viernes, 18 de marzo de 2016

El breviario del Concilio Vaticano II

Ofrecemos a continuación un texto preparado por D. Augusto Merino Medina, uno de los miembros de nuestro equipo de redacción, referido al breviario mandado componer por el Concilio Vaticano II (véase sobre todo SC 88 y 89). 

El breviario (el término proviene del latín clásico «breviarium», que significa el índice, el extracto, el sumario de una obra) es un libro litúrgico que recoge el conjunto abreviado de las obligaciones religiosas de carácter público que tiene el clero a lo largo del año (más allá de la Santa Misa) y que usualmente se contenía en un conjunto de obras mayores que constituían los denominados "Oficio Divino" (Opus Dei) o "Libros de Horas" (Horarium) para cada período del año (Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, más dos libros para el hoy denominado tiempo ordinario). Ellos representan el misterio de Cristo en la liturgia y en su Iglesia santificando el tiempo del hombre. En dicho libro se recogen así las oraciones, lecturas bíblicas y salmos que deben ser rezados o recitados en las diferentes horas canónicas del día (inicialmente ocho: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas) y según el tiempo litúrgico correspondiente. 


Cartujo rezando el Oficio Divino en su celda

Sus orígenes históricos datan de la Italia del siglo XI. Su formación se debió a las exigencias de la recitación privada del Oficio Divino, que se iba extendiendo cada vez más, y a la necesidad de coordinación y simplificación de la liturgia, que por esa época se iba abriendo paso. En su origen, el Oficio fue creado y compuesto para su recitación pública, en coro, y tal fue la exigencia en la Iglesia, tanto para los monjes como para los sacerdotes seculares, hasta el siglo XI. Sólo por excepción se permitida la recitación privada, como ocurría cuando un monje estaba de viaje o enfrentaba otras dificultades similares. Desde el año 1000, por motivos prácticos y para facilitar la recitación privada, se hizo necesario contar con una simplificación de los varios libros usados en el coro, los que formaban una verdadera biblioteca en razón de su número y proporciones. Basta pensar que entre ellos se contaban el salterio, los diversos libros de la Biblia, el responsorial, el antifonal, el pasionario o legendario, el himnario, el homiliario y el colectario.   

Primero se comenzaron a reunir todos estos volúmenes en uno o dos libros, dividiéndolos según las estaciones del año. En un segundo momento se fundieron juntos en forma ordenada, distribuyendo los diversos elementos (himnos, responsorios, salmos, etcétera) en cada oficio y presentándolos en la forma en que debían recitarse.  

La fijación de los textos que habían de componer el breviario la realizó, en su primer formato completo, el Concilio de Trento (1545-1563). Se trata de aquel breviario promulgado en 1568 por San Pío V y cuya estructura y contenido se mantuvo, con las revisiones efectuadas por los papas de los siglos XVII y XVIII, hasta la reforma de 1911. Ese año, San Pío X dispuso algunas importantes innovaciones en la ordenación ritual del breviario con el propósito de (i) incluir en la semana la recitación del salterio y, para esto, abreviar el salterio ferial, y de (ii) resolver el conflicto entre el temporal y el santoral, especialmente restableciendo los antiguos oficios dominicales. Posteriormente hubo algunas nuevas reformas por parte de Pío XII (incluida la no muy lograda traducción del salterio confiada al cardenal Bea) y San Juan XXIII. De ellas ha tratado, en una extensa serie que puede ser consultada aquí, Gregory DiPippo para el sitio New Liturgical Movement.

Como se sabe, el motu proprio Summorum Pontificum (artículo 9, § 3y la Instrucción Universae Ecclesiae (artículo 32) permiten a los clérigos el rezo del Breviario Romano promulgado por el Beato Juan XXIII en 1962, recitado siempre en lengua latina. De ahí que resulte interesante conocer su historia y las particularidades del antiguo breviario, de las que el texto de D. Augusto Merino Mediana que ahora les ofrecemos supone un primer acercamiento. 


El actual Oficio Divino después de las reformas posconciliares

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El Breviario Romano del Concilio Vaticano II

Dr. Augusto Merino Medina


Las siguientes reflexiones surgen no de un estudio detenido, que queda pendiente no obstante los varios (y buenos) que ya existen en la materia, sino de la simple experiencia de quien ha tenido la oportunidad de usar, en su condición de laico común y corriente y por largo tiempo, tanto el Breviario del Concilio, como el que aquí llamaremos, para no entrar en complicaciones del itinerario de reformas, de Pío XII, vale decir, aquel anterior a las de Juan XXIII y que hoy permite la forma extraordinaria. 

Respecto del Breviario del Concilio editado en castellano, hay que decir que, además de los reparos que se puede hacer a su versión en latín y sobre los que hablaremos a continuación, hay que lamentar, y profundamente, la mala calidad –a veces pésima- del himnario de que se lo dotó. Es imposible, realmente, moverse a piedad con algunas versainas sentimentaloides y prosaicas que se incluyen en el Oficio castellano. El punto ha de haber sido advertido por algunos editores, particularmente sensibles, del texto castellano, puesto que se ofrece también al usuario en esta lengua un himnario en latín, impreso por separado, que no es simple reedición del usado a lo largo de los siglos, pero en el cual, al menos, no se advierte, por quien no sea eximio latinista, los ripios y vulgaridades que abundan en el de la versión castellana.

La primera reflexión que sugiere la práctica es que, en el nuevo Breviario del Concilio, se advierte una lamentable falta de arte, de delicadeza, de adecuación, de énfasis, en el tratamiento del Oficio correspondiente a cada tiempo litúrgico. Quienes compusieron el nuevo Breviario, quizá debido al apresuramiento con que se realizaron todas las reformas litúrgicas a partir de 1964, parecen haberse conformado con un único modelo de  Oficio para todo el año, una especie de “template” o “plantilla”, que se usa como “default”, sin que existan muchas situaciones especiales que justifiquen la existencia de tal “texto supletorio”.

Por ejemplo, en el Breviario de Pío XII, los días de Semana Santa, especialmente el Triduo Pascual (cuyos oficios litúrgicos, como es sabido, fueron modificados por este Papa en 1955), tenían asignada una forma y estructura que expresaba claramente el dramatismo de ese tiempo sacratísimo del año litúrgico, suprimiendo las antífonas en la recitación de los salmos y, por cierto, los “gloriapatris”, y evocando así el despojamiento de los altares e, idealmente, de los espíritus, que conviene a esos días. El espléndido y sombrío “Oficio de Tinieblas” recitado el Miércoles, Jueves y Viernes Santo, que transmitía las más profundas emociones y movía a los afectos más depurados, simplemente desapareció: esos días, en el Breviario nuevo, se reza el mismo número de salmos, en el mismo rutinario modo en que se rezan a lo largo de todo el año, con sus respectivos “gloriapatris”, sin cambio ni énfasis, como si nada especial estuviera ocurriendo. No se advierte una pausa en el decurso del tiempo litúrgico, no se adecua el Oficio a las características propias de esos días tan importantes.

 Monjes benedictinos rezan las vísperas de Jueves Santo 
(Foto: John Stephen Dwyer)

En cambio, en el Breviario de Pío XII había todo tipo de signos y señas de que, en Semana Santa, se estaba en un período absolutamente extraordinario: supresión de versículos, de himnos, de antífonas, cambio de responsorios, gradualidad en la recitación, a lo largo de esos días, de la preciosa antífona “Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem, mortem autem crucis” (Fl 2, 8-9), etcétera.

Ahora todo es despachado del mismo modo, sin énfasis ni toma de conciencia de lo particular, con una especie de espíritu burocrático que no quiere complicarse la existencia ni exigir atención extra. La monotonía impera y hace invisible la singularidad de los diversos misterios del año litúrgico. En el fondo, se advierte aquí ese espíritu de devaluación de esta parte tan importante de la liturgia de la Iglesia que ha llevado, finalmente, y como era de esperarse, a que en ciertas órdenes religiosas se dé a sus miembros la alternativa de recitar el Oficio o de reemplazarlo por una media hora de oración “bíblica” o de algo por el estilo, a fin de dar más tiempo a un activismo, casi siempre de carácter social, que cree poder prescindir de raíces en una vida de oración y de piedad intensa. Y así, la dimensión comunitaria de la oración simplemente desaparece. 

La misma falta de delicada atención al contenido de los tiempos litúrgicos se advierte en otras épocas del año litúrgico, como Navidad. En la semana de Pascua, por ejemplo, la Iglesia, abreviando de modo notable el Oficio de cada día hasta el sábado in albis, comunicaba a los fieles el espíritu de distensión sagrada, de gozo, de alegría que conllevan esos días: también el cuerpo debía tomar parte en esa inefable fiesta del alma, disminuyendo el esfuerzo psicológico supuesto por el recogimiento que exige el Oficio Divino.

La segunda reflexión se refiere al empleo de lecturas sagradas en el Oficio de Maitines. Las reformas hechas por Juan XXIII fueron, en este sentido, todo lo desafortunadas que podían ser: no sólo se suprimió una inmensa cantidad de lecturas de los Santos Padres, sino que algunas que fueron conservadas quedaron a medio camino, truncas y sin sentido, por la supresión del tercer nocturno. El Breviario del Concilio, en este sentido, reaccionó positivamente, introduciendo más lecturas tomadas de la Patrística, además de la lectura de las Sagradas Escrituras. Pero aquí también se da una incoherencia inexplicable en nuestro ámbito lingüístico: supuesto el nuevo calendario litúrgico y su división en ciclos anuales, en la versión castellana se proporciona al fiel dos lecturas patrísticas para alternar en dos años, en tanto que en la versión en latín hay una sola. Los fieles que usan la versión castellana tienen, por lo tanto, un acceso inmensamente más rico que los otros a los tesoros de los Santos Padres. Esta situación se debe, sin duda, al deseo de los Padres Conciliares de que hubiera más lecturas de la Sagrada Escritura, aunque el punto de la variedad de éstas requiere de una evaluación propia que no haremos aquí y que no siempre es positiva.

En lo que sí se advierte una mejoría es en las lecturas hagiográficas, de las cuales se ha suprimido esos lugares comunes antiguos que presentaban a cada santo como habiéndolo sido desde su lactancia. En contraste, se ha suprimido las fiestas de innumerables santos del antiguo calendario, como en un esfuerzo por hacer perder a la memoria católica la riqueza de su milenario pasado. A menudo se ha privilegiado el recuerdo de santos “modernos”, como si los “antiguos” no ofrecieran muchas veces mejores y más impactantes señas de ejemplaridad de vida y de virtudes y no ilustraran la heroicidad de aquellos lejanos tiempos, que se hace cada vez más necesaria en los actuales.

El rezo del Oficio en coro, dirigido desde el facistol

Una tercera reflexión se refiere a la supresión de la hora canónica de Prima y a la nueva distribución de las que se ha mantenido (Tercia, Sexta, Nona). Es indudable que hay aquí un intento de amoldar el Oficio Divino al oficio humano que desempeña cada fiel. Lo cual es “signo de los tiempos”, una señal de que no es ya Dios el centro de la vida espiritual, de que la dimensión “vertical” de ésta, a que se alude tantas veces, ha sido sacrificada a la dimensión “horizontal”. En otras palabras, quien manda aquí es el ritmo de la vida moderna secular, no el ritmo de la vida católica. Se amolda el católico al espíritu del mundo, como si eso fuera suficiente para convertir a éste, en vez de amoldar la vida del mundo a la vida del espíritu católico, que es lo que realmente lo redimiría. San Pablo nos dice, entre otros muchísimos textos, “no os amoldéis a este mundo, sino, por el contrario, transformaos con una renovación de la mente” (Rom. 12, 2). Parece haberse perdido del todo la milenaria perspectiva católica de “estar en el mundo sin ser del mundo” (Jn 15, 19).

Cabe hacer aquí la comparación con lo que es el caso entre los musulmanes, que interrumpen efectivamente la jornada diaria en cinco oportunidades para hacer su oración. Y de la comparación fluye la conclusión de que se comprende por qué aquel mundo parece estar lleno de una energía cada vez más desbordante, en tanto que el nuestro la pierde en cada instante a pasos agigantados. En el mundo católico, los tres momentos de oración que iban jalonando el día en forma de Horas Menores, quedan reducidos a uno solo, cuyo contenido, por lo demás, se ha empobrecido enormemente en materia de uso de los salmos, cualesquiera hayan sido las consideraciones eruditas que hayan llevado a esta situación.

Del mismo modo, la supresión de la hora de Prima, independientemente de los alegatos históricos y eruditos, representa un neto empobrecimiento de un aspecto de gran importancia de cada día, como es el ofrecimiento y consagración del trabajo. Este, sin estar debidamente consagrado a Dios, se transforma en el nuevo ídolo ante el cual se ofrece lo mejor de la jornada cotidiana. Por otra parte, aunque ya del Breviario de Pío XII se había suprimido la lectura del Martirologio, considerado como una práctica exclusivamente monástica que, por esta razón, no era extensible al mundo seglar, constituye, en el actual ambiente de descristianización debido, entre otras cosas, a la pérdida de la memoria de la Iglesia, un factor adicional de desconexión con esa “Iglesia Triunfante” que es parte esencial de la comunión de los santos. El énfasis del período posconciliar en la supresión de la mención y recordación de los santos es uno de los grandes daños que se ha causado a la vida espiritual del mundo católico, en aras, probablemente, de un “ecumenismo” (frente a los protestantes, por cierto; no frente a los ortodoxos) que ha probado ser, a lo largo de los últimos años, perfectamente infructuoso. 

miércoles, 16 de marzo de 2016

Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum (VII)


Dom Alberto Soria Jiménez OSB, Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum, Madrid, Cristiandad, 2014, 552 pp. 


[Nota de la Redacción: El texto íntegro ha sido publicado con el mismo título del libro reseñado en los Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada XXI (2015), pp. 171-220 (véase aquí la versión publicada)].


Dr. D. Jaime Alcalde Silva

Enseguida, el autor aborda las expresiones forma, uso o expresión con que el motu proprio Summorum Pontificum mienta la posibilidad de servirse de dos misales diversos para la celebración de un único rito romano. El primero de esos términos designa la manifestación exterior o solemnidades empleadas en las celebraciones litúrgicas y sacramentales (p. 182). El segundo designa la utilización propiamente dicha de cosas o derechos, a veces con un alcance consuetudinario (p. 182). El tercero es un concepto menos usado por los documentos litúrgicos (como SC y OGMR), pero cabe entenderlo en su sentido natural y obvio: como la manifestación externa y visible de algo. En cualquier caso, en el motu proprio el término más recurrido es forma, para contraponer una ordinaria (el misal reformado) a otra extraordinaria (el misal de 1962), sin que con ellas se introduzca a la vez una fractura en la lex credendi de la Iglesia (SP 1). Ciertamente, la cuestión tiene que ver con la unidad sustancial del rito romano a la que se alude en SC 38 y a la que nuevamente se refería el papa Pablo VI en la constitución apostólica merced a la cual se promulga el misal reformado (pp. 184-185). Juan Pablo II insistirá en este aspecto al conmemorar el vigésimo quinto aniversario de la constitución conciliar sobre la sagrada liturgia y destacar la necesidad de «enraizar la Liturgia en algunas culturas, tomando de éstas las expresiones que pueden armonizarse con el verdadero y auténtico espíritu de la Liturgia, respetando la unidad sustancial del Rito romano expresada en los libros litúrgicos. […] En este terreno, está claro que la diversidad no debe dañar la unidad» (Vicesimus quintus annus, 16). El término vuelve a aparecer en otros varios documentos (pp. 184-187).  De esta inculturación trata la OGMR 398 cuando prescribe que ella «de ningún modo pretende que se creen nuevas familias de ritos, sino atender a las exigencias de una cultura determinada, pero de tal manera que las adaptaciones introducidas en el misal o en otros libros litúrgicos, no sean perjudiciales a la índole bien dispuesta propia del rito romano». Esto exige que el misal romano, aunque en la diversidad de lenguas y con cierta diversidad de costumbres, se conserve como instrumento y signo preclaro de la integridad y la unidad del rito romano (OGMR 399). De esta manera, la verdadera inculturación sólo puede expresarse en la fidelidad a la fe común recibida por la Iglesia, especialmente a través de los signos sacramentales que Cristo ha dejado como medio de santificación, y a la comunión jerárquica. La adaptación a las culturas exige una conversión del corazón y, si es preciso, rupturas con hábitos ancestrales incompatibles con la fe católica (CEC 1206)[1].


 Liturgia celebrada según el uso anglicano en una parroquia del ordinariato de los EE.UU.

En virtud de esta deseada inculturación, con el tiempo la Santa Sede ha aceptado dos usos particulares del rito romano: el congoleño y el anglicano. 

El uso zaireño o congoleño recibe su nombre por ser una codificación de la liturgia romana reformada según las prácticas de inculturación con que fue celebrada desde 1972 en Kinshasa y, a partir de 1977, en el resto de las diócesis de la República Democrática del Congo (antes Zaire). Este uso se caracteriza por una mayor participación exterior de los fieles, que se expresa principalmente mediante la danza. Otra nota distintiva es la invocación de los santos y de los ancestros, así como la bendición del sacerdote que recibe cada lector antes de ir a proclamar las lecturas. Las particularidades litúrgicas de este uso fueron aprobadas por la Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos mediante el Decreto Zairensium Regionum, de 30 de abril de 1988. El autor considera este uso, empero, como «una mera “adaptación más profunda” […] del rito romano»  (p. 189). Conviene recordar que ya en el siglo XVIII se había utilizado un uso particular del rito romano entre las comunidades indígenas de Norteamérica, que adoptó el nombre de algonquino o iroqués, y donde se daba cabida a las lenguas vernáculas, sobre todo en los cantos[2], y algo similar ocurrió después en otras tierras de misión. 


Católicos del Congo participando de una procesión después de la Misa dominical
(Foto: RobertHarting)

El uso anglicano, por su parte, tuvo aplicación inicialmente en siete parroquias estadounidenses que abandonaron la Iglesia episcopaliana para volver a la plena comunión eclesial (Congregación para la Doctrina de la Fe, Provisión pastoral, de 22 de julio de 1980). Este uso se asemeja al rito romano reformado durante la liturgia eucarística, aunque sólo utiliza la plegaria eucarística I o canon romano y conserva una oración propia para el ofertorio, pero difiere de él durante el rito penitencial y la liturgia de la palabra. En ella existe Epístola, Gradual, Aleluya o Tracto y Evangelio, como sucede en la forma extraordinaria, si bien las lecturas del domingo están tomadas del nuevo leccionario. El lenguaje utilizado, que se aparta de la traducción de la Comisión internacional sobre el inglés en la liturgia (ICEL), está basado en el Book of Common Prayer (1552), aunque la mayoría de las parroquias usan el Book of Divine Worship (2003)[3]. En la Constitución apostólica Anglicanorum coetibus (2009) también se prevé una autorización general para preservar los ritos de las comunidades anglicanas que entran en comunión con la Iglesia católica, dado que en ella, sin excluir las celebraciones litúrgicas según el rito romano, se reconoce que el ordinariato tiene «la facultad de celebrar la Eucaristía y los demás sacramentos, la Liturgia de las Horas y las demás acciones litúrgicas según los libros litúrgicos propios de la tradición anglicana aprobados por la Santa Sede, con el objetivo de mantener vivas en el seno de la Iglesia católica las tradiciones espirituales, litúrgicas y pastorales de la Comunión anglicana, como don precioso para alimentar la fe de sus miembros y riqueza para compartir» (artículo III). En este sentido, conviene recordar que las comunidades anglocatólicas que se han integrado a la Iglesia Católica rezan la Santa Misa con el misal de San Pío V, el misal anglicano (que tiene el mismo texto pero traducido al inglés antiguo) o el misal del uso de Salisbury (Sarum), una variante del rito romano. 

 Us0 de Salisbury (Sarum)
(Foto: Curlew River)

La existencia de dos formas del rito romano no rompe la unidad querida por el Concilio Vaticano II y tampoco contradice la historia precedente del rito romano. El autor recuerda, por ejemplo, que antes de la bula Quo primum tempore de San Pío V por la que se fijó el rito romano (dejando a la vez subsistentes todos los otros ritos latinos con una antigüedad probada de dos siglos), y pese a las variaciones existentes, todos los editores litúrgicos grababan las portadas con el título Missale Romanum, porque entendían existir una coincidencia sustancial entre las distintas formas locales de celebración (p. 196). Y no es extraño si se piensa que en la actualidad el misal reformado se celebra casi exclusivamente en lengua vernácula, de modo que existen tantas ediciones típicas del mismo misal romano como idiomas aprobados por la Santa Sede, por lo que no debe sorprender que el rito romano pueda también ampliarse para comprender dos formas distintas de expresión (pp. 200-201). Es más, el papa Benedicto XVI quiso que existiese una complementariedad entre ellas (GF 8), preservándose sus elementos característicos (UE 24), para favorecer una efectiva participación activa de los fieles en los sagrados misterios (GF 8). Por eso, el apostolado confiado al monasterio de San Benito de Nursia por parte de Pontificia Comisión Ecclesia Dei desde el 21 de abril de 2009 implica «la celebración de la Sagrada Eucarística en utroque usu, es decir, tanto en el uso ordinario como extraordinario del rito romano, en colaboración con la Santa Sede y en comunión con el obispo diocesano» (p. 201).

La distinción entre dos usos o formas del mismo rito romano plantea, empero, el problema de la calificación de una como ordinaria (el misal reformado) y otra como extraordinaria (el misal de 1962), así como el de la correcta denominación que se debe dar a esta última. Ante todo conviene tener presente que la distinción viene referida principalmente al misal romano, aunque en SP 9 también se permite el uso del ritual, el pontifical y el breviario precedentes (p. 203)[4]. Para elegir el término más adecuado, el autor descarta primeramente otros: tridentino, de San Pío V, de Juan XXIII, preconciliar, tradicional, Misa en latín, usus receptus, gregoriano (pp. 207-213), sin excluir los calificativos «antiguo», «anterior» o «precedente» en contraposición a «nuevo», «renovado» y «reformado», que aparecen en Summorum Pontificum y en la carta a los obispos que lo acompaña (pp. 205-206). Dado que ni el motu proprio ni la instrucción que lo desarrollo intentan establecer una designación uniforme u excluyente, concluye que se puede usar cualquier denominación mejor que «forma ordinaria» y «forma extraordinaria» si se hallare, pese a que propiamente la segunda se debe denominar como celebración de la Santa Misa según la edición típica (en realidad post-típica) del misal romano de 1962 (p. 214)[5]

 Vigilia pascual en el usus antiquior
(Foto: Catholic Champion

El autor realiza enseguida una exhaustiva revisión de la dimensión canónica entre las expresiones ordinario y extraordinario, distinguiendo cinco supuestos de aplicación del binomio (pp. 214-223). La constatación es que no existen precedentes teológicos o canónicos para la inédita solución de Benedicto XVI a una situación tan compleja como es permitir la convivencia, en una misma época y para comunidad idénticas, de dos estados sucesivos de un mismo rito (p. 223). Se trata, entonces, de una respuesta canónico-fáctica (pp. 225 y 235-236) para materializar un deseo que el Papa venía madurando desde poco después de su llegada a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe en 1982, sin connotaciones teológicas (pp. 233-235), las que han sido preteridas. Ambas formas son expresión del mismo rito romano (SP 1), sin que una se subordine o prefiera a la otra, pues poseen igual dignidad, valor y fundamento (p. 229). La única limitación es que la forma extraordinaria se ciña a su disciplina propia contenida en Summorum Pontificum y Universae Ecclesiae (p. 229), y que los fieles que asistan a ella no pongan en duda «la validez o legitimidad de la Santa Misa o de los sacramentos celebrados en la forma ordinaria o al Romano Pontífice como Pastor supremo de la Iglesia universal» (UE 19). Esta última instrucción no establece que la forma extraordinaria deba usarse con menos frecuencia que la forma ordinaria o que ellas son formas superpuestas o contrapuestas. Por el contrario, de ella se sigue que una y otra no son usos contrapuestos del rito romano y se ha de evitar interpretar el calificativo «extraordinario» como si se tratase de algo peyorativo, ocasional u especial (p. 230). La frecuencia de la celebración es una mera cuestión de hecho, que de ninguna forma viene prescrita canónicamente (p. 233), pues UE 33 permite incluso la celebración del Triduo Pascual inicialmente excluido por SP 2. Para favorecerla es necesario proporcionar a los fieles un cierto nivel de formación litúrgica y un acceso a la lengua latina (SM 5 § 1 y UE 15), el que puede lograrse con el recurso a misales bilingües y algunas charlas formativas (pp. 236-237). En este sentido, conviene recordar que la sesión XXII del Concilio de Trento (17 de septiembre de 1562) dispuso que se expusiesen «frecuentemente, o por sí, o por otros, algún punto de los que se leen en la Misa, en el tiempo en que esta se celebra, y entre los demás declaren, especialmente en los domingos y días de fiesta, algún misterio de este santísimo sacrificio» (capítulo VIII). En la actualidad, el derecho de todo fiel a la debida instrucción viene reconocido por el derecho canónico (cánones 213 y 217 CIC).



[1] Véase Comisión Teológica Internacional, «La fe y la inculturación» (1987), ahora en Pozo, C. (ed.), Documentos. 1969-1996. Veinticinco años de servicio a la teología de la Iglesia, Madrid, BAC, 1998, pp. 393-416.

[2] Salvucci, C., The Roman Rite in the Algonquian and Iroquoian Missions, Merchantville (Nueva Jersey), Evolution Publishing, 2008.

[3] El Book of Divine Worship es una adaptación del Book of Common Prayer aprobada por la Santa Sede.

[4] Con anterioridad a la reforma posconciliar ya existía una traducción oficial del ritual romano: Consejo Episcopal Latino Americano, Elenchus rituum ad instar «appendicis» ritualis romani ad usum Americae Latinae, Medellín, Typis Bedout, 1962. Véase asimismo el Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos y el Consilium sobre las ediciones de los libros litúrgicos (27 de enero de 1966).

[5] En contraposición, la forma ordinaria puede ser denominada a su vez como la celebración de la Santa Misa según la tercera edición típica del misal romano de 2002. Véase Arrocena Solano, F. M.ª, «La tercera edición típica del Missale Romanum», AHIg 12 (2002), pp. 236-270.

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Actualización [15 de abril de 2019]: El sitio Infocatólica informa que el pasado 9 de abril la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió unas Normas complementarias de la Constitución apostólica Anglicanorum coetibus, entre las cuales se incluye la aprobación del Misal propio para estos ordinariatos personales (véase aquí el texto en inglés).

domingo, 13 de marzo de 2016

Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum (VI)

Dom Alberto Soria Jiménez OSB, Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum, Madrid, Cristiandad, 2014, 552 pp. 

[Nota de la Redacción: El texto íntegro ha sido publicado con el mismo título del libro reseñado en los Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada XXI (2015), pp. 171-220 (véase aquí la versión publicada)].

Dr. D. Jaime Alcalde Silva

En apretada síntesis, la parte normativa de Summorum Pontificum aborda seis cuestiones: (i) la posibilidad de cualquier sacerdote de celebrar conforme a la edición típica del misal romano de 1962 si así lo desea, pudiendo asistir a dicha celebración los fieles que voluntariamente lo pidan, con algunas particularidades según el lugar sagrado donde ella tiene lugar; (ii) la posibilidad de usar el ritual y el pontifical precedente para los demás sacramentos; (iii) la facultad de los clérigos constituidos in sacris de recitar el oficio divino según el breviario promulgado por el papa Juan XXIII; (iv) la constitución de parroquias personales para la forma extraordinaria por parte del ordinario del lugar[1]; (v) las atribuciones que corresponden a la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, que fue reformada el 2 de julio de 2009 merced a la carta apostólica en forma de motu proprio Ecclesiae Unitatem, pasando a depender de la Congregación para la Doctrina de la Fe; y (vi) la derogación de los documentos anteriores de la Sede Apostólica referidos a la misma materia (pp. 123-127). El autor trata asimismo de la promulgación y vigencia del motu proprio (pp. 127-132).

Summorum Pontificum fue completado por la Pontificia Comisión Ecclesia Dei mediante la Instrucción Universae Ecclesiae (13 de mayo de 2011), que venía acompañada de una pequeña nota explicativa, cuya publicación coincidió con el tercer congreso sobre dicho motu proprio celebrado en la Universidad Santo Tomás (Angelicum) de Roma[2]. Comporta éste un documento de contenido más canónico que litúrgico (p. 135), donde la comisión ejerce su competencia específica de «garantizar la correcta interpretación y la recta aplicación del motu proprio “Summorum Pontificum”» (UE 12). De suerte que no se trata de una interpretación auténtica del mentado motu proprio, que sólo compete al legislador universal (canon 16 CIC), sino de una norma de carácter administrativo cuyo imperio se subordina a aquél y cuyo propósito es aclarar sus prescripciones y desarrollar y determinar las formas en que ellas han de ejecutarse (canon 34 CIC).

 El entonces Cardenal Ratzinger celebra una Misa Pontifical en el usus antiquior para el 
capítulo general de la asociación de fieles Pro Missa Tridentina en Weimar (1999) 

De la coordinación de ambos documentos se desprende que los objetivos doctrinales perseguidos por el Benedicto XVI eran tres: (i) favorecer la reconciliación interna de la Iglesia (SC 26); (ii) ofrecer a todos los fieles, y no sólo a quienes la habían conocido, la posibilidad de participar en la forma extraordinaria del rito romano, considerada como un tesoro precioso que no debe perderse (SC 4); y (iii) quizá más importante todavía, establecer que la celebración litúrgica conforme a los libros aprobados por la Sede Apostólica en 1962 comporta un verdadero derecho de los fieles, tanto sacerdotes como laicos (SC 26), que se puede reclamar frente a las autoridades competentes (pp. 138-156). De esto existía ya un antecedente en la Instrucción Sacramentum Redemptionis (2004), donde se establece que «cualquier católico, sea sacerdote, sea diácono, sea fiel laico, tiene derecho a exponer una queja por un abuso litúrgico, ante el Obispo diocesano o el Ordinario competente que se le equipara en derecho, o ante la Sede Apostólica, en virtud del primado del Romano Pontífice» (§ 184).

Mientras la primera parte tenía un carácter histórico, destinado a trazar el derrotero del misal de 1962 una vez promulgado el nuevo misal paulino, la segunda parte presenta un contenido más técnico. En él se abordan los distintos significados de rito (pp. 159-179) y la consecuencia que tiene la distinción entre dos formas o usos dentro de un mismo rito (pp. 181-201), como ocurre con el romano tras el motu proprio Summorum Pontificum (pp. 203-238).   

El Capítulo IV está dedicado a precisar el concepto de rito que utiliza Summorum Pontificum, anunciado desde un comienzo que se trata de una noción equívoca que no se puede explicar por consideraciones estrictamente litúrgicas (p. 159). Señala, entonces, que el término posee una triple dimensión: canónica-eclesiológica, litúrgica y canónica-litúrgica (p. 160).

En el primer sentido, el rito alude a la división de la Iglesia universal en veintitrés iglesias sui iuris o rituales (cánones 111 y 112 CIC), aquella de rito latino (canon 1 CIC) y las veintidós orientales en comunión con la Santa Sede (cánones 1 y 27 CCEO), las que cuentan con veintiún ritos diferentes, todos con iguales derechos y que pertenecen a una de las seis grandes tradicionales apostólicas: alejandrina, antioquena, armenia, caldea, constantinopolitana y latina (canon 28 § 2 CCEO). Cada una de estas iglesias se diferencia de las otras por sus ritos propios, vale decir, por su liturgia, su derecho canónico y su herencia espiritual (OE 3). El concepto de rito alude, entonces, al patrimonio litúrgico, teológico, espiritual y disciplinario que se distingue por la cultura y las circunstancias históricas de los pueblos y que se expresa por la manera propia en que cada Iglesia de derecho propio vive la fe (canon 28 § 1 CCEO). Con todo, el derecho canónico permite a los fieles cumplir el precepto dominical dondequiera que la Santa Misa se celebre según alguno de los ritos católicos reconocidos (canon 1248 § 1 CIC).

 Su Beatitud Sviatoslav Shevchuk, Arzobispo Mayor de Kiev-Galitzia, celebra la Liturgia Divina (2016)
en la Basílica de Santa María la Mayor de Roma (Foto: New Liturgical Movement)

Por su parte, en el ámbito litúrgico, el rito, como contrapuesto a los textos y las oraciones variables según el tiempo, presenta también tres sentidos diversos: (i) unos concretos elementos de acciones; (ii) la celebración como un todo acabado, esto es, un conjunto estructurado y ordenado de concretos elementos de acciones; y (iii) un conjunto de diferentes ritos sacramentales que conforman a su vez una unidad o familia litúrgica (p. 162). En este último sentido, dentro de la Iglesia latina sui iuris existen diversos ritos, además del romano, que coexisten entre sí, sin que quepa una asimilación entre ambos conceptos. Su aplicación puede ser personal, como ocurre con los ritos dominicano o carmelitano, o local, como sucede con los ritos mozárabe, ambrosiano o bracarense. Ninguno de estos ritos, empero, tiene propio el sacramento del Orden, que se confiere siempre según el rito romano (p. 163). Esto se debe a que el rito romano es el único de los ritos latinos que tiene propios todos los ritos del segundo sentido litúrgico y que es el que utilizan los demás ritos latinos cuando les falta el propio. Es este sentido al que alude el Código de Derecho Canónico cuando exige que los ministros sagrados celebren los sacramentos según su propio rito (canon 846 § 2).

Por último, a juicio del autor, existe un sentido canónico-litúrgico de rito, que corresponde a la disciplina jurídica común para uno o más ritos o familias litúrgicas no erigidas como Iglesias sui iuris (p. 165). Todos los ritos latinos, por muy diferentes que sean entre sí, se subsumen en el rito romano porque su estado eclesiológico no difiere de aquél, si bien poseen una reglamentación fragmentaria propia.

No siempre la distinción entre los diversos sentidos es clara, como ocurre en el canon 214 CIC, donde ellos aparecen interrelacionados. Según ese canon, «los fieles tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por los legítimos Pastores de la Iglesia, y a practicar su propia forma de vida espiritual, siempre que sea conforme con la doctrina de la Iglesia». En dicha norma se contienen, por tanto, dos derechos fundamentales complementarios de todo fiel: (i) el derecho a la propia espiritualidad y (ii) el derecho al propio rito[3]. De momento, sólo interesa el segundo de ellos. Para el entonces cardenal Ratzinger, el rito expresa ahí una «forma objetiva de oración común de la Iglesia» (p. 166), la que viene determinada por parámetros que escapan de la libre elección del fiel (p. 167) y responden a situaciones objetivas previstas por el derecho (cánones 111 y 112 CIC). Parece más plausible, empero, entender que el rito alude en el canon 214 CIC a la vinculación jerárquica de un fiel con una determinada Iglesia peculiar que posee su propio patrimonio litúrgico, teológico y espiritual, vale decir, una forma de espiritualidad determinada, así como sus propias normas litúrgicas[4]. Dicho de otra forma, la alusión posee un contenido canónico-eclesiológico antes que litúrgico. Refuerza esta conclusión la regla previamente referida sobre la posibilidad de cumplir el precepto dominical dondequiera que la Santa Misa sea celebrada conforme al rito católico (canon 1248 § 1 CIC), merced a la cual los fieles no tienen la obligación jurídica de asistir a su parroquia cuando en ella observan abusos litúrgicos o carencias doctrinales que dañan su fe, pudiendo elegir cualquier iglesia donde sean debidamente atendidos espiritualmente[5].

Este concepto de rito aboca a la distinción entre doctrina y disciplina, que a veces se pretende mostrar como una dualidad contrapuesta y donde el criterio pastoral debe prevalecer imponiendo variaciones seculares en la segunda. Una mirada más detenida al problema muestra que la cuestión no es tan simple de dilucidar, pues la doctrina tiene distintos grados y admite también un progreso producto del desarrollo teológico, incluso admitiendo ciertos cambios[6]. De igual forma, la disciplina no siempre es una realidad meramente formal, humana y mutable, ya que en ella van envueltos aspectos que comprenden la ley divina y los mandamientos, que no admiten cambio alguno, o todo el vasto campo del derecho divino. Por eso es que a menudo la disciplina comprende todo lo que el cristiano debe considerar como compromiso de su vida para ser un fiel discípulo de Jesucristo[7]. De ahí que ella puede ser definida como «el conjunto de normas y de estructuras que configuran visible y ordenadamente la comunidad cristiana, regulando la vida individual y social de sus miembros para que posea una medida siempre más plena, y en adhesión al camino del Pueblo de Dios en la historia, expresión de la comunión donada por Cristo a su Iglesia. En su sentido más amplio puede comprender también las normas morales, mientras que en su sentido más restringido designa sólo las normas jurídicas y pastorales»[8].   

 Misa celebrada conforme al rito ambrosiano tradicional en Legnano (Italia)

A partir de estos conceptos, el autor delimita el campo de aplicación del motu proprio Summorum Pontificum. Éste queda circunscrito a la Iglesia latina y a los sacerdotes, seculares o incardinados en institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica, que pertenecen a ella, quienes pueden libremente celebrar conforme a los libros litúrgicos vigentes en 1962 (pp. 169-174). Aunque no sea expreso, la citada facultad se extiende asimismo a los ritos ambrosiano (reformado en 1990) y mozárabe (reformado en 1992), que pueden celebrarse según los libros litúrgicos anteriores a los actualmente en uso (pp. 171-172)[9]. La única excepción es el rito bracarense porque, a pesar de las sugerencias efectuadas en el informe preparado para su reforma, la Sagrada Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos descartó acometerla para conservar los rasgos y la índole particular de este venerable rito portugués (p. 173). Con los ritos de las órdenes religiosas el problema no se produce, porque UE 34 se refiere expresamente a ellos y permite a sus miembros celebrar según los libros litúrgicos propios vigentes en 1962, sin autorización de los institutos o superiores, al menos cuando se trata de celebraciones privadas o sin pueblo (p. 175)[10]. Queda abierta todavía la pregunta sobre quién debe adoptar la decisión de celebrar la Misa conventual con el misal propio en los institutos de vida consagrada con obligación coral, como los dominicos, y si ella es también necesaria para la celebración ocasional o sólo para las celebraciones habituales o permanentes (SP 3).

Cabe recordar que tanto carmelitas como dominicos renunciaron a sus ritos propios y adoptaron el misal promulgado por el papa Pablo VI.

Tras las reformas posconciliares al rito romano, la orden carmelitana (antes carmelitas de la antigua observancia) aprobó provisionalmente la posibilidad de adoptarlas en algunas celebraciones y la incorporación al rito propio de algunas variaciones, entre las cuales destaca particularmente el abandono de la preparación de cáliz antes de la Misa. En su sesión 280, celebrada el 19 de junio de 1972, la orden renunció al misal jerosolimitano del Santo Sepulcro y adoptó en su plenitud el misal romano reformado[11]. Esta renuncia, aprobada por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, permitía a los sacerdotes de la orden conservar el misal propio con el consentimiento al menos del superior local y siempre que se tratase de una celebración sin pueblo (p. 177). En el capítulo general de Majadahonda de 1977 se descartó casi por unanimidad la propuesta de volver a utilizar el rito propio. Por su parte, antes de su separación definitiva, los carmelitas descalzos habían adoptado el misal romano de 1570 en el Definitorio de 13 de agosto de 1586 (con ausencia de San Juan de la Cruz y el P. Jerónimo Gracián), de suerte que no parece que puedan utilizar en la actualidad el rito carmelitano (p. 179). 

 Santa Misa celebrada conforme al rito carmelitano antiguo en Brasil

Con la Orden de Predicadores sucedió algo semejante. En 1962 seguía vigente su misal propio fijado en 1256, que había sido editado por última vez en 1933 por el Maestro General Fray Martin Gillet OP (1875-1951), y que tres años después fue reformado siguiendo los principios de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium. Aduciendo razones litúrgicas, pastorales y económicas, el capítulo general de 1968 renunció al Ordinarium iuxta ritum ordinis Fratrum Praedicatorum y la orden comenzó a utilizar el misal romano, aunque conservando algunos elementos de su antiguo rito. No obstante, se permitió seguir celebrando con el misal propio reformado en 1965 con autorización del maestro general o del prior provincial (p. 178). Un esfuerzo de restauración del rito dominicano proviene de la Fraternidad de San Vicente Ferrer, fundada en Francia en 1979 y regularizada por la Pontificia Comisión Ecclesia Dei en 1988 (p. 190).

Hoy en día, entonces, con la disciplina litúrgica establecida por Benedicto XVI, los padres carmelitas pueden celebrar con tres misales distintos: el propio de su orden, el misal romano de 1962 o el misal romano reformado, y los dominicos pueden hacerlo con su misal propio, tanto el de 1933 vigente en 1962 como aquel reformado (sólo con permiso), o bien con cualquiera de los dos misales romanos (pp. 179 y 389).

Nada dice el autor sobre el rito propio de los cartujos, reformado en 1981. Salvo algunos nuevos elementos, este misal se corresponde con el rito de Grenoble del siglo XII más algunas añadiduras provenientes de otras fuentes.  Entre sus diferencias se cuenta que el diácono prepara las ofrendas mientras se canta la Epístola, que el preste lava sus manos dos veces durante el ofertorio, que la plegaria eucarística se recita con los brazos abiertos en forma de cruz salvo cuando es necesario utilizar las manos para alguna acción específica, y que no existe bendición al final de la Misa. Tampoco hay mención del rito premostratense, pero sí una referencia a aquel de la Orden Cisterciense, a la cual la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos confirmó en 1971 el mantenimiento ad libitum de algunas de sus particularidades, por ejemplo, la inclinación profunda en lugar de la genuflexión (pp. 190-191). En 2008, el propio Benedicto XVI concedió a la abadía alemana de Mariawald (diócesis de Aquisgrán) el privilegio del completo retorno al uso de Monte Cistello, aprobado por la Santa Sede entre 1963 y 1964, como un paso intermedio previo a las reformas posconciliares (pp. 191-192).



[1] El 23 de marzo de 2008, el propio Benedicto XVI hizo uso de esta facultad, a través de su vicario para la ciudad de Roma, respecto de la Iglesia de la Santísima Trinidad de los Peregrinos confiada desde entonces a la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro como parroquia personal.

[2] Véase sus actas en Nuara, V. (ed.), Il Motu proprio «Summorum Pontificum» di S.S. Benedetto XVI,  III: Una speranza per tutta la Chiesa, Verona, Fede & Cultura, 2013.

[3] Barreiro Carámbula, I., «Derecho natural y Derecho de la Iglesia», en Ayuso Torres, M. (ed.), Utrumque ius. Derecho, derecho natural y derecho canónico, Madrid, Marcial Pons, 2015, p. 73.

[4] Véase, por ejemplo, del Portillo Díez de Sollano, Á., Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona, EUNSA, 3ª ed., 1991, pp. 151-152.

[5] Barreiro Carámbula, «Derecho natural y Derecho de la Iglesia», cit., p. 73.

[6] La fórmula de fe de la Iglesia distingue tres niveles: (i) las verdades de fe divina y católica contenidas en la Revelación y propuestas por el Magisterio de forma definitiva; (ii) las verdades que la Iglesia propone de modo definitivo como acto magisterial; y (iii) las otras verdades que, pese a pertenecer al patrimonio de la fe, no alcanzan los anteriores grados de convicción (cánones 749, 750 y 752 CIC).

[7] De Paolis, V., «Los divorciados vueltos a casar y los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia», en Dodaro, R. (ed.), Permanecer en la Verdad de Cristo. Matrimonio y comunión en la Iglesia católica, trad. española, Madrid, Cristiandad, 2014, p. 221.

[8] «Communione, comunitá e disciplina. Documento pastorale dell’Episcopato italiano», en Notiziario della Conferenza Episcopale Italiana 1 (1989), núm. 3, p. 4.

[9] Véase una referencia a la formación histórica de ambos ritos en Righetti, Historia de la liturgia, I, cit., núm. 104-105 (pp. 302-315) y 111-115 (pp. 328-343).

[10] Cabe recordar que el Concilio Vaticano II dispuso: «Fieles a la mente de la Iglesia, [los religiosos] celebren la sagrada Liturgia y, principalmente, el sacrosanto Misterio de la Eucaristía no sólo con los labios, sino también con el corazón, y sacien su vida espiritual en esta fuente inagotable» (Decreto Perfectae caritatis, núm. 6). Esto significa que vivir la Santa Misa y los demás sacramentos conforme a los venerables ritos propios, es una forma de profundizar en el carisma de la propia orden.

[11] Desde los inicios de su historia, el Carmelo recibió como propia la liturgia de la Iglesia de Jerusalén. Al pasar a Europa la llevó consigo y la conservó, con bastantes sacrificios, hasta la década de 1970. Ella estaba basada en el Ordinale compuesto por Siberto de Beka (1260-1332), que comportó el ceremonial litúrgico de la orden desde el Capítulo general de Londres de 1312.


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Actualización [14 de marzo de 2017]: El sitio Acción litúrgica ha publicado dos respuestas recientes de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei referidas a la intepretación de la facultad concedida por el motu proprio Summorum Pontificum para que cualquier sacerdote pueda decir la Santa Misa según los libros anteriores a la reforma litúrgica sin necesidad de contar con ningún permiso especial.

Actualización [10 de abril de 2017]: El pasado 5 de abril, la Pontificia Comisión Ecclesia Dei ha publicado un decreto relativo a la posibilidad de celebrar lícita y libremente el próximo 13 de mayo la Misa Votiva del Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María como Misa Votiva de Segunda Clase con ocasión del centenario de la primera aparición de Fátima (véase aquí el texto de este decreto).