sábado, 22 de diciembre de 2018

Leo Darroch: Historia de la Federación Internacional Una Voce, 1964-2003 (reseña)

Les ofrecemos hoy una reseña del libro escrito por Leo Darroch y que recoge la historia de la Federación Internacional Una Voce (FIUV), de la cual nuestra Asociación es el capítulo chileno desde su creación, entre los años 1964 y 2003. Dicha obra fue presentada en el Foro abierto organizado en 2017 en Roma conjuntamente con la peregrinación anual Summorum Pontificum, que en esa ocasión se hizo coincidir con el décimo aniversario de la entrada de vigor del motu proprio del papa Benedicto XVI al que debe su nombre (véase aquí el reporte de esas actividades, donde estuvo presente nuestra Asociación). El libro ha sido ya objeto de otras recensiones en inglés, como aquella escrita por Joseph Shaw o la debida a Dom Alcuin Reid. Esta última es especialmente importante porque destaca el papel que tuvieron los laicos en la defensa de la Misa de siempre cuando las claudicaciones aumentaban cada día y la liturgia tradicional era perseguida con tesón. 

Leo Darroch nació el 15 de octubre de 1944 en Durham, en el noreste de Inglaterra. En 1979 se unió a la Latin Mass Society of England and Wales (LMS), capítulo nacional de FIUV. En 1986 es elegido miembro del consejo nacional de la LMS, cargo en el cual se desempeñó durante décadas. En 1999 fue elegido Consejero de FIUV y en 2001 Secretario, cargo que al que debió renunciar por motivos familiares en 2004, regresando dos años después. En noviembre de 2007 fue elegido Presidente de FIUV, sucediendo a Michael Davies, cargo en el que se desempeñó hasta 2013. 

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Darroch, Leo, Una Voce: The History of the Foederatio Internationalis Una Voce, 1964-2003. The Presidencies of Dr. Eric Maria de Saventhem and Michael Treharne Davies, Herefordshire, UK, Gracewing, 2017, 467 pp. 

Augusto Merino Medina

Leo Darroch, Presidente de la Federación Internacional Una Voce (FIUV) entre 2007 y 2013, ha escrito un libro que es un verdadero monumento levantado al laicado católico post Concilio Vaticano II; a ese laicado que, reaccionando contra el inverosímil retraimiento de la inmensa mayoría de los obispos frente al feroz temporal que se desató en aquella época y que arrecia hoy más que nunca, ha sido capaz de asumir la defensa de la Fe católica y de su más espléndido repositorio, el sagrado rito romano de la Misa. Fueron los laicos, no los clérigos en ninguno de sus grados jerárquicos, salva muy contadas excepciones, quienes en este período histórico, quizá nunca antes visto en la milenaria vida de la Iglesia, asumieron la tarea de defender aquel depósito que los obispos se empeñaron en dilapidar por supuestos compromisos pastorales. 

 El autor

El texto de Darroch narra, en efecto, cómo la Misa de rito romano fue objeto de una defensa perseverante, valiente, inteligente en su estrategia y en la elección de las tácticas durante un espacio de no menos de treinta años por una organización formada enteramente por laicos católicos. De no ser por la resistencia verdaderamente heroica de ese puñado de mujeres y hombres valientes, la crítica situación actual de la Iglesia sería incalculablemente peor: fueron esos laicos quienes presionaron a los papas del post Concilio (en especial Juan Pablo II y Benedicto XVI) para que, aunque débil y vacilantemente, comenzaran a reaccionar frente a los ataques de la herejía modernista que hoy triunfa con todos sus fueros, instalada en el corazón de la Iglesia. Fueron ellos quienes, tras los primeros campanazos de advertencia dados por los cardenales Ottaviani y Bacci, asumieron que, cambiado el rito tradicional de la Misa, cambiaba la Fe, cosa que hoy, ya a cincuenta años de aquella catástrofe, ha venido a quedar más que claro: la sustitución de la lex orandi ha traído por consecuencia la sustitución de la lex credendi; hoy estamos frente a una Misa nueva y ante una religión nueva. De ahí que los partidarios de la antigua Misa, codificada por San Pío V, sean objeto, por parte de la burocracia que ocupa los más altos cargos de la Curia romana, de una tan inmisericorde persecución: de ser ortodoxos, han pasado a ser odiosos herejes, cuya extirpación está siendo llevada a cabo paulatinamente y sin cuartel.

En su más lejano origen, Una Voce surge en 1964 de la iniciativa e inquietudes de una católica, la Dra. Borghild Krane, que desde los límites más lejanos del catolicismo europeo, Noruega, reunió a 146 católicos para dirigirse al obispo de Oslo pidiéndole que procediera con el mayor cuidado y respeto frente a la revisión de la liturgia que el Concilio Vaticano II había aprobado. Como es la tónica de la obra de Dios, de esos muy improbables y humildes orígenes se fue extendiendo por otros países europeos, de tradición católica mucho más antigua y poderosa, la idea de defender el rito romano de la Misa y vigilar lo que con su modificación se pretendía hacer, es decir, la sustitución de la Fe católica.

Hacia 1965 se fusionaron movimientos similares que, en algunas partes con el nombre Una Voce y en otras, con otros diversos, constituyeron la base de la Federación. Finalmente, en 1967, en una reunión de estos movimientos en Zúrich, se fundó oficialmente la institución con el nombre de Foederatio Internationalis Una Voce, que eligió como su primer Presidente al Dr. Eric Maria de Saventhem, alemán, converso al catolicismo, secundado por un grupo de católicos de otros diversos países, que incluyó a los Estados Unidos de Norteamérica y, en 1970, a la Asociación Magnificat, que se había fundado ese mismo año en Chile [Nota de la Redacción: Esto es lo que señala el libro, pues ese año se hizo un intento fallido por constituir nuestra Asociación como corporación de derecho privado, trámite que entonces era largo y engorroso y llevaba el Ministerio de Justicia, aunque en realidad el grupo estable de fieles que hoy es la Asociación Litúrgica Magnificat, erigida como corporación cultural en 2014, existía ya desde el 7 de agosto de 1966: véase  aquíaquí y aquí nuestra historia, incorporada después en el libro publicado con ocasión de nuestro quincuagésimo aniversario].

 Primera reunión formal de la Federación (Zúrich, 1967)
(Foto: FIUV)

La tarea de hacerse oír por Roma y los obispos de cada región fue descorazonadora en aquellos primeros años, en que el fervor iconoclasta estaba en su máximo ardor, no obstante la actividad incansable del Dr. Saventhem y de su mujer, igualmente comprometida con esta lucha. Nada se pudo lograr de los innumerables esfuerzos que se hicieron en Roma, gracias a los numerosos contactos personales del Presidente. Quizá estas dificultades se debieron a que, en aquellos primeros años después de la “reforma” litúrgica, y estando todavía activo en la Curia Mons. Annibale Bugnini -quien la ideó y llevó a cabo y de quien muchos sospechan su afiliación a la francmasonería-, los burócratas vaticanos tenían claro que, a lo que apuntaban, era la ortodoxia de la Fe y, a fin de cambiarla disimuladamente, cerraron filas para defender la “reforma” considerada como “pastoral”, sin cejar en nada, negando cualquier petición de concesiones de cualquier tipo. El llamado “indulto de Agatha Christie” o “indulto inglés” (así denominado porque Pablo VI, según se dice, finalmente lo otorgó cuando vio entre los peticionarios la firma de esa novelista), constituyo una temprana puerta que, apenas entreabierta, fue rápidamente cerrada a toda prisa por la burocracia vaticana.

Y así es como, a pesar de los inútiles lamentos de Pablo VI (que se limitó a lamentarse, sin poner el adecuado remedio a una situación que, quizá, no quiso pero permitió), se produjo el fenómeno que ya habían pre-diagnosticado algunos sociólogos de la religión: luego de la firmeza del puño con que Pío XII sostuvo las riendas de la Iglesia, una vez abierto un portillo por obra de Juan XXIII, lo que ocurrió fue, como en el caso de los diques, que ya no hubo cómo detener la ruina total, y toda la disciplina de la Iglesia colapsó violenta y súbitamente. La “reforma” de la Misa, que ya era un increíble abuso de Bugnini y de Pablo VI en relación con lo que había dispuesto el Concilio, fue superada, en heterodoxia y desacralización, por los indescriptibles “abusos del abuso”, que proliferaron ahora sin control alguno.

Frente a este panorama de los últimos años del pontificado de Pablo VI, Una Voce se dio cuenta de que no tenía sentido alguno seguir reclamando visiblemente a Roma o a los obispos por lo que sucedía, y advirtió que la única vía de resistencia posible era proseguir con la celebración local, casi subrepticia, de la Misa de rito romano, costase lo que costare. Toda otra acción estaba destinada al fracaso. Comenzó hacia 1972, para quienes seguían siendo católicos reconocibles como tales según los criterios tradicionales, la época de las catacumbas, y Una Voce optó por entender su cometido como el de un “apostolado litúrgico” que había que realizar de modo “molecular”, es decir, persona a persona, de molécula en molécula, al modo del apostolado cristiano de los siglos de las persecuciones.

Con todo, la directiva de Una Voce continuó realizando sus asambleas periódicas, en una de las cuales, la realizada en agosto de 1974 en Salzburgo, Dietrich von Hildebrand tuvo una participación magnífica, exponiendo, con gran sagacidad, lo que a su juicio era el diagnóstico justo de la situación: en un momento en que el vacilante Pablo VI parecía alentar las esperanzas de alguna forma de restauración litúrgica con el documento Iubilate Deo, datado precisamente ese año y referido a los cantos gregorianos más esenciales que debía preservarse, von Hildebrand sostuvo que, en su opinión, “[e]n latín, el Novus Ordo era más insidioso porque creaba la ilusión de que no era algo completamente diferente del antiguo rito. Independientemente de la cuestión de la validez, y desde un punto de vista puramente pastoral, la nueva Misa era simplemente una catástrofe. Había muchos que pensaban que criticar la nueva Misa era criticar al Santo Padre, lo que equivalía a atacar la Fe. Pero era necesario hacer una distinción entre el cargo y quien lo ocupa, y debía enseñarse al pueblo a hacer esta distinción en el caso del papado. El poder hacer esta distinción no era sólo una prueba de fe, sino una señal de fe. Una Voce debía, pues, seguir dando prioridad a la cuestión del rito por sobre la cuestión de la lengua del rito. Una Voce era el único grupo que había adoptado esta postura vitalmente importante respecto de la Misa tridentina” (p. 98).

La cuestión, para Hildebrand, era perfectamente clara, como lo fue, por lo demás, desde el comienzo, según lo atestigua la crítica de los cardenales Ottaviani y Bacci. Y esas mismas ideas eran también claras para los propios reformadores, que quizá hubieran querido que se ventilaran menos: es en la oscuridad y en la ambigüedad cómo se fraguó el Novus Ordo y cómo sigue amparado por ellas en la actualidad, aunque cada vez haya menos católicos engañados.

 Dietrich von Hildebrand

Este verdadero nudo gordiano de la reforma litúrgica, de carácter teológico, aparece constantemente en la narración de Darroch. Quizá uno de sus momentos más impactantes se dio durante los intercambios epistolares, posteriores a diversos encuentros personales, entre el Presidente Saventhem y el cardenal Giovanni Benelli, sustituto de la Secretaría de Estado en 1976: éste pretendía amparar todo lo obrado por el Papa en materia de reforma litúrgica con la garantía del “carisma” que a este último le había otorgado Dios, en virtud del cual todos sus actos de gobierno y administración de la Iglesia no podían sino estar ordenados hacia el seguro y verdadero bien de ella. El Dr. Saventhem respondió a estas y otras enormidades con una carta de 26 de octubre de 1976, que es un modelo de sana doctrina católica y de excelente retórica, y Benelli replicó, a su vez, el 24 de noviembre de ese año. Saventhem respondió de nuevo el 6 de enero de 1977 y Benelli, el 3 de marzo de ese año.

De este polémico intercambio de cartas, uno de los más interesantes del libro, importa extraer algunos puntos que Darroch consigna sobre la posición de Benelli, porque ellos dan a conocer los criterios que, por entonces, se usaban en la Curia por los partidarios de la reforma y que revelan que el trasfondo de ella no fue nunca, como ya hemos sugerido, meramente pastoral sino, derechamente, teológico. Porque, en efecto, Benelli plantea que el espíritu de la reforma fue permitir que el hombre moderno pudiera “expresarse en ella”, cosa que significa, por cierto, entregar el destino de la liturgia a los cambiantes “sentimientos” modernos -o de cualquier otra época futura-, lo cual equivale a inventar un rito con autodestrucción programada, instalar en él esas "bombas de tiempo" de las que hablaba Michael Davis. Y añade Benelli a continuación, pensando que el ataque es la mejor defensa: los enemigos de la reforma han hecho de la liturgia un campo de batalla contra la “nueva eclesiología”, sosteniendo en este empeño, con su defensa del Ordo antiguo, una eclesiología pre-conciliar que, obviamente y como se sigue de su argumentación, no puede sino ser errónea. He ahí, pues, develada con imprudencia por Benelli, el meollo de la cuestión. El viejo adagio “lex orandi, lex credendi” permite advertir aquí cuál es el verdadero quid de todo el problema: se cambia la Misa para cambiar la religión. Nada de “criterios pastorales”: lo que interesa es introducir, mediante los ritos reformados, de manera solapada, una religión nueva y diferente. La defensa de la nueva Misa es la defensa de la nueva fe, esa religión del hombre a la que aludía Pablo VI en su discurso de clausura de clausura del Concilio Vaticano II. 

Con la muerte de Pablo VI y el advenimiento de Juan Pablo II, Una Voce creyó ver nuevos motivos de esperanza en su lucha por que, al menos, se reconociera al viejo rito romano igual derecho a existir en la Iglesia que el nuevo, cosa que la mayoría de los obispos de todo el mundo estaba decidida a impedir, llegando muchos de ellos a prohibir formalmente, por estar abrogado, según ellos, el rito codificado por San Pío V. Pero la batalla por ganar la voluntad del nuevo Papa, que parecía indeciso respecto del rito de la Misa, aceleró las movidas de los partidarios de la reforma litúrgica, que controlaban el manejo de las riendas del poder, tal como hoy. El cardenal James Knox, por entonces Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y reformista, dispuso que se realizara en 1980 una consulta a todos los obispos del mundo sobre cuáles eran las peticiones que habían recibido de los fieles en lo referente al uso del latín y cuáles eran los deseos de éstos en materia de liturgia de la Misa. El propósito perseguido era, naturalmente, tener una base de datos para desacreditar ante el Papa la causa de los defensores del rito romano. Y los resultados de la encuesta no dejaron de ser útiles a Knox y a quienes lo acompañaban. Una Voce no tuvo, entonces, otra opción que dedicar su trabajo, durante 1982, a analizar la mencionada consulta y a denunciar las graves fallas metodológicas que, a poco andar, fueron descubiertas y que le quitaron toda credibilidad. La “encuesta Knox” tuvo que ser descartada.

Juan Pablo II, ya sea por inseguridad personal en la materia, o por deseo de contentar a todo el mundo en su condición de nuevo Papa, se mantuvo en la indecisión hasta que, en 1984, autorizó que se enviara a los obispos, por la Congregación para el Culto Divino, la carta circular Quattuor abhinc annos, que contiene lo que se puede describir como una extensión a toda la Iglesia del citado “indulto de Agatha Christie” o “indulto inglés” de Pablo VI,  por el cual se permitía la celebración de la Misa antigua según el Misal de 1962, pero con todo tipo de restricciones, más o menos como lo había hecho el propio “Indulto”. Sin embargo, como el nuevo Papa era partidario de la teoría de la colegialidad de los obispos, se evitó cuidadosamente imponerles cosa alguna, limitándose a manifestarles los deseos o aspiraciones papales en materia litúrgica, y dejándolo todo, finalmente, en las manos de éstos. Lo cual significaba, como de hecho fue el caso, hacer que Quattuor abhinc annos fuera todo lo inoperante que podía ser.

Luego de enviada dicha carta, fue nombrado Prefecto de la Congregación para el Culto Divino el cardenal alemán Paul Augustin Mayer, el primero de los Prefectos de ella que, en todo el último cuarto del siglo XX, manifestó claramente su buena disposición en lo relativo a las aspiraciones de los católicos tradicionalistas. En este espíritu, Mons. Mayer pidió a Una Voce colaboración para mejorar las disposiciones de Quattuor abhinc annos, que había revelado ser perfectamente inútil en la práctica. Pero, como ha solido ser el caso con los enemigos de la Misa antigua en la Curia, se decidió en 1985 nombrar una Comisión de ocho cardenales para que estudiaran el asunto, cosa que, como se comprende, era el mejor modo de paralizar cualquier cambio favorable a los tradicionalistas. De hecho, nada ocurrió ni en 1986 ni en 1987, no obstante la incansable actividad del Dr de Saventhem, hasta que, en 1988, el problema de la liturgia de la Misa se complicó con la cuestión del Arzobispo Mons. Lefebvre.

 Mons. Marcel Lefebvre en 1980, durante una visita a Córdoba, Argentina 

Éste, que había sido siempre un leal aliado de la causa de Una Voce, fue finalmente, como se sabe, excomulgado por consagrar, el 30 de junio de 1988, cuatro obispos sin con una autorización papal formal. El día 2 de julio siguiente, es decir, al segundo día después de la acción de Mons. Lefebvre, Juan Pablo II publicó el motu proprio Ecclesia Dei, en que súbitamente se dan los primeros pasos efectivos, al menos en la teoría, para la liberalización de la celebración de la Misa en el rito romano, según el Misal de 1962, aprobado por Juan XXIII. Creada la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, se siguió la erección o regularización de diversas instituciones donde pudiera usarse el antiguo rito, entre las cuales cabe mencionar por su importancia el monasterio benedictino de Le Barroux, la Fraternidad de SanVicente Ferrer, instituto religioso masculino de derecho pontificio, y la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro, sociedad de vida apostólica para sacerdotes.

Las vicisitudes de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei a partir de su fundación reciben, en el texto de Darroch, un tratamiento detallado e interesante. La oposición a esta Comisión y a su tarea ha sido objeto, hasta hoy, de la más encarnizada resistencia por parte de prácticamente todos los obispos del mundo, lo cual ha hecho que, en los hechos, haya tenido escaso éxito, aunque suficiente para mantener viva la esperanza.

Los destinos de Una Voce, entretanto, pasaron de manos del Dr. Saventhem, quien renunció a la Presidencia con efecto a partir del 1° de enero de 1995, a las de Michael Davies, a quien se debe una serie de importantísimos libros de la historia del Concilio Vaticano II y de la gestación de la nueva Misa de Pablo VI. Davies gobernó a institución hasta 2003, y emprendió, incansable, nuevas luchas por hacerse oír, sin muchos frutos, por el papa Juan Pablo II.

Con la presidencia de Michael Davies termina la historia de FIUV cubierta por este libro: el sucesor de Davies fue, precisamente, Leo Darroch, el autor del mismo, y es sabido que uno no puede ser buen juez en causa propia.

El lector, junto con quedar profundamente agradecido a Darroch por un texto riquísimo en información inexistente en otros lugares, queda con la tremenda insatisfacción de no haber podido leer aquí nada de los trascendentales desarrollos que en el problema de la liturgia tuvieron lugar con el motu proprio Summorum Pontificum, de Benedicto XVI [Nota de la Redacción: un análisis del autor sobre los efectos del motu proprio durante el tiempo inmediatamente posterior a su promulgación puede leerse en esta entrevista], ni el análisis de los que están teniendo lugar en el pontificado de Francisco y que, para decirlo de modo conservador, no tienen en absoluto buen pronóstico en lo que respecta a la causa de la Sagrada Tradición en la Iglesia y al destino del rito romano de la Misa. Sólo cabe esperar que, desde Una Voce, alguien emprenda la continuación de esta historia, llena de vicisitudes cada vez más graves para la causa de la Misa y de la Fe, siempre con valentía y espíritu sobrenatural. 

 El autor junto a Benedicto XVI, presentándole el informe de 2009 sobre los efectos del motu proprio

Para terminar estas breves informaciones sobre el contenido del libro de Darroch, digamos que él está escrito con un estilo envidiablemente ecuánime y desapasionado que, a lo más que llega en materia de énfasis, es a la colocación, en contadas ocasiones, de signos de exclamación frente a ciertas enormidades: ni un solo adjetivo descalificatorio o hiriente, en una historia que se presta para distribuir, a diestra y siniestra, escandalizados y bien merecidos epítetos. El temple escocés heredado por el autor de sus antepasados ha sido aquí sometido a duras pruebas y ha triunfado la mansedumbre cristiana.  

En suma, Darroch ha escrito un texto denso en información, complementado por varios apéndices que contienen documentos del máximo interés y difíciles de encontrar. Su lectura exige avanzar lentamente para tomar debida nota de los datos históricos, pero aún así resulta apasionante y llena de suspenso, no tanto por descubrir el fin de la historia, que está todavía por producirse, sino por ver cómo la mano de Dios ha venido usando, ante los escollos más formidables, a este puñado de laicos católicos empeñados, paradojalmente, en defender, de quienes tenían el encargo divino de resguardarla y difundirla, la fe católica.

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