores intenciones, aquellos
liturgistas habían experimentado un triunfo renovacionista con la “reforma” de
la Semana Santa de Pío XII, una reforma notable como ejemplo de dramática
deformación de algunos de los más antiguos e intensos ritos de la Iglesia -y
siguieron adelante con el impulso de ahí derivado-. La abolición en tiempos de
Pío XII de la mayor parte de las octavas y vigilias, de múltiples colectas, de
las casullas dobladas, entre otras cosas, es parte del mismo triste cuento de
podar partes de lo que era más distintivo y valioso de la herencia romana[2].
Esta es la razón de por qué no es
arbitrario que los tradicionalistas digan que el Misal circa 1948 -lo cual
significa, en la práctica, la editio
typica de 1920- es el punto al que hay que volver. El motivo es
sencillo: con excepción de unas pocas
fiestas añadidas (el calendario es la parte de la liturgia que más cambia), es,
en todos los aspectos más importantes, el Misal codificado por Trento. Es,
simplemente, el rito tridentino. Para quienes creemos que el rito tridentino
representa, en su totalidad y en cada una de sus partes, el apogeo, orgánicamente desarrollado, del rito romano, el cual es nuestro deber recibir
con gratitud como un legado intemporal (al modo como los católicos griegos
reciben sus ritos litúrgicos, que también alcanzaron la madurez durante la Edad
Media), un Misal pre-Pacelli nos proporciona todo lo que estamos buscando, e
incontaminado.
Hay quienes gustan de indicar cuáles
son las “mejoras” que se podría hacer al antiguo Misal, pero los que han vivido
muchos años, e íntimamente, con sus contenidos, son normalmente los menos
convencidos de que las mejoras serían realmente tales. He mostrado algunos
ejemplos aquí, aquí y aquí[3].
Algún interlocutor podría decirnos:
“Aguarde un poco. ¿No es todo esto “anticuarianismo tradicionalista”? ¿No somos
culpables de hacer lo mismo que hacen nuestros oponentes, es decir, retroceder
a formas más antiguas y despreciar los desarrollos posteriores?”.
No: nada de lo que aquí propongo significa
“anticuarianismo tradicionalista”. Lo que sí está claro es que el Movimiento
Litúrgico se descarriló después de la Segunda Guerra Mundial. Los cambios que
se hicieron a los libros litúrgicos desde ese momento en adelante fueron
motivados por teorías globales sobre “qué es lo mejor para la Iglesia moderna”,
lo cual condujo a las abundantes contradicciones y ambigüedades de la Sacrosanctum Concilium, al reino del
terror de Montini-Bugnini y a esa desgraciada coronación de todo esto que fue
el Ordo Missae de 1969, junto con
otros ritos de ese período.
La idea no es retroceder
indefinidamente, sino tomar un Misal que es, en esencia, el codificado por
Trento y Pío V, con el tipo de pequeñas adiciones o enmiendas que caracteriza
al lento progreso de la liturgia a través de las épocas. Como el P. Hunwicke
gusta de decir, durante muchos siglos desde Pío V ha sido posible tomar un Misal viejo, ponerlo sobre el altar y decir la Misa. Los cambios son tan
menores que el Misal es virtualmente el mismo desde Quo Primum hasta el siglo XX[4].
Los santos van y vienen, pero incluso el calendario permanece notablemente
estable. Sin embargo, luego del reinado de Pío XII, es mucho más difícil que un Misal “viejo” y uno “nuevo” (por ejemplo, los de 1955 de Pacelli, 1962 de Roncalli y 1965 de
Montini) compartan el mismo espacio eclesial: no se los puede intercambiar unos
por otros incluso en algunos momentos muy importantes del año litúrgico. Esto
ya demuestra, de un modo basto y general, que se ha producido una ruptura,
incluso antes del Novus Ordo.
La condición impuesta por Pío V de
que sólo los ritos que tuvieran más de 200 años pudieran seguir usándose
después de la promulgación del Misal tridentino es otra forma de explicar que
nuestra argumentación aquí se basa en el sentido común. Un rito de menos de 200
años podría parecer como algo improvisado a nivel local, pero un rito que tiene
200 años o más posee el peso de lo “inmemorial”, algo que no debe ser ni
perturbado ni reemplazado. He aquí, en verdad, la razón fundamental de la
ilegitimidad del Novus Ordo: aquello que éste vino a reemplazar no era
simplemente algo con más de 200 años, sino con 2000 años de historia de uso
continuo, que muestra ausencia de rupturas mayores y sólo exhibe una
asimilación y expansión graduales. Pero la norma de 200 años de Pío V sugiere
también que resucitar algo con menos de 200 años no es necesariamente un
ejemplo de anticuarianismo, sino que podría ser una recuperación, simple e
inteligente, de algo que se perdió por casualidad, por error en la transmisión,
o por una mala política. Así, si ciertas octavas y vigilias se abolieron sólo
hace unas cuantas décadas, y si la racionalidad de ello merece ser rechazada,
la recuperación de las mismas no puede ser, de modo alguno, ejemplo de
anticuarianismo. Después de todo, tal como lo muestra The Case por Liturgical
Restoration (pp. 14 y 16), el Antiguo Testamento proporciona ejemplos de
restauraciones litúrgicas mucho más dramáticas que lo que la recuperación de
ritos pre-Pacelli es para nosotros.
El anticuarianismo o arqueologismo
-a menudo acompañado del adjetivo “falso”- es el intento de saltarse a pies
juntos los desarrollos medievales y de la Contra-Reforma, a fin de llegar una
liturgia cristiana supuestamente “original, auténtica”. El término anticuarianismo
no puede aplicarse correctamente cuando se hace a un lado deformaciones
modernistas, progresivistas o utilitarias. ¡Qué irónico resultaría si una
reacción contra el falso anticuarianismo pudiera ser ahora catalogada como un
ejemplo de lo mismo! Digámoslo del siguiente modo: los católicos han sido
siempre inteligentemente anticuarios en cuanto que se han preocupado muchísimo
y han procurado preservar su legado y tratado de recuperarlo, cuando ha sido saqueado
o dañado. El Movimiento Litúrgico, por otra parte, nos dio el espectáculo de un
anticuarianismo arbitrario, violento, programático. Estos dos fenómenos son tan
distintos entre sí como el patriotismo y el nacionalismo.
Nuestra situación, en la Iglesia
latina, ha alcanzado la nitidez de un dibujo impreso: (1) el rito papal
moderno, risiblemente denominado rito romano, se ha afirmado como una
pseudo-tradición vernacular, “versus populista”, informal, banal y horizontal,
como un colaborador de New Liturgical
Movement, William Riccio, lo ha descrito con feroz acierto; (2) la “reforma
de la reforma”, por la que habían apostado todo lo que les quedaba algunos
conservadores esperanzados durante el reinado de Benedicto XVI, no sólo está
muerta, sino enterrada y profundamente enterrada; (3) la liturgia latina tradicional,
aunque no está fácilmente disponible para todos los que la deseen, está
firmemente enraizada en las nuevas generaciones, en todos los continentes y
casi en todos los países del mundo, y no da señales de debilidad. Muchos
clérigos tradicionalistas preferirían usar un Misal de la primera mitad del
siglo XX, y los que no, de los cuales hay muchos, admitirán, en momentos de
sinceridad con amigos de confianza, que experimentan dificultades con el ersatz de Semana Santa y con el Misal de
Juan XXIII. Para parafrasear a C.S. Lewis, si uno ha doblado en la dirección
equivocada, la única manera de seguir adelante es volver atrás; tal es el modo
más rápido de continuar.
En este artículo he explicado por
qué es legítimo, digno de alabanza y verdaderamente necesario buscar la
restauración de la plenitud de la liturgia romana que se perdió en el período
post-guerra. No toco aquí la cuestión, más delicada y discutible, de qué clase
de autorización, dada por quién, se requiere o podría requerirse para usar una
versión más antigua del Misal. No se sigue, del simple hecho de que una versión
anterior del Misal es mejor, que cada cual está ipso facto autorizado para permitirse
el uso del mismo. Pero sin embargo de los permisos ya otorgado o de los que
falta que se otorguen, no deberíamos considerar el año 1962 como el vecindario
en que la vida litúrgica puede asentarse. En comparación con el gueto, asolado por las riñas, del Novus
Ordo, en que las bandas opuestas de progresistas y conservadores se trenzan en
una guerrilla interminable, el statu quo
de 1962 parece como mucho más seguro, más amable, más cómodo. Sin embargo, es
un estacionamiento, una estación de paso en el camino hacia algo mejor.
[1] No hace falta decir que las fiestas particulares que entraron
posteriormente en el calendario, como la de santa Teresa de Lisieux, debieran
quedar incluidas.
[2] El arzobispo Gullickson dice, en el mismo discurso: “Y a
propósito: en cuanto al calendario, ¿no es mejor el más viejo? Yo diré un
vibrante 'sí', en especial si se habla de vigilias y octavas, y si se trata de
dar el nombre correcto a los tiempos del año”.
[3] La cuestión de la reforma del Oficio Divino por Pío X es un
semillero de problemas aparte. Es fácil advertir que la Iglesia debiera
restaurar algunos elementos del Oficio romano tradicional que se perdieron,
como los salmos Laudate en Laudes,
pero no es en absoluto fácil decir cómo debiera hacerse. La situación del
Oficio es muchísimo más compleja que la del Misal del altar o de los otros
ritos sacramentales. Afortunadamente, los monjes benedictinos tienen la
posibilidad de usar el Antiphonale
Monasticum, que quedó casi intacto cuando la ruptura de Pío X.
[4] Se ven cambios más dramáticos en la explicitación de las
rúbricas. Clemente VIII hizo un considerable “relanzamiento” del Misal de Pío
V, enderezado a aclarar las rubricas. Cualquier edición del Misal, desde Pío X
en adelante, incluye un enorme bloque de rúbricas al comienzo, que nunca había
estado ahí. Sin embargo, es indiscutible que uno podría usar cualquier edición
del Misal, con efecto en la mayoría de las fiestas y del ciclo temporal.
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