El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 8, 1-13):
“En aquel tiempo, habiendo bajado Jesús del monte, siguióle mucho gentío; y viniendo a él un leproso, le adoraba, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Y extendiendo Jesús la mano le tocó, diciendo: Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de su lepra. Y le dijo Jesús: Mira que a nadie lo cuentes; pero ve, muéstrate al sacerdote y ofrece la ofrenda que mandó Moisés, para que les sirva a ellos de testimonio. Y habiendo entrado en Cafarnaúm, llegóse a El un centurión, y le rogó diciendo: Señor, tengo un criado postrado en casa, paralítico, y sufre mucho. A lo que respondió Jesús: Yo iré y le curaré. Y replicó el centurión: Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; mas di una sola palabra, y será curado mi siervo. Pues yo soy un hombre que, aunque bajo la potestad de otro, como tengo soldados a mi mando, digo al uno: Vete y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace. Al oírle Jesús, quedó admirado, y dijo a los que le seguían: En verdad os digo, no he hallado tanta fe en Israel. Pues también os digo: muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; pero los hijos destinados a este reino serán arrojados a las tinieblas del exterior, donde habrá llanto y rechinar de dientes. Y dijo al centurión: Vete, y te suceda como has creído. Y sanó el siervo en aquella hora”.
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Los dos episodios que nos narra el trozo del Evangelio que se lee hoy constituyen una magnífica lección de cómo orar.
Hay muchos no cristianos, y aun muchos cristianos, que dicen: ¿para qué orar? ¿Acaso no conoce ya Dios nuestras necesidades? Y ¿acaso no es bueno en sumo grado como para satisfacerlas? ¿Qué añade nuestra oración a ese conocimiento y a esa bondad?
Es cierto que Dios conoce todas nuestras necesidades y cuitas. Y también es cierto que Él puede satisfacerlas y remediarlas todas. Pero lo que añade la oración es el acto de humildad y el acto de fe del hombre que suplica.
Así lo vemos en el caso del leproso: expone ese pobre hombre al Señor el destino aciago que le ha tocado, y se postra a sus pies, esperando. No clama ni reclama, no exige, no apremia. Da por supuesta su propia impotencia y la omnipotencia divina y dice, simplemente: “si quieres, puedes”.
A veces en la vida corriente nos toca oír, a algún mendigo, una declaración de su propio desvalimiento, de su absoluta necesidad de todo: “una monedita, o -y aquí esta esa declaración de total desvalimiento- cualquier otra cosita…”. El mendigo no exige esto o lo otro; pide lo que queramos -o podamos- darle. Es la revelación de su total pobreza y carencia. Es el reconocimiento de su realidad.
Así también el leproso: muestra su necesidad con la humildad de quien sabe que no puede más que esperar; no pide con voluntariosa actitud. Sólo se muestra tal como es. Y recordamos a Santa Teresa de Ávila, que define la humildad como “andar en verdad”, es decir, en reconocernos tal como somos.
San Agustín, al tratar de la oración, nos dice que, a menudo, Dios no oye nuestras oraciones o porque pedimos cosas que no nos convienen o, las que nos convienen, las pedimos mal. La actitud de total rendición del leproso es una lección maravillosa: sabe que, si el Señor lo quiere, puede sanarlo; pero le deja a Él la decisión de si le conviene o no ser curado de la lepra. Y esta petición tácita es un acto expreso de humildad.
En la historia del centurión, el Evangelio nos enseña que lo que mueve a Dios, lo que, si se pudiera decir así, vence a Dios, es la fe del hombre. También el centurión es humilde, es decir, conoce su propia realidad, tal como es: él es hombre que, aunque está sometido a jefes superiores, tiene también inferiores a quienes da órdenes, que son obedecidas. Y, elevándose sobre este hecho de su realidad vivida, le dice al Señor: si yo, que estoy sometido a otros, puedo hacer que se me obedezca, Tú, que no tienes superior, con mucha mayor razón puedes también hacerlo.
Es la fe en el poder divino lo que admira a Jesús -el Evangelista nos presenta al Hijo del hombre como un hombre cabal, capaz de asombrarse, de conmoverse, de sentirse impactado- es la fe del centurión. Por supuesto hay que destacar también su humildad, que la Iglesia ha inmortalizado para siempre en esa plegaria de la liturgia de la Misa que recitamos justo antes de la Comunión: “yo no soy digno”. Pero el Señor, aun reconociendo esa humildad, no puede sino alabar de un modo extraordinario la fe de ese hombre.
Y la omnipotencia del Señor es aquí “vencida”, como en tantas otras ocasiones del Evangelio podemos constatar, por la fe: “hágase como quieras”. Pero más que eso: que se te haga a la medida de tu fe; no se te haría lo que pides si no fuera por tu fe; la medida de tu fe es la medida de lo que conseguirás de Mí.
La oración colecta de este domingo resume más estupendamente que en muchas otras ocasiones, lo esencial de la enseñanza del Evangelio del día, la conciencia de nuestra invalidez y la confianza en lo que Dios quiera para nuestro bien: “Omnipotente y sempiterno Dios, mira propicio nuestra flaqueza; y extiende, para protegernos, la diestra de tu Majestad”. No se pide ni este bien concreto ni el otro: le mostramos nuestra flaqueza -nuestra lepra- pedimos lo que Él quiera darnos. “Señor, si quieres”.
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